El primer rayo de luz que alcanza su pupila, habrá
dado ya, apenas percibido, varias vueltas al globo terrestre o se habrá perdido
muy lejos, más allá del cinturón de asteroides. Pero, incluso sabiéndolo, nada
cambiaría. Conoce muy bien su cometido y ni la más elaborada de las teorías
podría despistarle. Él es, y lo tiene a gala, un oteador de cometas, cuya única
misión una vez que alza la mirada es captar un destello de hielo en la
profundidad del firmamento. Otros le tendrán por loco, que él se considera
dichoso ajeno a los prosaicos quehaceres de quienes se afanan en tareas vanas
como recoger las hojas caídas en otoño o la estéril prolijidad del cálculo
infinitesimal en cualquier época del año.
¿Cómo
describir la emoción que le embargó aquella lejana mañana cuando con su SWZ 301
avistó al Halley? Su larga cabellera peinada por el viento de nácar de su
estrella. No hay nada comparable a estas criaturas que transitan sobre nosotros
sigilosamente, dibujando en la noche fulgores que ignoramos, se decía. Pero
estos acontecimientos son escasos y tardan en repetirse, pues no es fácil
escapar al remoto carrusel de la Nube de Oort. Así que de forma cotidiana,
debía conformarse con otros fenómenos que por frecuentes le resultaban menos
interesantes: avistar meteoritos que cruzaban el cielo como relámpagos y que
tras impactar con la atmósfera se desintegran en partículas finísimas, luego
percibidas como estrellas fugaces. Pero no le importaba y estaba dispuesto a
aceptar la irrupción de miles de pedruscos estelares desprovistos de cualquier
gracia con tal de percibir, aunque solo fuera otra vez en su vida, la llegada
de la blanca carabela venida de otros mundos, y que sin embargo, ahora se sabe
están al alcance de la mano.
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