Alguien te habita que nada tiene que ver contigo.
Y no se trata del inconsciente de Freud ni el alma colectiva de Carl G. Jung.
Algunas noches de insomnio o en otras las que te despiertas empapado en sudor,
tienes la convicción de que has estado a punto de descubrirlo, pero al volver a
dormirte te sumerges de nuevo en el desconocimiento, que de alguna manera se va
haciendo el núcleo de tu verdadero ser.
No se trata tampoco del alma cristiana, que al
parecer recorre nuestras venas y nuestro sistema nervioso como un hilo de plata
sutilísimo inventado por lo profetas y surgido de la nada. Ni se trata de un
espíritu descendido desde lo alto como las llamas de la sabiduría descendieron
hace dos mil años sobre las cabezas de los apóstoles en Pentecostés.
Nada sabes ni nada lograrás saber de ello por
mucho que te impliques en un psicoanálisis freudiano ortodoxo, o acabes
interpretando en clave esotérica las enseñanzas de la Torá, la Biblia, el
Corán, los Upanishad o el Kalevala, cualquiera de esas fantasías creadas por el
hombre para dar un sentido superior a su existencia.
Porque eso que te habita no está dentro de ti ni
dentro de tu mente, suponiendo que esta no esté ya comprendida de alguna manera
en tu cerebro. De hecho, pobre ignorante, nada te habita, y esa sería con mucha
suerte la a la conclusión que llegarías si fueras lo suficientemente humilde.
Quizás seas tú el minúsculo habitante de algo muy superior que no se molestará
en conocerte. Y no se trata de la mente de Dios tampoco, esa imaginería a la
que recurren algunos científicos que pretenden ser leídos por los creyentes.
Quien sabe si solo se trata de un vago temblor cualquier día en cualquier lugar
de tu lamentable cuerpo. O un mínimo insecto que apartas con un simple manotazo
una arrebatadora tarde de verano cuando todo te parece aún posible, y la poesía
crece lentamente en el corazón de los búfalos.
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