domingo, 23 de julio de 2017

OORT



El primer rayo de luz que alcanza su pupila, habrá dado ya, apenas percibido, varias vueltas al globo terrestre o se habrá perdido muy lejos, más allá del cinturón de asteroides. Pero, incluso sabiéndolo, nada cambiaría. Conoce muy bien su cometido y ni la más elaborada de las teorías podría despistarle. Él es, y lo tiene a gala, un oteador de cometas, cuya única misión una vez que alza la mirada es captar un destello de hielo en la profundidad del firmamento. Otros le tendrán por loco, que él se considera dichoso ajeno a los prosaicos quehaceres de quienes se afanan en tareas vanas como recoger las hojas caídas en otoño o la estéril prolijidad del cálculo infinitesimal en cualquier época del año.
      ¿Cómo describir la emoción que le embargó aquella lejana mañana cuando con su SWZ 301 avistó al Halley? Su larga cabellera peinada por el viento de nácar de su estrella. No hay nada comparable a estas criaturas que transitan sobre nosotros sigilosamente, dibujando en la noche fulgores que ignoramos, se decía. Pero estos acontecimientos son escasos y tardan en repetirse, pues no es fácil escapar al remoto carrusel de la Nube de Oort. Así que de forma cotidiana, debía conformarse con otros fenómenos que por frecuentes le resultaban menos interesantes: avistar meteoritos que cruzaban el cielo como relámpagos y que tras impactar con la atmósfera se desintegran en partículas finísimas, luego percibidas como estrellas fugaces. Pero no le importaba y estaba dispuesto a aceptar la irrupción de miles de pedruscos estelares desprovistos de cualquier gracia con tal de percibir, aunque solo fuera otra vez en su vida, la llegada de la blanca carabela venida de otros mundos, y que sin embargo, ahora se sabe están al alcance de la mano.

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