viernes, 30 de noviembre de 2012

SEMAFOROS


Son las siete de la tarde menos un minuto.

Son las siete en punto de la tarde.

Etcétera.

 

Debo salir ya si quiero llegar a tiempo. Me gusta ser puntual, y lo seré si el tráfico no es muy intenso y los semáforos no se empeñen en dejarme como un maleducado: he quedado en recoger a una persona que es muy estricta en este sentido. Antes de subir al coche recuerdo con temor que este tiene a veces sus antojos, y no me refiero al motor, el sistema de propulsión ni las ruedas: eso siempre lo tengo a punto. No. Se trata de variaciones más sutiles que es capaz de improvisar cuando por lo que sea no está listo, o considera que hay razones objetivas para no llevarme donde, en su opinión, no se me ha perdido nada. Se trata de fallos en el depósito de gasolina o en los niveles de aceite, agua o líquido de frenos, que él es capaz de manejar a su antojo, supongo que por vías ordinarias o a través de espiches que desconozco, y que de suceder en esta ocasión me estropearían la velada.

Logro por fin arrancarlo después de varias algunos titubeos en la marcha atrás. Debe finalmente haberse convencido, posiblemente por mi empeño con el starter, que me interesaba mucho ir al teatro. Tenemos un tipo de comunicación subliminal mediante la cual llegamos con frecuencia a ponernos de acuerdo, aunque nuestras opiniones sean muy diferentes. Por ejemplo, poco antes de arrancar le dije (sin decirle) que no ir me supondría perderme una función que había estado largo tiempo esperando y, por si fuera poco, que las butacas me habían costado un ojo de la cara. Durante el camino, para demostrar finalmente su voluntad de complacerme, me llevó casi siempre por encima del límite de velocidad en población, e incluso en los semáforos fue temerario, pues se saltó tres en ámbar y dos en rojo, uno en plena Castellana. Recogimos sin dificultades a mi amiga María Antonia y ya en la zona donde está el teatro, por detrás del café Gijón, no tuvo inconveniente en detenerse en pleno paso de cebra y quedarse allí esperándonos. A pesar de ser muy tozudo, es muy fiel aunque tenga opiniones que no siempre comparto, y en esta ocasión se arriesgó a ser multado para que no me perdiera la función de la que  tan encomiásticamente me habían hablado. Sabe en buena medida que de su actitud depende mi formación como futuro autor teatral (creo que se lo sugerí alguna vez), del que indudablemente debe pensar que podría sacar algún beneficio, aunque no puedo adivinar cual.

Ya dentro de la sala, llegamos por los pelos, el público parecía impaciente  e incluso un poco histérico, pues a pesar de que no todas las críticas coincidían en la valoración de la obra (las había rematadamente malas también), resultaba evidente que era una de las “que había que ver”, una mezcla, si tal cosa es posible de Valle Inclán, Alfonso Paso y Harold Pinter. La función constaba de tres actos de poco más de media hora cada uno, con descansos entre ellos de cinco minutos, durante los cuales no se encenderían las luces y el público debía permanecer en sus butacas, pues tal cosa se hacía para cambiar el decorado detrás del telón, y que -también se decía por los altavoces- el público pudiera tomar conciencia de lo que acababa de presenciar. Al levantarse el telón para empezar el primer acto, podía verse el salón de una casa de un bloque de pisos, en el que una señora de mediana edad (ya no cumpliría los cincuenta), tocaba el piano delante de una librería cargada de volúmenes viejos y enciclopedias. En el lado derecho había un aparador descomunal repleto de cubiertos y diferentes tipos de vajillas, y en el izquierdo un tresillo frente a una televisión minúscula. La mujer, tras mirar inquisitivamente al patio de butacas dando la impresión de reprochar algo al público, atacó una serie de piezas que podían ser de Liszt o Chopin (pero que finalmente  resultaron ser de Schubert y Rachmaninov, según se hacía constar en el programa) con una mezcla de brío e indolencia, que esporádicamente interrumpía para gritar “¡no lo entiendo, no lo entiendo!”, lo que solía coger a los presentes desprevenidos y hacía que se mirasen con cierta perplejidad. Poco antes de terminar el acto, y tras una de las extemporáneas exclamaciones de la pianista, se oyó un solo de trompeta procedente de las candilejas. Durante el primer descanso la gente permaneció en silencio solo interrumpido por algunas toses y comentarios en voz baja, de los que en mis proximidades solo pude captar “…pues tú me dirás”, que ya me dio una pista. En el segundo acto, el escenario era prácticamente el mismo, con la variación de que el tresillo y la televisión habían intercambiado su lugar con el aparador. En el lugar de la pianista ahora podía verse a un señor con una trompeta que a los pocos instantes, tras mirar al público en plan desafiante, interpretó una serie de solos con una intención no del todo clara, pero con una potencia, eso sí, que hizo que algunos asistentes del patio de butacas abandonaran la sala con cierta precipitación. Poco antes de terminar, al igual que en el acto anterior y después de que el trompetista volviera a exclamar por última vez “¡pues todo está muy claro!”, se escucharon unas notas de piano en off, algo que hizo que el público rebullera en sus butacas. En el segundo descanso, los comentarios se hicieron ya más evidentes, y pudieron oírse algunos silbidos acompañados con aplausos y chitones. El tercer acto consistió en una especie de repetición de los dos anteriores, en el que los protagonistas situados en principio a cada lado del escenario interpretaban las mismas piezas y acababan juntándose en el centro, siendo muy celebrada, según pude comprobar mirando a mi alrededor, la maquinaria que hizo posible tal cosa para mover el piano de cola (se oyeron algunos aplausos). Después de caer el telón, durante unos segundos se oyó al piano y a continuación la trompeta, tras lo cual se hizo evidente que la función se había terminado, aunque los protagonistas ni siquiera saludaron al respetable, lo que, por la trifulca que se organizó de inmediato, yo interpreté como una medida de prevención. Cuando ya todos nos disponíamos a abandonar el recinto, la misma voz que al principio dio las normas para el desarrollo de la función, concluyó por los altavoces algo que desde luego yo interpreté como una sentencia cargada de moralina: “amigos espectadores: no hay nada irreconciliable cuando la voluntad de entendimiento es firme”. A continuación se encendieron todas las luces y pudo oírse a todo volumen “La consagración de la primavera” de Stravinsky, entrecortada por los pasaje más delirantes de “Noche transfigurada” de  Schönberg. Milagrosamente pude esquivar una butaca y dos banquetas que volaban hacia el escenario.

Al salir del teatro, María Antonia no me dirigió la palabra ni quiso cenar conmigo, y tuve que llevarla a su casa en taxi. Mi coche había desaparecido con alguna de sus famosas extravagancias, entre la que no era la menos probable haber ido al Depósito municipal de vehículos a motor.

 

Son las diez y media de la noche menos un minuto.

Son las diez y media de la noche en punto.

Etcétera.

                                                   

miércoles, 28 de noviembre de 2012

TACONES


No puedo entender lo que sucede ahí arriba, aunque supongo que las razones no deben ser demasiado complejas. Después de todo, hay fenómenos y situaciones muy simples que ignoramos por la sencilla razón de no habernos preocupado en conocer sus fundamentos. En este sentido, y no quiero entrar en detalles y ser demasiado prolijo, es muy posible que mucha gente no sepa la razón por la que, existiendo la fuerza de la gravedad, la luna no se derrumba sobre la Tierra, o por la que al pulsar un interruptor se enciende una bombilla. Por eso digo que la situación que causa mi desasosiego buena parte del día, puede tener una causa de lo más elemental, pero que de momento  desconozco por las razones apuntadas más arriba. Vayamos de todas maneras por partes. Decir lo que he dicho al empezar estas líneas no se ajusta a lo que verdaderamente he querido expresar, pues no es que no sepa lo que pasa, sino que lo que realmente no sé es por qué pasa. Me explicaré: desde que hace unos meses los nuevos inquilinos han ocupado el piso de arriba, el ruido de unos tacones  (o lo que sea) desplazándose a todas horas sobre mi cabeza está a punto de trastornarme. Creo que así quedan las cosas suficientemente claras. Para tratar de solucionarlo, podría ir al grano directamente y preguntarles el motivo del suplicio chino a que me tienen sometido, pero hasta el momento soy una persona suficientemente discreta como para dejar que los acontecimientos se sucedan, y justifiquen por sí mismos lo que acontece, por lo que me he dado un tiempo prudencial para resolver el asunto. De todas maneras, y de buenas a primeras, se me ocurre que la señora del sexto (mi piso, obviamente, es el quinto) usa zapatos de tacón continuamente, por más que a mí me resulte sorprendente que no dé un respiro a sus pies después de torturarlos con unos casi de aguja, que utiliza normalmente cuando sale a la calle (en el portal he sido testigo de ello en repetidas ocasiones). Esa, a mi parecer, es la posibilidad más factible. Por las razones que sea (eso es otra cuestión sobre la que volveré), ha decidido no cambiarse de calzado al volver a casa, o si lo hace se pone otro de un tipo bastante parecido. De no ser esto así, pudiera suceder, por otro lado, que ya en su domicilio no utilice el calzado confortable al uso, sino que por alguna querencia o hábito insustituible, se calce una especie de zapatillas especiales con alzas, parecidas a las que utiliza el personal sanitario en los hospitales y centros de salud (una variante de los zuecos), pero más agresivas. Esta segunda opción parecería más lógica, pues andar por casa con zapatos de tacón no debe resultar muy cómodo, ni se le debiera escapar al usuario, a no ser que haya sido informado en otro sentido, de que el vecino de abajo no está sordo, caso que, de confirmarse, diría muy poco del sentido que tiene de la buena vecindad. El primer caso no sería de extrañar, dado que dicha mujer, aunque es joven  debe ya andar rondando los cuarenta, y es posible que intente por todos los medios que la tersura de sus piernas y glúteos se prolongue en el tiempo al llegar a esa edad fronteriza, en la que comienzan los temores a la acción persistente de la fuerza gravitatoria. En el segundo, a mi parecer, se trataría de una adaptación bastante ramplona del calzado sanitario, del que ella debe pensar que proporciona algún beneficio en ese sentido (o quizás es enfermera, todo es posible). Otras consideraciones en el primer sentido (los tacones de aguja), me sugieren fantasías que sin embargo nunca fueron mis preferidas, pues lo que puede suceder es que, lisa y llanamente, el matrimonio practica la disciplina inglesa (tiene un marido bastante enclenque y con pinta de sumiso), en la que lógicamente ella actúa como ama, lo que justificaría en buena medida su taconeo al trasladarse de un lado para otro, buscando los perfiles adecuados para hacer restallar al látigo sobre las magras carnes del esposo. Me los imagino y me quedo frío, al tiempo que me preocupa, pues estos tipos de perversiones tienen difícil arreglo. De todas maneras, ella, con la altura y formas que tiene, y con la cara angulosa y muy pintada, debe dar miedo, llena de cueros y herrajes. Pero es posible que esté exagerando, y que solo se trate de pases de lencería íntima, que el marido la hace probar, para ver que tal podría quedar a sus clientas, suponiendo, claro está, que él sea un comerciante que trabaje en el ramo, aunque aquí podría darse cabida gustos íntimos que ambos comparten, al disfrutar todavía de la fase erótica de su relación amorosa. En último lugar considero las patologías de cualquier género, sobre todo, como es natural, las que afectan a las extremidades inferiores. Quien sabe si el hombre, por ejemplo, tiene aún secuelas de una poliomielitis mal curada a la que da rienda suelta en su casa, después de haber estado todo el día forzando la postura y disimulando. O en un caso más extremo, si ocultan a alguien, un niño tullido por ejemplo, del que se avergüenzan y al que retienen encerrado (para ver que no sería tan raro solo hace falta leer los periódicos). Claro que en tal caso el asunto sería más complicado, los infantes en tales situaciones lloran y se hacen oír, y en cualquier caso su taconeo no sería tan nítido y bien acompasado. Me mantendré alerta por si surgen otros indicios que aclaren la situación. No quisiera por nada del mundo, no obstante, que tuviera que intervenir la policía.

martes, 27 de noviembre de 2012

ARISTÓTELES


Por la mañana, nada más abrir la puerta de la calle para salir, me asalta una avalancha de ideas nuevas. Hasta ese instante dentro de casa, todo ha transcurrido, sin embargo, con la normalidad habitual, incluso con cierta pereza por mi parte, que me ha hecho transitar de aquí para allá con una lentitud impropia de quien frecuenta el gimnasio. Quizás se trata de que de alguna manera percibo que se avecina una batalla ya demasiado conocida. Pero en cuanto salgo y me arriesgo a la disyuntiva de la escalera o el ascensor (vivo en un segundo piso, por eso dudo), el mundo exterior se abalanza sobre mi sin haber sido invitado. Debía estar esperándome agazapado en el rellano. Por otro lado, no se trata de una invasión originada por los objetos y enseres del lugar, sino por conceptos que solo parecen definirse y tomar forma en ese preciso momento. Por ejemplo, yo no frecuento la filosofía griega, para qué nos vamos a engañar, pero debo reconocer que lo primero que pienso de un tiempo a esta parte es en Aristóteles. Y casi de inmediato en Demócrito de Abdera. Supongo que tiene que ver con el hecho de que de vez en cuando, para compensar los efectos de la crisis y no tener un concepto negativo de los griegos, releo un viejo libro de filosofía antigua que mi hijo abandonó en casa cuando terminó el bachillerato, o como ahora se llame a la enseñanza secundaría. Pero lo sorprendente del caso es que tales pensamientos no me trasladan las ideas de tan ilustres personajes, sino que en el primer caso pronto se me vienen a la cabeza María Callas y Jacqueline Kennedy, y en el segundo, Anatolia y Estambul, otrora Constantinopla. No se me escapa que mi mente ha hecho una transposición inmediata de papeles, y ha atribuido el nombre del famoso sabio al multimillonario Onassis, que después de todo también tuvo algún tipo de sabiduría, que si afortunadamente no le llevó a confirmar la teoría de las esferas de cristal, sí le proporcionó la cantidad de dracmas suficientes para validar la hipótesis de la erótica del poder, llevándose a la cama sin solución de continuidad, si no recuerdo mal, a la mejor soprano de la historia y a la ex primera dama de los Estados Unidos. “¡Ahí queda eso!” pensaría el tipo mientras las paseaba en uno de sus yates o transatlánticos por el mar Egeo o el océano Pacífico. ¡Qué cosas no habrán oído las islas griegas o los mares del Sur de la boca de damas tan distinguidas, desde los gorgoritos desatados de la diva hasta los secretos más recónditos de la política de EEUU, yacentes por entonces en un mausoleo del cementerio de Arlington! Se ha comentado mucho al respecto (y en esos instantes yo lo rememoro), y hay quien afirma que en ambas ocasiones, cuando el archifamoso naviero griego ponía todo su empeño, obligaba a ambas a que llegado el momento culminante, fueran capaces de emplear sus mejores recursos. En el caso de la Callas, al parecer, la exigía un alarido equivalente a un do de pecho, lo que hacía que la tripulación ocupara sus puestos para la emergencia de “abandono de buque”. Con Jacqueline, a pesar de ser todo más sosegado por la falta de decibelios de su voz, se cuenta de buena tinta que era exigida en otros menesteres casi de igual rango, pues llegado el momento, debía de recitar de memoria el preámbulo de la Constitución de los Estados Unidos, lo que no por breve deja de ser meritorio cuando se tiene la cabeza en otras actividades. En cuanto a Demócrito, se trata de un error que por las razones que sea ha arraigado en mi masa gris, y del que no soy capaz de desembarazarme. Tal individuo, que ha pasado a la historia, por así decirlo como el “inventor del átomo”, nació efectivamente en Abdera, ciudad costera de Tracia, en Macedonia, al norte de Grecia, que yo sitúo obstinadamente al otro lado del Bósforo, cerca de Estambul, lo que me lleva de inmediato a ensoñaciones turcas de todo tipo, entre las que destacan el Gran Bazar, La Mezquita Azul y Santa Sofía, para, dando un salto, situarme en Capadocia. De aquí derivo, dadas mis lecturas divulgativas de física, al átomo según la interpretación de Copenhague, lo que hace que al llegar a la calle mi cabeza sea lo más parecido a un amasijo de electrones saltando de órbita en órbita. No sería la primera vez que vuelvo a casa, pero normalmente suelo vencer al malestar que me invade recordando a Niels Böhr y Alfredo Einstein, aunque este último me dirige inexorablemente a otro Alfredo: Di Stéfano. Creo que necesito ayuda.

lunes, 26 de noviembre de 2012

INSTANTÁNEAS


La urraca revolotea alrededor de mi ventana. Podría ser un cuervo, en la distancia el blanco no es tan evidente. De todas maneras, no es un alimoche. Aparece y desaparece como por encanto llevada por la brisa de la tarde, y supongo que por sus impulsos naturales. Se posa con frecuencia sobre la verja un tanto desvencijada de mi vecino; se trata de un chalet antiguo de cuando esta calle aún no había sido invadida por las excavadoras, es pues un reducto de un tiempo que se escapa. Otra vez la melancolía, me digo, como si todo tiempo pasado hubiera sido mejor. Ilusiones retroactivas que nos permiten situarnos en la realidad con cierta sensación de superioridad y desapego. La urraca, a todo esto, no ha vuelto a aparecer, quien sabe si su reconocida inteligencia le ha aconsejado buscar otros horizontes. El día es gris y un tanto opaco, pero estas aves tienen un sexto sentido que les orienta allá donde el porvenir todavía es posible. FIN

 

La antena de televisión se yergue a trescientos metros de mi casa. Está desprovista de toda belleza, es tan rígida como alta, y nada hay en ella que destaque, a no ser que alguien valore las minúsculas antenas que la habitan en su mástil y sus plataformas. Además es blancuzca y se confunde con el cielo grisáceo de la tarde. Nada destaca en ella, y solo en su punta sobresale la espiga de un pararrayos, atenta a los días que finalmente se enturbian, y acaban descargando un aguacero con gran aparato eléctrico. No obstante, en algunas ocasiones me quedo mirándola ensimismado, pues sé que oculta mucho más de lo que su apariencia expresa. Espero así el zigzag de los electrones llenando la diferencia de potencial entre la nube y la tierra, ese instante mágico que ilumina el horizonte y nos dice, a pesar de nuestro escepticismo, que todo es aún posible. Luego, cuando el viento de la tormenta cesa y el rayo ha agotado su trallazo, cierro tranquilamente la ventana y me recojo en tareas mínimas dentro de casa, a las que trato de investir de un fulgor que aún persiste. FIN

 

Llamaron a mi puerta desde la calle, y cuando respondí con pereza esperando que se tratara del cartero o de un vendedor de ilusiones, oí una voz templada y un tanto monocorde que me recordó que el tiempo pasaba y que debería tomar las medidas oportunas. “Tempus fugit”, me dijo en primer lugar y a continuación, como si fuera una letanía que tenía bien aprendida, “carpe diem” (“el tiempo pasa, aprovéchalo”, aproximadamente), con lo cual supuse que se trataría de un representante de algún nuevo credo, tratando de convencerme de su verdad. No obstante, algo en el tono de su voz me hizo abrirle, y poco después dejarle entrar en casa. Era un tipo joven que aún no llegaba a los treinta, bien parecido, con una belleza ambigua, pues a sus rasgos indudablemente varoniles, añadía detalles más propios de un gineceo, un cuerpo sensual que una se sentía tentada de investigar, unas manos delicadas que al hablar se perdían delante de sus ojos como mariposas, y sobre todo unos ojos extraordinarios, oscuros y profundos, en los que una sentía perderse, como si detrás de ellos se escondiera la promesa de un porvenir dichoso. No podía dejar de mirarle, y sé que permanecimos así durante horas, en las que si no recuerdo mal, después de saludarnos no volvió a abrir la boca hasta que inopinadamente se levantó y se fue. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, pero aún le sigo esperando. FIN

domingo, 25 de noviembre de 2012

ESCRITURAS


Escribo, escribo sin parar, como si el mero hecho de encadenar palabras fuera una especie de respiración que me mantiene con vida. Comprenderás ahora este alud de cartas que te llegan y posiblemente te desbordan. Tienes razón en sentirte agobiada, pero qué puedo hacer si toda lo que me pasa por la cabeza debe al instante verse reflejado sobre una hoja en blanco. Ya sé que podría buscar alternativas a esta compulsión, por ejemplo atarme el brazo a la silla, o no abrir el ordenador o no disponer de cuartillas o bolígrafo, pero tal cosa me haría enloquecer declamando en alta voz lo que me llega de ahí arriba, y tampoco es cuestión de que me encierren. Sé, a pesar de todo, que esta afluencia epistolar trata paradójicamente de decir una sola cosa, para la cual no encuentro la palabra ni la expresión adecuada. Podría tratarse simplemente de un vocablo que lo abarque todo, o de una frase con la que podría ser clausurado cualquier discurso posterior, porque ya estaría dicho de antemano. En el fondo, tengo el convencimiento que todo lo que sale de nuestra boca trata de llegar al otro y subsumirlo, hacerlo uno mismo, quizás por la inquietud que nos produce el hecho de seguir divididos. ¿Qué otra cosa son esas largas veladas al amor de la lumbre, en las que una trata de ahondar en el otro buscando una fusión que nunca llega? ¿Qué otra cosa es la sexualidad más allá de un intento desesperado de poseer al otro definitivamente? Nos hubiera bastado con la bipartición o la partenogénesis, por ejemplo. No te angusties, por favor, ni te sientas asediada, pues conociéndome, sabes bien que no es eso lo que pretendo aunque sea incapaz de obrar de otra manera. Incluso para tranquilizarte y no resultarte una carga demasiado pesada, se me ocurren algunas ideas que no por ser mías espero que deseches de inmediato. Por ejemplo, y esta es la primera manera con la que trato de ayudarte, cuando veas un correo mío, mételo de inmediato en la papelera o deshazte de él, verás como cualquiera de ambas acciones te proporcionan una satisfacción que no esperabas, (hasta el punto, y ese es el peligro, que estés deseando que llegue el siguiente para poder hacer lo mismo). No soy en absoluto responsable de tus actos, aunque te conozca lo suficiente para aventurar que no sería extraño que cayeras en la tentación. Creo que sería más adecuado, y perdona mi presunción, que no leyeras nunca mis mensajes, y que como mucho los imprimieras cuando te venga en gana, es decir, de inmediato o pasados unos días cuando el agobio sea menor. Después, sola o en compañía, podrás leerlos en alta voz. Te recomiendo, eso sí, que al hacerlo des a cada palabra y cada frase la entonación precisa, considerando que ningunas han sido escritas al azar o sin intentar poner en ellas su auténtica valía, fonética, sintáctica o literaria. Ese sería todo el homenaje que podrías rendir al esfuerzo desinteresado de quien compartió contigo bellos momentos que no volverán a repetirse. Y aún te digo más, no tengo inconveniente que si tal situación sucede en un lugar acogedor (al amor de la lumbre, por ejemplo, como te dije más arriba) en compañía de alguien con quien ya compartes tus días, que no te resistas a la tentación de, una vez leída cada hoja, lanzarla al fuego con una sonrisa o una carcajada. Nada hay más dulce que oír crepitar un papel donde el amor ya es puro sinsentido.

martes, 20 de noviembre de 2012

PIRINEOS


Estoy en los Pirineos. O para ser más preciso: creo que estoy en los Pirineos. No tengo datos concretos y me resisto a comprobarlo bajando hasta el valle. Me gustan las alturas y por aquí nada puede corroborar lo dicho más arriba, con lo fácil que sería salir de dudas haciéndolo. Si abajo hablan, por ejemplo, francés, aunque fuera con un fuerte acento del midi, estaría verificada mi tesis, caso que también se daría si hablaran en español, catalán, euskera o aranés. Por cierto, en el caso del francés podría suceder que en realidad me encontrase en los Alpes, que si no recuerdo mal, tiene vertientes hacia varios países. Supongo pues que me encuentro en las cumbres de los Pirineos, o quizás de sus estribaciones porque la altura no parece exagerada. Lo primero que me viene a la cabeza es la película “Sonrisas y lágrimas”, y recuerdo algunas escenas emotivas de la familia Trapp, en las que el capitán y Julie Andrews cantan juntos alborozados por el triunfo de la familia numerosa. Puede parecer una contradicción, pero a partir de cierto nivel casi todas las montañas se prestan a estas ensoñaciones, y deja de ser importante la toponimia del lugar. En un cierto rellano entre crestas inicio unos pasos de baile, animado por el recuerdo mencionado con anterioridad, y trastabillo peligrando mi integridad física, por lo que decido sentarme y disfrutar del paisaje, especialmente de las cumbres nevadas a cierta distancia, y de paso, de unas nubes con formas muy precisas por encima de mi cabeza. Las miro con añoranza, aunque no llego a calibrar el por qué de tal sentimiento, nunca he sido especialmente aficionado a las nubes, pero en esos momentos me evocan una juventud ya lejana, posiblemente por la celeridad con las que  ambas pasan (siempre he sido muy aficionado a las metáforas).  Intento hacer coincidir la forma de las nubes con algunos objetos conocidos de la vida ordinaria, pero me resulta imposible y me siento bastante frustrado, pues siendo amante de la pintura figurativa, me veo obligado a afirmar que en la naturaleza la abstracción y las formas difusas tienen también su importancia. A pesar de todo me tumbo de espaldas y permanezco así un rato largo mirando al cielo, pienso en mi mismo y me digo que debo componer una imagen bucólica e incluso romántica que quisiera enviar a mi prometida en la meseta, algo que me resulta imposible por no tener móvil ni otro aparato que me lo facilite. El cielo, aparte de las nubes susodichas, está completamente despejado y es intensamente azul, lo que me remite en primer lugar a la obra de Georges Bataille (*), y de inmediato al concepto de “vacío” y sus implicaciones estéticas y de la Mecánica cuántica. Respecto a la primera de ellas recuerdo a Velázquez y sus azules del Guadarrama, y respecto a las segunda soy consciente- dada mi afición a la física- de que el vacío en si mismo no existe, porque no hay nada que no esté ocupado por las partículas subatómicas, desde los electrones a los neutrinos hasta llegar a los quarks y toda esa familia de alguna forma relacionada con James Joyce (*). Me chifla suponer que todo proviene de las fluctuaciones cuánticas. A continuación y sin solución de continuidad recuerdo a mis allegados, pero no como conceptos bajo los cuales pudieran reunirse sus rasgos más sobresalientes, sino en detalles muy minuciosos de su anatomía. Por ejemplo, de mi padre soy incapaz de recordar nada que no sea precisamente su bigote. A mamá, por el contrario y como excepción, la percibo “en conjunto”, como si de alguna manera formara parte del mundo ideal platónico. Cosas. Cuando llevo un rato largo en esta posición, me doy cuenta de que empiezo a tener frío y que la luz decrece, síntomas indudables de que ya no debe quedar mucho para que anochezca, de lo que deduzco que debo darme prisa en descender hasta el valle si no quiero que a partir de mañana se hable de mí en los telediarios. Podré así darme cuenta definitivamente en qué lugar me hallo, algo que tendrá una importancia definitiva en la configuración de mi identidad, pues aunque de vez en cuando digo palabras supuestamente en castellano, al no tener un oyente cualificado, carezco de criterios que puedan corroborarlo. Es a esto que podríamos llamar “falta de referencias”. Afortunadamente, poco después de ponerme en pie y estirarme sin complejos, puedo captar el lejano sonido de unas esquilas, lo que de inmediato me hace pensar en rebaño, perro guardián y pastor. Y poco después en granja, tejado y “una columna de humo que se eleva lentamente hacia el cielo”. Estoy a salvo me digo cuando finalmente inicio el descenso, y me aferro con todas mis fuerzas a la idea de una sopa bien caliente y una buena compañía al amor de la lumbre.

(*) Georges Bataille: “El azul del cielo”.  James Joyce: en “Finnegan´s wake”

lunes, 19 de noviembre de 2012

LAS EDADES DE ANGELITA


- Abro la puerta. La cierro, me siento y fumo.

- Salgo de casa. Bajo las escaleras. Me detengo. Vuelvo a subir.

- Alguien llama. Abro: no hay nadie. Cierro. Nadie vuelve a llamar.

- Abro la puerta. Entro en casa. Saludo. Vuelvo a salir.

 

- La puerta. La puerta. La puñetera puerta.

- No habrá puerta en adelante. Saldré por la ventana.

- No hay puertas ni ventanas. Afortunadamente soy muy introspectivo.

 

- En mí solo cabe el delirio y los pasos de claqué.

 

- No abras, no fumes,  no salgas, no bajes, no subas, no fumes, no bailes. Joder.

 

- No todo acto reviste las características de la acción y por lo tanto puede resultar inútil el movimiento o la charla desenfrenada. Esto no quiere decir que la no-acción sea preferible, pues la quietud oculta desazones de la que no estará exento el más virtuoso de los yoguis.- Angelita Fernandez es una mujer de edad y estatura medias apenas con amistades, aunque algunos días no puede evitar congregar a las pocas que tiene  e invitarles a un aperitivo o un refrigerio, durante el cual les hacer ver cuanto las echa de menos, y lo angustiosas que se le hacen las tardes de los domingos, teniendo en cuenta que al día siguiente será lunes y al otro martes, etcétera.

 

- El partido estaba planteado de la forma siguiente: si ganamos, nos alegramos e incluso podremos llorar de alegría. Si perdemos, no nos alegraríamos pero también estaríamos facultados para llorar sin especificar las causas por demasiado evidentes.

- Te recojo hacia las nueve de la tarde a la salida de tu casa, sobre la acera. Si como me dijiste más arriba, sales por la ventana, tenme informado: no me gusta faltar a las citas.

- Los escasos instantes en los que el tedio crece y me abruma, suelo pasear por los alrededores de mi casa, esperando que una lluvia de fuego caiga del cielo y me haga regresar apresurada e inútilmente.

- La necesidad aprieta sin atender a razones que pudiesen ser consideradas como lógicas, por eso en mi bolso llevo siempre preparados Kleenex, bolígrafos, papeles, un peine y condones.

 

- Pase lo que pase, ten en cuenta lo siguiente: (espacio a rellenar por el solicitante).

- Si, no obstante, considera que las advertencias previas son insuficientes, haga el favor de contactar conmigo a través de los canales habituales: a, b ó c.

- Gñ, dice usted, ante lo que no me cabe sino estar de acuerdo.

-Termina el verano con un rumor de flautas no exento de caracolas. De qué serviría la educación, me pregunto, si fuera de otra manera.

-Es hora de abandonar el domicilio, ese lugar donde con un poco de suerte fuimos engendrados. Llega el instante de asombrarnos: el Sahara, el Gobi y Atacama no están lejos. Ni el desierto de Mojave tampoco.

 

- Al salir, tenga la amabilidad de cerrar la puerta o la ventana: no me gustan las corrientes.

 

 

 

 

jueves, 15 de noviembre de 2012

VIDAS


La vida no tiene sentido, decía aquel tipo. No había más que mirar alrededor nuestro para darse cuenta de ello. Si eres viejo porque eres viejo, y si eres joven porque vives una quimera de la que pronto te desengañarás, etcétera, etcétera. Para echar más leña al fuego, yo poco después, estuve a punto de mencionar  el famoso “Vanidad de vanidades, que todo es vanidad” de “El Eclesiastés”, pero me contuve, porque tenía claro que aquel tipo más que sentir lo que decía, se estaba haciendo el interesante ante una audiencia a la que pretendía tener motivada. Julián no solo era una persona con buena presencia y millonaria, sino que además quería hacerse pasar por culto, y de alguna manera romántico y decadente, una mezcla muy valorada en aquellos tertulias literarias, en las que se podía perdonar cualquier cosa, pero no que uno no cultivase su vena lírica o dramática. O al menos lo pareciera. Nos reuníamos una vez cada quince días, normalmente los jueves por la tarde en “El león enajenado”, un pub propiedad de Damián, otro literato excéntrico que efectivamente tenía más de enajenado que de cualquier otra cosa, algo de lo que, sin embargo, se enorgullecía, como si el hecho de no estar de todo en sus cabales fuera una distinción que pocos se merecían. Por otro lado, de león no tenía nada. A mí pronto se me hizo evidente que los tertulianos al poco de entrar en el establecimiento sufrían una metamorfosis momentánea, adoptando una actitud que tenía que dejar bien a las claras que con ellos se “trataba de otra cosa”. El recinto donde tenía lugar la reunión era una especie de anexo al bar, que en algún momento algunos de los más antiguos y Damián, habían decorado sucintamente con algunas señas distintivas, entre las que destacaban varios retratos de escritores famosos y algunos libros usados en un estado lamentable sobre una estantería cochambrosa, que pretendía dar al lugar un toque bohemio, aunque alguien no avisado se lo tomaría sin duda como un lugar de compra/venta de segunda mano. La tertulia solía empezar con un repiqueteo de campanilla seguido por unas palabras del propietario del local, que desde un atril leía unos versos que en su opinión eran los más indicados para aquel día, pero que en mi opinión había elegido aquella misma tarde al buen tuntún de alguno de los libros cochambrosos allí expuestos. A continuación los tertulianos voluntarios se subían al atril colocado al efecto sobre una peana que dominaba el espacio circundante, y decían lo que les venía en gana, eso sí relacionado con el mundo literario en el que estaba bien visto la mención de las novedades de cierto nivel (según ellos, por supuesto) y la lectura o recitado de algún párrafo o poemario de lo que estuvieran leyendo en esos momentos. Era de buena nota la mención de obras desclasificadas o malditas, que (siempre según ellos) daban al ambiente del lugar una atmósfera en donde todavía era posible cualquier cosa. También tenían cierto impacto en la audiencia las intervenciones, en las que el orador (por decir algo) parecía recogerse y mantenerse en silencio, como si lo que sentía en aquellos momentos fuera algo inefable. Sorprendentemente tal actitud solía surtir mucho efecto, y por momentos la tertulia parecía convertirse en una sesión de meditación de un ashram, donde, como mucho, podían echarse en falta el pachuli y los palitos de incienso. En resumidas cuentas, toda actuación que pudiera identificar aquel sitio como un lugar especial era bienvenida, algo que con frecuencia justificaba la cara de perplejidad de algunos visitantes, que solían despedirse a los pocos minutos de llegar, con un gesto que dejaba bien a las claras su opinión sobre lo que acababan de ver. Las intervenciones de Julián, el romántico millonario mencionado al inicio de estas líneas, tenían mucho predicamento sobre la parroquia, pues teniendo en cuenta que debía hacerse perdonar el hecho de ser rico (algo anunciado por él desde el primer día, aunque no comprobado científicamente), multiplicaba sus dotes histriónicas hasta extremos difícilmente imaginables. Era, por ejemplo, frecuente, el que se dirigiera al resto a base de lenguajes no verbales, entre los que destacaban el empleado entre los sordomudos, y uno del que afirmaba con rotundidad que provenía de ciertas tribus pigmeas africanas, a base de chasquidos linguo/labio/palatales. A pesar de que estuve asistiendo a la tertulia durante meses, me costó mucho decidirme, hasta que una tarde en la que me encontraba sereno y con unas pulsaciones por debajo de mi ratio habitual, subí al estrado y me dirigí al público asistente sin presentación previa.  Quise comenzar con sencillez, apoyándome en unos ripios y aleluyas que aprendí de mis ancestros (concretamente de mi abuela Elisa), que lamentablemente dejaron a los asistentes un tanto fríos, pues, por mis manifestaciones previas debían considerarme como un personaje lírico y apasionado, una mezcla del rimbombante Rubén Darío de “La Marcha triunfal” (“¡Ya viene el cortejo, ya viene el cortejo!...”) y el arrebatado Neruda de “Cien poemas de amor y una canción desesperada” (Puedo escribir los versos más tristes esta noche…). Irritado por esta mala acogida, y para seguir mortificándoles, les leí algunos pasajes de “La crítica de la Razón pura” de Kant y “Ser y tiempo” de Heidegger, tratando de hacerles ver que si bien es cierto que somos “seres para la muerte” (Heidegger dixit, y en esto coincidía con Julián), no por ello dejaba de ser de vital importancia vivir cada instante cultivando las aficiones comunes al resto de los mortales, por más pedestres que pudieran parecer, como, por ejemplo, el balompié. Mis palabras, que tampoco trataban de ser definitivas y admitían réplicas de cualquier orden, sentaron lo suficientemente mal para que aquel grupo de literatos en ciernes se disolviera casi de inmediato, sin que haya tenido noticia de ellos desde entonces. Por otro lado, el ínclito león enajenado traspasó el local poco después, y hasta el momento se halla en paradero desconocido.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

INJUSTICIAS


Sería injusto, pero en la vida uno no puede andar continuamente preguntándose si lo que tiene que hacer se ajusta o no se ajusta a determinados principios éticos. Además, eso es algo muy discutible, pues, después de todo ¿quien fija las normas que se acaban derivando de ellos? La mayoría de las veces unos tipos que se creen muy listos, y que acaban haciendo unas leyes que les favorecen a ellos mismos, así que no iba a andarme con zarandajas y actuaría como a mí me conviniese. Lo único que me interesaba era conservar mi puesto de trabajo. No era cuestión de ir a ver al jefe contándole mis prejuicios, después de todo, la misma empresa era prácticamente inmoral de arriba abajo, y sin embargo estaba registrada en el Ministerio del Interior y era totalmente legal. Por algo sería. La cuestión era seguir a un pobre tipo casado con una fulana que quería comprobar si la engañaba para divorciarse de él y no dejarle un duro. El primer día que vino a verme me sentí tocado de inmediato. Se trataba de ese tipo de mujeres que te enganchan desde primer instante, y ante las que resulta complicado permanecer indiferente o recurrir a lo de la zorra y las uvas para tranquilizarse. Debe tener algo que ver con el adn o esas historias bioquímicas contra las que es inútil rebelarse, porque están enraizadas en nuestras propias células y los razonamientos o la pura lógica no sirven para nada. Me contó que se casó muy jovencita enamoradísima de un tipo que a la larga le estaba complicando la vida. Era hija única, había heredado una fortuna de su padre (un coleccionista de obras de arte), y quería divorciarse de quien a la larga había resultado ser “un ladrón y un impotente” (sic). El problema es que él no estaba de acuerdo (como es natural), y como tenían bienes compartidos, quería cogerle en un renuncio para ir por lo penal y no dejarle nada. Cuando a partir de aquel día me venía a ver y empezaba a desgranarme toda su lista de agravios, enseguida me di cuenta que la realidad, fuera cual fuera, le traía sin cuidado, y que lo que en el fondo la interesaba era destruir a aquel pobre diablo, como si la hubiera hecho un daño irreparable del que tenía que vengarse. Comencé pues a trabajar siguiendo a aquel individuo, y pronto la pude poner al corriente de la inocuidad de sus  actividades, pero aquella mujer insistía en que no me fiara de su aparente rectitud y buen comportamiento, pues ella tenía la certeza de que aquel individuo la engañaba, pues si durante un tiempo había insistido en dormir en su misma habitación, hacía ya meses que parecía tenerle sin cuidado, y aceptaba de buenas maneras hacerlo en otra, como ella le había propuesto tiempo atrás. No era normal y decía sentirse terriblemente vejada: “aquel bastardo” (sic) tenía que haberse echado una amante o “qué quiere que le diga a usted, se va de putas” (sic). O lo que es lo mismo, aquella desgraciada reprochaba al marido lo que ella misma le negaba. Total, que aunque yo hasta ese momento no había observado nada que apuntara a lo que Isabella me sugería, seguí espiándole un par de días a la semana para ver si en algún momento su conducta reflejaba lo que al parecer para ella más que una seguridad parecía un deseo. Una tarde después de salir del trabajo Martin entró en el Tony´s, un piano bar de la calle Almirante, donde suelen ir varones talluditos para ver si aún queda algo para ellos en el mercado. Me quede fuera, y salió igual de solo que entró, lo que confirmaba mi idea de que aquel hombre no se comía una rosca en ningún sitio. A pesar de todo, le seguí en el coche por si antes de volver a casa se le ocurría hacer una estación en otro abrevadero parecido, y mi sorpresa fue grande cuando se detuvo frente al D´Angelo en los altos de la Castellana, un bar de señoritas de la buena vida, muy conocido de los habituales de tales establecimientos en la capital de España. El asunto fue que, rompiendo todas las reglas del manual del buen investigador privado, yo también entré tras de él y me situé en sus inmediaciones entre aquel revuelo de mujeronas y gallináceas de todo tipo, que hacían el lugar poco menos que intransitable. El tipo estaba solo acodado en una esquina de la barra y había adoptado una pose desimplicada y soñadora, como si aquel sitio no tuviera nada que ver con él, o por el contrario, se encontrase en un lugar de ensueño que le hacía evocar vaya usted a saber qué paraísos. De alguna manera su actitud me llamó la atención y decidí ponerme a su lado, algo que prácticamente hacía inviable en adelante su seguimiento, pues iba a conocer mi cara con la misma facilidad que la de su padre, suponiendo que no hubiera nacido ya huérfano. No me importaba, había obedecido a un impulso irrefrenable de contactar con aquel tipo, que justo en ese momento acababa de despachar con cierta desgana a una mulata que daba miedo. “Muy buenas”, le dije al situarme a su lado, a lo que me respondió con un sucinto “qué hay” sin casi mirarme, que en principio no prometía demasiadas alegrías verbales. Pedí un cuba libre para darme ánimos, y una vez mediado me volví a dirigir a él, dispuesto a charlar a tontas y a locas sobre lo que me viniera a la cabeza. En primer lugar me presenté como un comerciante de un pueblo de León de paso por Madrid, y le dije que era evidente que en la capital de España “había buen ganado” (sic), subrayando le expresión agropecuaria a la espera de su reacción, que no se produjo, aunque tuve la impresión de que levantaba las cejas un momento, como si le hubiera sorprendido o no entendiera por qué un tipo como yo que no le conocía de nada, se dirigía a él con tanta naturalidad y chabacanería. Con el segundo cuba libre, y ya lanzado, me ratifiqué en mi opinión anterior y quise si cabe hacerla más zafia, afirmando ante su mirada entre atónita y escéptica que “jacas como estas no las hay en mi pueblo” (sic). En esos momentos hizo un amago de irse, pero le agarré firmemente por el codo, y ya empezando la tercera colación bien cargada, le amenacé “como intentes largarte te hago un agujero, so cabrón”, y aprovechando un meneo del personal de la zona le enseñé la pipa en la sobaquera. Martín cambió de color, se quedó rígido como una mojama y se puso a temblar, por lo que me temí que aquel desgraciado me armara allí mismo un follón de cuidado, y el asunto se me fuera de las manos. Cuando después de echarle una mirada benevolente logré que se tranquilizara, le dije que no tenía que preocuparse, pues lo que él no sabía era que en realidad en aquellos instantes tenía en mí al mejor de sus amigos. Le dije a continuación, levantando ya la cuarta o quinta copa, que de todas maneras comprendía que no me entendiera,  porque él era un ser esencialmente estético, y yo una persona para quien solo contaba la ética y la lealtad a unos valores morales que de llevarse a cabo, harían que este mundo discurriera por unos cauces bien diferentes a los actuales. Me respondió con una voz aflautada y apenas perceptible, que estaba totalmente de acuerdo con mis puntos de vista.  “Crees que estoy borracho”, le dije, “y tienes toda la razón, pero lo que no sabes es que estás casado con un penco que quiere darte pasaporte” (sic) (cuando bebo más de la cuenta no puedo evitar que aflore en mi discurso mi alma proletaria y barriobajera, que le vamos a hacer).

No le dije más, y previendo complicaciones, logré escabullirme en dirección a la salida entre aquel amasijo de carne a la venta, y enseguida creí percibir a mis espaldas cierto alboroto del no me molesté en verificar su naturaleza. Podría tratarse de que Martín había dado la voz de alarma o de que se había desmayado. Ya nunca lo sabré. Al día siguiente, antes de que mi jefe me despidiera con cajas destempladas, aún tuve tiempo de ver por última vez a Isabella, y aún recuerdo con cierto regocijo su cara de asombro cuando le enseñé mi foto junto a su marido en la barra del D´Angelo. Me gustaría saber como termina la historia.
 
 

basada en "Fantasmas" de la "Trilogía de Nueva York" de Paul Auster ( Ed. JUCAR)

lunes, 12 de noviembre de 2012

GEORGES


A la mañana siguiente apenas recordaba lo sucedido la tarde anterior. Hasta tal punto esto era así que cuando finalmente lo recordó todavía dudaba si lo había soñado. Henry era una persona muy solitaria y ensimismada, que no se relacionaba con nadie, por lo que haber recibido dos llamadas seguidas del mismo número, ambas equivocadas, no le pareció algo normal, a pesar de que en las dos ocasiones la persona al otro lado de la línea se había disculpado escueta pero educadamente, sin preguntar nada más. Después de desayunar tuvo una idea que le sorprendió a si mismo, pero que acabó aceptando a pesar de lo extraño que pudiera parecerle. En los últimos tiempos se sentía demasiado aislado y un tanto deprimido, por lo que lamentó no haberse hecho pasar como la persona por la que preguntaban, después de todo, Georges, su segundo nombre, coincidía con la de aquella, lo que posiblemente pudiera haber dado lugar a un malentendido que prolongara el contacto. Finalmente al volver a casa como el número desde el que le habían llamado estaba en la memoria de su aparato, se decidió a llamar, aunque no sabía muy bien con qué propósito.
-¿Georges? dijo cuando descolgaron, dándose cuenta de inmediato de que se había equivocado.
-Sí, dígame.
-Buenos días, perdone, me he equivocado, quiero decir si desde ahí llamaron a este teléfono preguntando por Georges.
-Sí, efectivamente ¿es usted Georges? Yo también me llamo así.
-Bueno mire, en realidad no soy Georges, soy Henry, pero mi segundo nombre sí lo es, y es posible que alguien piense que me llamo así.
-Mire, yo ayer pregunté en ese número de teléfono por un tipo llamado Georges, que fue al instituto Bradville conmigo en los años sesenta.
-¡Qué casualidad, yo fui a ese centro en aquellos años!
-Se trata de usted sin duda alguna, hasta su voz me dice algo. Seguramente olvidé su primer nombre y me acordé solo de Georges.
-Puede ser.
-Yo también soy Georges, éramos los únicos de la clase con ese nombre, aunque en usted fuera el segundo. Claro que hace muchos años.
- Sin duda, pues al cabo de tantos años tú me dirás ¿Cómo me has localizado? Y si te parece creo que lo más lógico es que nos tratemos de tú.
- Desde luego. Mira es una historia un poco larga de contar. Si quieres nos vemos un día de estos y nos ponemos al día.
- De acuerdo, mañana mismo no tengo nada previsto.
- Me parece perfecto. He vivido mucho tiempo fuera, pero he vuelto aquí por un problema con mi madre. Es muy mayor y está muy delicada, pero ya sabes que con la medicina de hoy todavía es posible que dure años.
- Es increíble. ¡Y eso lo decimos nosotros que ya somos unos viejos!
- Podríamos vernos a las siete en el Spencer´s en la calle74. No tiene pérdida. Es el número 27, aunque enseguida lo verás porque tiene unos letreros muy llamativos.
- Lo conozco, Georges, allí estaré.
-Hasta mañana Georges, perdona, Henry.
Georges se retrasó y Henry llegó a pensar si el tipo aquel se estaba riendo de él, o no tenía nada mejor que hacer que llamar por teléfono a la buena de dios sin ningún sentido. Hay gente para todo. Afortunadamente, cuando ya estaba a punto de irse, llegó un tipo de lo más común, casi calvo y con cara de garbanzo, que pareció reconocerle y se disculpó de inmediato, poniéndose y quitándose el sombrero con un gesto que le pareció más propio de los años cincuenta que del siglo veintiuno. Durante los primeros minutos que estuvieron charlando después de sentarse, se dedicó a escrutar la cara de aquel individuo con toda minuciosidad, pero no logró hallar en él mínimo rasgo conocido, si acaso unas orejas casi triangulares y sorprendentemente pequeñas y sin lóbulo, que creía recordar de alguna parte, sin poder precisar. Luego se fijó sus manos y tampoco le dijeron nada, claro que uno no suele estar atento a esas cosas cuando se tienen dieciséis años, y con todo el tiempo que había pasado, más de cincuenta años, era lo natural. Lo grave no era eso, sino que tampoco gran parte de lo que contaba le decía nada, como si estuviera hablando de un lugar y unas circunstancias que no tenían nada que ver con él, aunque durante ese rato se mantuviera en silencio mientras asentía con la cabeza. Sin embargo, dada su situación personal, decidió no decirle nada, y centrarse en el presente, por lo que cuando por fin abrió la boca fue para preguntarle por su situación actual. Georges le dijo que había sido policía, pero que ya estaba retirado y se dedicaba a pasar el tiempo como buenamente podía. El hecho de que aquel tipo hubiera sido policía le inquietó y pronto se vio a sí mismo tratando de justificarse como si verdaderamente tuviera algo que ocultar. A continuación, le dijo que con los años un profesional desarrolla un olfato especial y enseguida se da cuenta de los problemas de los demás, lo que hizo que su inquietud se transformara casi en temor, como si de repente aquel tipo fuera a acusarle de cualquier cosa de su pasado. No tenía nada que ocultar, esa era la verdad, al menos nada importante, pues si él y su amigo Joe acabaron quedándose con un dinero de la empresa, hacía ya demasiados años para tener problemas en esos momentos.
-Henry, veo que estás nervioso, pero no deberías preocuparte conmigo, ya no estoy en activo. Mujeres, trabajo, dinero…todos hemos tenido algún problema en ese sentido en el pasado.
- Que seas poli me ha puesto algo nervioso, debo reconocerlo.
- Tranquilízate. No es agradable que siempre te supongan como un tipo poco de fiar. Compréndelo.
- Lo entiendo.
- Gracias, Henry. De todas maneras te veo mal. Te pasa algo y me gustaría ayudarte por los viejos tiempos.
- Georges, yo nunca fui al instituto Bradley.
- Ni yo tampoco, Henry, te lo dije un poco al azar porque creo que por aquí hay uno con ese nombre. No esperaba tu confirmación, pero te seguí la corriente.
-Yo hice lo mismo.
- El caso es que ambos estamos aquí y deberíamos pedirnos unos bourbons para calentar calderas. Hace un frío que pela. Henry, deberías hacer como yo, llamar por teléfono al azar de vez en cuando, a veces da resultado.
-Creo que lo voy a hacer, Georges.
- Te vendrá bien, Georges, perdón, Henry. ¡Camarero, dos bourbons!
 
(*)  de “La ciudad de cristal” (Trilogía de N. York) de Paul Auster (Ed. Jucar)



viernes, 9 de noviembre de 2012

CAZADORES


Cazaron durante horas: eso era lo que a Paco le gustaba. Empezó de niño con su padre, y ya de mayor y casado, siguió haciéndolo todos los fines de semana como si se tratara de una ceremonia de la que no podía prescindir. Sin embargo, nunca hasta ese día se había preguntado el por qué de su afición; como tantos, lo seguía haciendo porque de no ser así no hubiera sabido en qué emplear el tiempo esos días. Además, debía confesarse con cierta vergüenza, que el mero hecho de apretar el gatillo se había convertido en algo muy gratificante de lo que no le sería fácil prescindir. Afortunadamente tenía otras aficiones (desde luego no equiparables a la caza), y durante la época de veda podía entretenerse de otra manera. Era un buen corredor y jugaba al tenis aceptablemente, por lo que al menos podía distraerse aquellas mañanas de sábados y domingos que, sin ellas, le habrían resultado poco menos que insoportables. De todas formas, siempre le quedaban los perros, dos setter y dos bretones, a los que quería como a sus propios hijos (de hecho, no los tenía), y alguna que otra vez durante ese tiempo, salía con ellos al campo para hacerlos correr y mantenerlos en forma. Pero no fue precisamente hasta ese día que alargaron su estancia en el coto hasta muy tarde, cuando se dio cuenta de que verdaderamente aquello se había convertido en una evasión, o mejor dicho, en un ocultamiento de otros aspectos de su vida  nada satisfactorios. Estaba repitiendo el esquema de su padre, y salía al campo no tanto por el placer que le producía el hecho en sí de cazar, sino como  una tapadera del fracaso de su matrimonio. Trabajaba todos los días hasta casi la noche desde las ocho de la mañana, y de vuelta a casa tenía el tiempo justo para cenar, ver un poco la tele y meterse en la cama sin apenas intercambiar una palabra con Laura, su mujer, que hacía patente su frustración con indirectas y suspiros, que estaban empezando a desquiciarle. Prolongar su estancia en el campo era una manera de llegar tarde a casa, y no tener que oír su perorata recriminándole el que la dedicara tan poco tiempo y no la echara una mano. En ocasiones, para evitar esto, incluso alquilaba una habitación en una casa de pueblo con el resto de los de la partida, y el asunto se prolongaba hasta última hora del domingo, en que, de vuelta en casa, estaba tan derrengado y lleno de alcohol (ese día se atiborraban de lo que habían cazado y se ponían ciegos de vino del país), que lo único que le quedaba por hacer era meterse en la cama y olvidarse de todo. A partir de aquel día fue consciente que tenía delante de sí un asunto grave que debía solucionar, pues cada vez se le hacía más difícil mantener el equilibrio entre los dos extremos. Por un lado, la vida a la que se había comprometido con su mujer cuando se casaron, y por el otro su necesidad de alejarse y tratar de olvidar, pegando tiros a cualquier cosa que se moviese delante de él. Cuanto más le daba vueltas tratando de encontrar una solución razonable, más complicado se le hacía, como si ambas cosas formaran una antítesis perfecta, totalmente incompatibles entre sí. Los acontecimientos se ocuparon, sin embargo, de poner las cosas en su sitio de una manera que Paco nunca hubiera supuesto. Un sábado volvió a casa antes de lo previsto aquejado por una indisposición estomacal, y se encontró  con que Laura no estaba; de hecho, no volvió hasta cerca de las diez de la noche, que era la hora habitual de su regreso. Se justificó diciéndole que era lo normal, que había salido con sus amigas, y que, de todas maneras, en adelante no esperara que estuviese allí tranquilamente con la cena y las zapatillas preparadas. Se sintió sorprendido y hasta cierta medida, conmocionado, pues a pesar de sus quejas habituales, hasta aquel día su mujer siempre había sido muy complaciente, y como mucho iba al cine a primera hora de la tarde con su amiga María, una vecina a la que sin duda debía la estabilidad de su matrimonio. Desde aquel día la situación cambió radicalmente, y se le metió en la cabeza la posibilidad de que Laura no solo fuera al baile por la tarde con “sus amistades”, como ella decía, sino que se estuviera cocinando algo más de lo que nunca llegó a prever. En resumidas cuentas, tenía la sensación de que debía existir otro tipo con el que su mujer mantenía una relación a sus espaldas cuando salía de caza. Le resultaba evidente que los signos de infidelidad se multiplicaban, no solo únicamente por su hora de llegada, sino por su forma de arreglarse, y un cierto aire de suficiencia que empezaba a inquietarle. Sin prescindir de su afición, empezó a introducir algunos cambios en su forma de tratarla, solía estar más atento y sobre todo intentaba charlar con ella de los temas que sabía que la interesaban, aunque se daba cuenta que entonces era ella la que parecía de alguna forma desimplicada, como si en aquellos  momentos ya no la importara. Aprovechando el puente de la Purísima en Diciembre, le dijo que se iba un par de días a los montes de Toledo, era época de caza mayor y no se lo quería perder, sus amistades habían insistido y no le quedaba otro remedio si no quería quedar mal. Laura pareció protestar en primera instancia, pero con un gesto que parecía de resignación acabó diciéndole que lo comprendía, y que no quería que les decepcionase. Efectivamente sus compañeros se iban de caza, pero él ya les había dicho que tal y como estaban las cosas, sintiéndolo mucho lo mejor era que se quedara, por lo que tras despedirse de Laura pasó la noche del sábado en una pensión del centro. La mañana del domingo estuvo paseando por el Retiro y el Jardín Botánico cavilando si merecía la pena acercarse por casa y comprobar lo que ya temía hace tiempo. Antes de decidirse le hizo una llamada por el móvil y cuando ya iba a colgar, Laura lo cogió y estuvieron hablando apenas un minuto. La notó bien aunque un poco sorprendida. Decía que estaba en casa y que como de costumbre a primera hora de la tarde saldría con María. Sabía lo que se estaba jugando, pero al final ayudado por dos vermuts, se decidió y se acercó a casa. Como temía estaba vacía, y Laura no regresó durante la tarde ni la noche. Se sentía terriblemente humillado, aunque en su fuero interno se dijese que se lo merecía y que se lo había ganado a pulso. No obstante, estuvo bebiendo hasta tarde y a última hora salió a dar una vuelta por los alrededores y despejarse. No admitía lo que estaba sucediendo y no podía impedir sentirse como una víctima, algo que si por un lado le hacía verse como un pobre desgraciado y tratado injustamente, por otro le hacía surgir desde muy adentro una furia que le hubiera gustado desfogar abatiendo venados o corzos con sus compañeros de partida. Claro que, de repente, como si fuera una revelación, sintió en su interior una nueva posibilidad que nunca hubiera imaginado. Después de todo era temporada de caza mayor y era tan fácil como apretar una vez más el gatillo.  

 

(*) de “Cazadores en la nieve”, de Tobías Wolf  (Alfaguara)

miércoles, 7 de noviembre de 2012

BARRACONES


A la mañana siguiente, cuando Lewis se despertó lo primero que percibió fue que los demás no estaban allí. Tenía sin embargo la certeza de que por la noche habían vuelto juntos a los barracones después de una tarde de farra. Incluso creía recordar que antes de acostarse definitivamente, estuvieron un rato charlando sentados en las literas, comentando que el baile al que fueron era un sitio al que debían volver, pues había buena música y muchas chicas, algo nada habitual en aquel tipo de pueblos. De todas maneras la cabeza se le iba, y llegó a la conclusión de que el alcohol en determinadas cantidades vuelve los recuerdos borrosos o los anula definitivamente, hasta el punto que uno puede haber degollado a su mejor amigo e ignorarlo totalmente al día siguiente. La espera se le estaba haciendo más dura de lo imaginado, y aunque una vez por semana les dejaban desfogarse, el resto de los días les  machacaban y les daban unas palizas tremendas. Todo como entrenamiento para matar “chinos”, o como poco para que no fueran estos los que les cortasen el pescuezo, por decirlo con una metáfora que incluso podía sobrar, porque la realidad podía ser exactamente esa. Era voluntario, y por lo tanto quejarse era un tanto absurdo, pero el derecho al pataleo siempre le pareció fundamental, y en su opinión, la única  ventaja de una democracia. Tenía claro que aquello (se refería al ejército), desde luego no lo era, y en su caso concreto se le hacía difícil soportar al Sargento Rivers, en su opinión un hijo de puta analfabeto que con los galones se creía el presidente del país y Einstein al mismo tiempo, cuando lo cierto es que lo más cultivado que sabía hacer era pegar coces. A todo esto, se acordó de nuevo de sus compañeros y su ausencia en aquellos momentos, algo que sin embargo pasó a ser irrelevante cuando vio inclinarse sobre él una cara con una  mascarilla, que intentaba tocarle el pecho con lo que más tarde resultó ser un estetoscopio, que  recordaba de su época de niño, cuando ante el mínimo incidente sanitario, lo primero que hacía el galeno para auscultarlos, era sacar aquel horrible aparato y pedirles que respiraran profundamente o que tosieran. A continuación el tipo de detrás de la mascarilla le dijo si recordaba como me llamaba, a lo que respondió que “Jason”, momento en el que ya llegó a darse cuenta de que se trataba del médico, que punto seguido se quitó aquel artilugio de la cara, y volviéndose hacia los que estaban detrás de él exclamó “lo que me temía, además, pérdida de memoria”, para añadir de inmediato “esperemos que sea temporal”. Luego desapareció, y tras de él una retahíla de individuos con bata blanca y un tipo malencarado de uniforme, que se detuvo unos instantes y le espetó con toda claridad “¡qué vergüenza!”. Casi inmediatamente llegó un monstruo negro como el betún, que le dijo que se estuviera quietecito y que intentara respirar profunda y tranquilamente, que así le irían mejor las cosas, y luego, para despedirse después de hacer varios ajustes en la cama, añadió mirándole fijamente a los ojos “es la mayor cogorza que hemos visto en años”. No entendía lo que estaba pasando, pero como era una persona de inteligencia media, tuvo la impresión de que estaba en la enfermería, algo que pudo ratificar casi de inmediato viendo un poco más lejos a un tipo en la cama que no paraba de toser, y una serie de vitrinas y estanterías llenas de cajas de medicinas y algunos artefactos de uso común en tales dependencias, como jeringuillas, vendas, apósitos, esparadrapo y todo ese tipo de quincallería con la que se pretendía curarles para mandarles enseguida a Asia o donde hiciera falta para morir por la patria. La borrachera debió ser de aúpa, al parecer había tenido algunas complicaciones respiratorias que hicieron preciso su ingreso en la enfermería, según le contó algo más tarde el enfermero. Cuando al día siguiente regresó la comisión de visita a las bajas, y el médico volvió a preguntarle como se llamaba, acertó a responderle “Lewis”, lo que, según le pareció oírle cuando se alejaban, era algo favorable pero no suficiente. Poco después se enteró que a raíz de la borrachera, al hacerle unas radiografías, le habían descubiertos en los pulmones unas manchas que había que investigar, posiblemente no se trataba de nada grave, pero le inhabilitaba para el campamento y desde luego para estar disponible para Vietnam. A los cuatro días le dieron el alta con un informe médico y le pusieran de patitas en la calle, con la ferviente recomendación de dirigirse a la mayor brevedad posible a un dispensario de salud o donde su seguro médico le permitiera ir, una vez recobrada su condición de civil.  No pudo ni despedirse de sus compañeros que aquellos días estaban de ejercicios en otra zona, por lo que al alejarse en un jeep que pusieron a su disposición para acercarle hasta el pueblo, tuvo un sentimiento agridulce, pues si por un lado se alegraba de reunirse pronto con Alice,  por el otro sentía que perdía definitivamente la oportunidad de hacer algo diferente, y por qué no confesarlo, le hubiera gustado enviarle una foto con uniforme de marine desde el frente. En el fondo, aunque le costara reconocerlo, tenía madera de héroe.

 

(*) De “Ladrón de cuarteles”, de Tobías Wolf (ed. Alfaguara)

lunes, 5 de noviembre de 2012

PORCHES


Hoy, inesperadamente, un chaparrón (*) de verano nos ha sorprendido en el porche y nos ha impedido salir durante un rato. Hacía, sin embargo, mucho calor, y hemos preferido quedarnos esperando a que escampara. Afortunadamente Justine había instalado las sillas y la mesita del jardín allí, y hemos tratado de relajarnos durante un rato después de la comida. Ella ha empezado a hablar de la próxima llegada de Edouard, un amigo de la familia a quien sus padres habían invitado el invierno pasado, durante la visita que hicieron en Navidades a su familia en Grenoble. Al parecer es un tipo extremadamente simpático y jovial, al que todo el mundo se disputa como compañía. La verdad es que a mí la situación no me hacía mucha gracia, pues compartir el tiempo con mi novia y tener siempre revoloteando a un personaje así, no me parecía de lo más indicado. Justine y yo habíamos formalizado nuestra relación apenas en primavera, y lo nuestro, si se puede decir así, estaba poco menos que empezando. Los dos contábamos con la aprobación de nuestros padres, pero eso no era algo que me tranquilizase, pues ya se sabe que esta especie de donjuanes no tiene reparos en inmiscuirse en temas que le son ajenos, especialmente si se trata de un asunto de faldas. Verdaderamente no entendía por qué teníamos que coincidir, pues Edouard podía haber venido en otro momento en el que Justine no estuviera allí, por ejemplo en Agosto en la que los dos estaríamos con mis padres de vacaciones en Niza. Aprovechando aquel rato tuve ganas de decirle todo esto a Justine pero no me atreví, sobre todo cuando ella con una sonrisa de lo más inocente me dijo, precisamente en aquellos momentos, que se alegraba mucho de que coincidiéramos, porque era un tipo encantador que me iba a gustar y con quien iba a encontrar un duro rival en las pistas de tenis. Oír aquello era lo que me faltaba, pues al parecer no solo iba a tener que soportarle por la mañana en la playa, sino que la cosa podría prolongarse por las tardes en el club y posiblemente por la noche en el casino. La lluvia se prolongó más de lo esperado, por lo que finalmente nos tuvimos que quedar más de lo previsto, algo que aproveché para tomarme un coñac tratando de calmarme, pues según pasaba el tiempo, sentía subir por mi interior una furia que de ninguna manera podía permitir que se hiciera evidente en el exterior. Afortunadamente, al poco rato aparecieron por allí los padres de Justine, y pude distraerme con las banalidades de las que comenzaron a hablar, sobre todo del tiempo terrible que estábamos teniendo aquel verano en La Rochelle, y de las amistades que ya habían llegado a veranear y de las que vendrían más adelante. Eran temas tan triviales que lo cierto es que me exasperaban un poco, aunque preferibles a la introducción que Justine me estaba haciendo poco antes del petulante que iba a llegar en apenas un par de días. Lo que en esos momentos no me esperaba para nada es que  ellos enseguida se pusieran también a hablar de Edouard, un tipo, según ellos al que muchos de su edad quisieran parecerse, instante en el creí percibir que Adèle, la madre de Justine, me echaba una mirada solapada con una sonrisa indefinida, que lo mismo podía tomarse por una broma (de mal gusto a mi parecer) como una advertencia en toda regla al novio de su hija, es decir a mí mismo. Me levanté sin darle aparentemente importancia al comentario, y me puse a pasear a lo largo y ancho del porche, mientras padres e hija seguían haciendo la elegía del adonis aquel con un pie ya en el andén. La tarde se oscureció de pronto y comenzó a soplar una fuerte brisa del mar que, como si fuera un estallido, se transformó súbitamente en un vendaval que levantó el mantel de la mesita y acabó tirando por el suelo las tazas de café, el azucarero, las copas y los cubiertos. Todos se levantaron y pronto el viento lanzó contra la pared las sillas y la mesa en un caos absolutamente imprevisto. De repente, frente a nosotros, sobre la chimenea de una fábrica cercana pudimos percibir el latigazo de un rayo y su estruendo. Nos miramos desorientados e incrédulos, como si no entendiéramos nada, pero para mí fue como una revelación, pues  tuve justo entonces la absoluta certeza de que algo había cambiado entre Justine y yo irremisiblemente.

 

(*) de “JUSTINE”, novela de Lawrence DURREL, del “Cuarteto de Alejandría”.

YOGUIS


Luis María es un hombre muy meticuloso. No lo era sin embargo hasta hace relativamente poco, cuando sus amistades le tenían por una persona desordenada, o lo que es lo mismo en expresión popular, vivalavirgen. Al llegar a los cincuenta, en el momento que sintió su vida peligrar como consecuencia de una infección pulmonar rebelde que a punto estuvo de llevarle a la tumba, cambió radicalmente. De considerar la vida como una especie de tránsito obligatorio, en la que ninguna cosa era más valiosa que otra, pasó a ser alguien desmedidamente meticuloso y perfeccionista, que consideraba que las actividades de los seres humanos por mínimas o insignificantes que fueran, tenían un valor intrínseco, a las que había por tanto que considerar en detalle, pues después de todo, eso es lo que somos: nuestras acciones. Imbuido pues desde entonces por esta idea, cambió radicalmente sus hábitos y comenzó a llevar una vida estricta, que de alguna forma podía compararse con la que puede llevar un monje trapense en un cenobio. En este sentido, madrugaba mucho y se acostaba temprano, siguiendo la que era a su parecer la enseñanza principal de los ascetas: levantarse y acostarse como las gallinas. Sus actividades diarias eran las de cualquier hombre soltero de cierta edad, pero dado que había cogido la jubilación anticipada enseguida, se dedicaba especialmente a cultivar el cuerpo y el espíritu. Para lo primero asistía varias veces por semana al gimnasio y otras cuantas a la piscina, además de llevar una alimentación frugal, especialmente a base de vegetales, hortalizas, cereales, huevos y leche, descartando prácticamente la carne y el pescado, aunque en ocasiones se permitía unos muslos de pollo al ajillo, que le entusiasmaban, con un poco de vino tinto. Llevaba en este sentido la vida de los que en su día fueron llamados higienistas, pues abundando en el tema, también frecuentaba la sauna, y en ocasiones se trasladaba a los balnearios para desintoxicar su organismo a base de aguas sulfurosas y manguerazos alternativos de agua caliente y helada. Su higiene personal, como bien puede suponerse, era muy estricta, y no abusaba de geles ni jabones, que según tenía entendido resecaban la piel y acentuaban su descamación, algo nada conveniente con la edad. Para compensarlo utilizaba hidratantes a base de alóe vera y aceite de oliva. Se rapaba la cabeza cada quince días, pues consideraba que el pelo y toda vellosidad aumentaban la sudoración del organismo, e incrementaban el riesgo de infecciones de la piel y sobre todo de los papilomas (e incluso la sarna, llegados a ciertos extremos). Todas las semanas acudía asimismo a una clase de artes marciales con objeto de enterarse de los rudimentos de la defensa personal, no porque considerara al mundo exterior especialmente violento, sino porque le proporcionaba una disciplina y dominio de su organismo que creía conveniente para su vida de anacoreta. Admiraba a los samurais y los yoguis, y por lo tanto, acabó comprándose una katana y practicando raja yoga. El tiempo que le quedaba libre, como es natural, lo dedicaba a sus normales funciones fisiológicas y a gestiones administrativas y de manutención, permitiéndose quincenalmente determinados desahogos eróticos en cierta dirección que no viene al caso especificar. No descartaba las relaciones sentimentales, pero no dedicaba el menor tiempo a su búsqueda, pues en el fondo las consideraba una pérdida de tiempo y energía, coincidiendo en eso, grosso modo, con la doctrina de la Santa Madre Iglesia para sus profesionales. Y luego, claro está, aunque no se halla mencionado aquí hasta este momento, la mayor parte del tiempo restante la dedicaba a levantar acta pormenorizadamente de sus actividades, en una serie de cuadernos en papel cuadriculado y debidamente numerados por fechas. Es decir, a llevar un diario pormenorizado y meticuloso de su vida, en el que hacía constar hasta los mínimos detalles de la misma por muy banales que pudieran parecer a un espectador desapasionado. En esta tarea empleaba los que él consideraba como sus mejores recursos en cuanto a dedicación y esmero, pues no solo utilizaba los elementos de escritura más afines a lo que pretendía (calidad del papel, pluma y tinta adecuados, etc), sino que ponía en la narración de sus vivencias y vicisitudes la caligrafía más exquisita y su mejor literatura, hasta el punto que en alguna que otra ocasión lo presentaba a sus amistades más allegadas como prototipo del primor con el que se empleaba. Se negaba en redondo a utilizar la pantalla del ordenador para tales funciones, considerándola, si le conozco bien, como un medio excesivamente mezquino para sus pretensiones. El diario reseñaba desde los actos menos relevantes en la vida de un ser vivo de la especie homo sapiens desde el punto de vista cultural (levantarse, utilizar los servicios, desayunar, pasear, comer, etc), hasta los más elevados, como la práctica de las disciplinas anteriormente reseñadas. Incluía asimismo con letra de otro tipo los pensamientos que le venían a la cabeza y los sueños que tenía cada noche, así como consideraciones de orden filosófico sobre el mundo, su vida y la vida que hubiera tenido de haber continuado siendo un crápula, como se anticipó al principio. Es pues Luis María un personaje singular, que lo mismo le puede mover a uno a acercarse, para tener noticia de mundos que nos son ajenos a la mayoría de los mortales, como a alejarse a buen paso nada más verle, sabiendo que sus preferencias difícilmente tendrán nada que ver con las de una persona que no se considera un alienígena. Para finalizar, ha de tenerse en cuenta que las páginas de sus diarios están plagadas de autoreferencias, en el sentido de que si por ejemplo en cierto lugar escribe “a las 8.30 me he lavado los dientes y utilizado el hilo dental”, dos líneas más abajo puede puntualizar “respecto a lo dicho antes, debo precisar que me he cambiado del Colgate a Licor del Polo: es más fresco”, por ejemplo. Creo que con esto el lector tiene suficiente para hacerse una idea y elegir en caso de encontrarse con Luis María en la calle. Espero que esta semblanza haya sido suficiente. Todo el mundo está advertido.