Soy un indigente, vivo en la calle y no tengo
absolutamente nada en propiedad, aparte de lo puesto. A no ser que quiera
considerarse como tal lo que detallo a continuación, contenido en una bolsada
plástico de El Corte Inglés: una muda de un calzoncillo y una camiseta de
tirantes, dos pares de calcetines, unos pantalones vaqueros viejos, una camisa,
una pastilla de jabón, medio tubo de pasta de dientes, un cepillo, un peine y
una toalla de cincuenta centímetros. El otro día, como no tenía nada que hacer
y me sentía resentido con el mundo, me acerqué a un policía nacional que
patrullaba por la zona y le dije que era un perfecto hijo de puta. Así, sin más
explicaciones. El tipo me miró con cara de asombro y tras dudar unos momentos,
llamó a su compañero que venía varios pasos detrás de él, y entre los dos me
metieron en un callejón próximo y allí me dieron una tunda de cojones. Me
hicieron mucho daño, y desde entonces me faltan dos dientes. Nadie pudo hacer
una foto de mi jeta para dar testimonio del hecho en el futuro, y no tenía
ganas de acercarme a las urgencias de un hospital donde pensé que podrían
complicarse las cosas. Me dejaron allí tirado hecho una piltrafa, pero cuando
levanté la cabeza todavía pude verlos a lo lejos y les grité que me había
equivocado, que no eran uno sino dos perfectos hijos de puta. No me hicieron
ningún caso y siguieron patrullando como si nada. Era el colmo, ni siquiera dos
agentes de la autoridad me consideraban lo suficientemente importante para
arrestarme cuando les insultaba en sus propias narices. Estuve un buen rato
tirado en el macizo de un seto de arizónicas con varias flores silvestres
alrededor. Desde el suelo tenía una perspectiva bastante detallada, y para mí
en aquellos momentos me resultó un paisaje muy natural, propio, casi íntimo, un
atisbo de belleza que de alguna forma me resarcía de la paliza recibida, en la
que lo más significativo aparte del desdén hacia mi persona, fueron las hostias
que me llevé por parte de aquellos forajidos con uniforme.
Me
sentía bastante miserable, y cuando pude levantarme anduve un buen rato andando
tratando de encontrar a la pareja de polis para insultarles y aclararles que en
cualquier caso, como todo el mundo sabe, ser un hijo de puta no supone ningún
desdoro para la madre del interesado, que tal calificativo es algo personal e
intransferible, y que nada tiene que ver con el decurso de las generaciones. Y
que desde ese punto de vista, sus madres incluso podían ser la Virgen María, y
ellos, sin embrgo, unos perfectos hijos de puta como ya les había manifestado.
E intentaría recalcar la palabra “perfectos” haciendo hincapié en la “c”
oclusiva, que es la manera perfecta de dejar claro que eran unos hijos de mala
madre en su acepción máxima, casi sublime. Desgraciadamente no los encontré, y
tuve que gestionar mi cabreo como buenamente pude, echándome al coleto un tinto
peleón de un bar cochambroso de las inmediaciones. Para resarcirme en cierta
medida de la vejación sufrida, traté de provocar al camarero diciéndole que era
un mal profesional, pero el individuo no me hizo mi caso y me dijo bueno, vale,
en plan condescendiente, pasándome una mano por el hombro e invitándome a otro
vinito si me iba pronto. Y aunque me cagué en su madre no me pegó y solo me
acompañó hasta la puerta con buenas maneras, lo que me provocó un intenso
sentimiento de culpa que aún vengo arrastrando hoy en día. Al salir del bar,
entré en una farmacia próxima, donde además de pedir unos condones, les dije si
no tendrían algo para la polla, que me picaba desde hacía tiempo y estaba harto
de rascarme porque la tenía en carne viva. No me hicieron ni caso, pero al
final uno de los chicos, creo que se llaman mancebos de farmacia, se me acercó
y disimulando me dio un paquete de “Durex extra finos” y me deseó suerte.
Joder,
yo quiero ir a la cárcel pero no hay manera y voy a tener que matar a una
viejita o algo por el estilo para que me hagan caso.
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