Si
para mí en algo se diferencia un día de otro, es por mi capacidad de salir de
la cama de una u otra manera. Los días que se presentan como una puerta a un
porvenir cuajado de ilusiones y éxitos, los reconozco de inmediato, y no es por
la altura del sol a través de la ventana, ni por un especial sentimiento de
felicidad que me invada al abrir los ojos, sino por mi capacidad de abandonar
el lecho siguiendo un protocolo sui géneris y no previsto de antemano, que nace
con la espontaneidad de los hongos en Los bosques húmedos. Se trata en tales
días, de mi impulso súbito a poner pie a tierra, mediante un salto lateral fuera
de la cama una vez desembarazado de las sábanas, con la energía proveniente en
exclusiva del arqueo de mis lomos, sin impulsarme para nada con los brazos, ni
otras truculencias, pues, en tal caso, estaríamos hablando de otra cosa. Ya
aterrizado con una flexión de rodillas que para sí quisieran no poco gimnastas
y titiriteros, sé que el mundo se abre frente a mí como un terreno ya
conquistado, momento en el que suelo preguntarme: ¿por qué si el mar abarca las
tres cuartas partes de la superficie del planeta, y solo el resto es tierra, se
llama Continentes a los continentes cuando en realidad son contenidos y debían
llamarse Contenidos? algo que incluso una vez pasada la euforia, me intriga.
Pero
en esos momentos la respuesta me tiene sin cuidado, y tras la ducha y un zumito
de naranja, salgo a la calle dispuesto a comerme el mundo. Ando por la acera y
lo primero que percibo es que me viene estrecha, y me estorban las farolas y los
peatones, por lo que con frecuencia me desplazo por el carril izquierdo
evitando el tráfico de frente, y mi sensación es que si un automóvil se
llevaría el los desperfectos. Qué inmensa energía recorre mi sistema
músculoesquelético según avanzo por la calzada a grandes trancos, mientras mi
cerebro, suponiendo que aún siga ahí, no reproduce sino marchas militares y
canciones de la tierra chica, en una extraña mezcla que redobla los esfuerzos
euforizantes de mi exceso de catecolaminas. Afortunadamente las feromonas y la
adrenalina se mantienen en niveles elevados pero aún discretos, lo que hace que
al sentarme para desayunar en una cafetería, que esos días escojo al azar, pueda hacerlo el tiempo preciso para
tomarme dos cafés con leche, un par de huevos fritos y una hogaza de pan con
mantequilla.
Son
instantes que pretendo vivir al máximo, pues en mi fuero interno sé que
llegarán días, quizás mañana mismo, en que el mero hecho de ponerme en pie me
supondrá sacrificios sin cuenta, y ni bajaré a la calle, arrellanado en el sofá
viendo en la televisión programas de animalitos, a los que percibo, a pesar de
la energía desplegada por pumas, panteras y leones, como un triste remedo de
sus seres interiores profundamente deprimidos. Salgo, sin embargo, del café
asombrando a la concurrencia por mi voz desmedidamente alta al pedir la cuenta,
y abandono el local dando un portazo sin venir a cuento, algo que no puedo
evitar, subsumido en esos momentos en un frenesí incontrolable, que durante la
mañana me llevará transitar las calles, paseos y avenidas a velocidades
incompatibles con los trenes de cercanías.
Entro
y salgo de todo tipo de locales en los que pregunto aleatoriamente los precios
de determinados artículos, sin considerar si estoy en una librería, que me
extrañaría, o en una tienda de ultramarinos. A la hora de comer pido en un
restaurante de no menos de tres tenedores, el menú del día y como utilizando
solo las manos. Y me tiene sin cuidado que se trate de sopa o huevos fritos. ¡Que
cojones, me digo, para eso están las servilletas! Además en ocasiones me voy
sin pagar, y así se lo digo al servicio con una chulería que les achanta. Son
días solo hechos para los triunfadores, iguales a los que experimentó sin duda
Alejandro Magno y cuatro más en la historia de este puto pedrusco, girando sin
cesar sobre si mismo mientras recorre la eclíptica, me confieso por la noche ya
en la camita antes de apagar la luz de la mesilla y después de realizar unos
abdominales. Mañana será otro día.
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