El otro dí acompañé a Raquel a la cafetería del Círculo
de Bellas Artes. Había quedado con una antigua amiga periodista y no tenía
ganas de ir en metro o en autobús, así que la llevé en mi coche. Después de
dejarla allí me di un paseíto por Chueca para tomar una cerveza, hacía un calor
de cojones y me apetecía dar una vuelta por la zona para ver a aquella banda de
pervertidos que pululaba por la plaza después de celebrar días atrás el Día del
Orgullo gay. Raquel quedó en llamarme para que la recogiera o para avisarme en
caso de que se quedara para cenar con su amiga por allí y yo volviera a
casa. Ya en Chueca, estuve un rato en
una terraza de la plaza tomando una caña y observando a aquellos tipos. Al poco
rato tuve claro que no todo el mundo que pasaba por allí era de la acera de
enfrente. Abundaban las parejas de talluditos y talluditas hetero que daban la
impresión de estar cotilleando por la zona, que no era nada diferente de lo que
yo estaba haciendo. Cuando consideré que ya me había empapado suficientemente
del ambiente, me decidí a entrar en uno de los locales de copas. Era un lugar
tirando a lúgubre, casi a media luz y una barra muy grande donde se acodaban
tipos de todas las edades, desde jóvenes casi impúberes a bujarrones maduros, e
incluso en un aparte una reducida fauna de los llamados osos, que daban miedo.
Me tomé una copa de cerveza y justo cuando iba a irme se me acercó un jovencito
escuálido con pinta de cirrótico y me preguntó si me podía invitar, acepté y
estuve charlando con él un momento sobre la música ambiente que pretendía
motivar a los clientes, pero que concretamente a mí me ponía de los nervios. Me
dijo que yo era el típico gay del que él podía enamorarse a primera vista,
“sobre todo por el tórax”, añadió un tanto arrobado. No me molesté en precisar
que no me consideraba del gremio y que tampoco iba al gimnasio. De hecho, hasta
ese preciso momento ni siquiera me acordaba que una parte de mi cuerpo tenía el
nombre ominoso que él acababa de precisar. De pronto decidí tentar al destino y
le dije que por cincuenta euros le dejaba que me la chupara, lo que él aceptó
de inmediato rompiendo de facto la aparente incompatibilidad del amor y el sexo
inmediato. Ya en el cuarto oscuro, saqué la chorra sobre la que Lauro se
abalanzó como si en ello le fuera la vida, con cara mitad de adoración mitad
loco de atar. Estuvimos de esta guisa unos cinco minutos, al cabo de los cuales
y con independencia del disgusto que me producía su barba incipiente, me despedí
de él, que quería más, dejándole la cara hecha un cristo., tras lo cual visto
lo visto, aligerado de peso y con unos euros más en el bolsillo salí de allí y
regresé a la plaza.
Al
poco, tomándome la cuarta cerveza recibí una llamada de Raquel informándome que
su amiga la invitaba a cenar y que volvería a su casa por sus propios medios
(somos pareja, pero no vivimos juntos). Antes de acercarme para coger el coche
de vuelta, estuve reflexionando un rato en lo que acababa de suceder con el
chaval esmirriado. Se me ocurrió que podía ser un recurso aceptable para sacar
una pasta los días que andaba sin blanca. Al parecer hay individuos con una
oralidad exacerbada dispuestos aliviarle a uno con facilidad. Era algo a ser
tenido en cuenta en época de vacas flacas que en mi caso abarcaba buena parte
del año. Y ya metido harina, me dio por imaginar que Raquel podía haberse
enamorado de su amiga periodista, y que lo mismo en aquellos momentos estaban
en cualquier local de lesbianas que también abundan por la zona celebrando su
feliz reencuentro. Y dicho y hecho, me acerqué a varios de estos
establecimientos y finalmente fui aceptado en uno de ellos haciéndome el
maricón y argumentando que estaba buscando a mi hermana que era bollera para
darle una noticia familiar urgente. El local era enorme y la atmósfera era
sugerente aunque en mi opinión un tanto cursi. Todo estaba a media luz e incluso algunas zonas prácticamente a
oscuras. En la barra había muchas chicas jóvenes bebiendo cerveza y unos
mejunjes extrañísimos de colores vivos, y en la sala muchas mujeres en parejas
en veladores con velitas y un ramito de flores, todo muy romántico. Al fondo,
no obstante pude percibir a un grupo de jovencitas ruidosas, mientras que en un
rincón recoleto más apartado, las más decididas parecía haber pasado a la
acción y se daban estopa sin miramientos. Concretamente pude ver como una
madurita sin escrúpulos, le estaba calzando un artilugio con forma de pepino a
una jovencita jadeante sobre una mesa. Virgen santa, pensé, si me encuentro a
Raquel de esta guisa creo que nuestro futuro como pareja estaría en entredicho.
Claro que de inmediato pensé que lo mismo podría haber pensado ella si un rato
antes me hubiera visto con el joven asténico tocando el caramillo. Finalmente salí, aunque poco antes una pareja
de jóvenes enamoradas, eso me dijeron para evitar falsas interpretaciones, me
invitaron a asistir a una fiesta privada entre los tres y compartir una
experiencia nueva, en la cual mi papel sería dejarme ser penetrado por una de
ellas con un strapon mientras la otras disfrutaba viéndonos y acariciándose.
Les agradecí el detalle pero depuse el ofrecimiento aconsejándoles que buscaran
en el bar de al lado, donde un chico de su edad llamado Lauro casi seguro que
sería voluntario. Incluso para chupar el instrumento y ellas disfrutas a dúo.
Volví
a casa harto de orgullosas y orgullosos, esperando que al día siguiente Raquel
me llamara para contarme algo sobre la cena con su amiga, a la que no veía
hacía años. Pero no me llamó ni al día siguiente ni al otro ni al otro. No
volvió a llamarme y en los apartamentos donde vivía el portero me dijo que se
había ido definitivamente sin darle más datos. Lo dejé ahí. Hay relaciones en
las que lo mejor en tales casos es aceptarlo y no darle más vueltas, sobre todo
recordando un incidente que me contó una amiga en cierta ocasión en la que yo
me puse un poco pesado y acabó espetándome: “ten siempre claro que mi coño solo
es mío”.
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