Una oveja fue abandonada muy temprano por sus padres entre una
camada de jóvenes lobos. Era de pelaje oscuro, así que pasó desapercibida entre
los cachorros, aprendiendo de ellos su destreza y valentía, incluso su
ferocidad. La camada de pequeños cachorros, acostumbrada a su presencia, no se
cercioró de su diferencia radical. ¡Ni ella misma en principio pudo darse
cuenta!
Un buen día, ya casi convertida en una auténtica
oveja mayor, se sintió indispuesta. No estaba realmente enferma, porque por más
que la auscultaban y la dieran toda clase de remedios no mejoraba. Decidió, por
lo tanto, tomar el asunto en propia mano con las pocas fuerzas que le quedaban,
y caviló si su mal no tendría otro origen que el puramente físico. Con alguna
dificultad se encaramó frente al espejo, se miró de frente y de costado, luego
la cara muy de cerca, la nariz, los ojos, la boca y los dientes “¡Qué raro
-pensó- me parece que soy bastante diferente de mis hermanos”. Intentó después,
aprovechando que los otros habían salido de caza, aullar como desde pequeñita
le habían enseñado, y para su estupefacción le salió un aullido extrañísimo,
blando, pastoso. Algo que le hacía recordar más a un ¡beeeeee! que a un
¡auuuuu! Se quedó aterrada ¿qué le pasaba? Era una auténtica metamorfosis. De
pronto, temblándole todo el cuerpo, se dio cuenta mirándose aún más de cerca en
el espejo, que sus ojos, su nariz, sus patas y su pelo, pero sobre todo su boca
y sus dientes tenían realmente muy poco que ver con los de su familia.
Era extraña, distinta; descubrió despavorida que
era más débil… pero sobre todo ¡Oh, Dios! ¿cómo no se habían dado ellos cuenta?
…¡era una oveja! Una oveja ¡cielo santo! Justo lo que comerían los demás cuando
regresaran de la caza, como tantas veces. Pero ellos, hoy se iban a dar cuenta,
descubrirían el secreto de su enfermedad: su distinta naturaleza y su miedo.
Desde pequeña se esforzó en imitarles ¡y lo hizo tan bien que les engañó! Había
sido un lobo-oveja astuto, sagaz, arrogante, fuerte, ágil, valiente, y hasta
sanguinario… pero ahora no podría continuar siéndolo. Había llegado el momento
que su alma escondida de animal pacífico, bondadoso y débil había emergido por
encima de todo su aprendizaje.
“A toda prisa, antes de que regresen –pensó para
sí misma- debo huir de aquí, debo buscar a mi gente, mi rebaño, mis ovejas…”
Sacó fuerzas de flaqueza ante el temor de ser definitivamente descubierta, y
salió de la guarida por la entrada falsa ¡tanto temía ser sorprendida por los
lobos al regresar de la caza! ¡Y quizás
con su presa preferida, una oveja suave y blandita entre sus fauces! ¡Qué
horror! El miedo le dio alas. Conocía más allá de las colinas del sur algunos
rebaños bien resguardados del lobo muy en sus rediles, en donde los lobos no
podían penetrar, pues, además, temían al hombre como a la peste. Así que pronto
estuvo en las inmediaciones de sus hermanas ¡Hermanas! pensó para sí indignada
¡Yo hermana de esas desgraciadas inútiles! Blandas, fofas, sin brío ni la
fuerza que tanto admiraba en los lobos ¡Con esa mirada lánguida, estúpida, ese
balido lamentable y su lanita en bucles!
¡Béeeee! ¡Béeeee! El rebaño, aunque mantenía una
actitud de cierto recelo y se movía intranquilo, parecía dar la bienvenida a la
recién llegada. Faltarían unos metros para unirse a él, y sintió que una furia
intensa le subía a la cabeza. Su sangre de lobo despreciaba aquellos balidos
miserables y vulgares ¡os vais a enterar de quien soy yo! ¡Yo, un lobo curtido
en mil batallas! Y para demostrarlo, infló los pulmones y soltó un ruido
extrañísimo, una especie de ¡béeauuuubée! Las ovejas, incluida ella misma, se
quedaron perplejas. Algunas, despavoridas, se refugiaron rápidamente, otras,
inquietas, dudaban en darle la bienvenida o salir huyendo. Solo tres o cuatro,
sin duda las más viejas y experimentadas, permanecieron inmutables, y
continuaron triscando los brotes que más les gustaban tranquilamente. ¡Qué
vejación! ¡Ya ni si quiera aullaba! Y de nuevo lo intentó aún con más fuerza,
pero no había solución. Su ¡béeauuuubée! dejaba impávidas a las tres o cuatro
mencionadas.
Se acercó a ellas resuelta a ser respetada ¡Respetado!
¡Un lobo es un lobo! se dijo para sus adentros ¡se van a enterar! Intentó todo
tipo de amenazas, pero no dio resultado en absoluto, hasta que al final se
cansó y pensó en volver con los lobos. ¡Si hasta ahora no la habían descubierto
por qué iban a darse cuenta ahora! Se puso en camino, pero al poco rato empezó
de nuevo a sentirse enferma, las patas le temblaban terriblemente y casi no
podía tenerse en pie ¡qué agotamiento! Se hallaba a mitad de camino ¿qué hacer?
Decidió detenerse y pasar la noche en un roquedal rodeado de matas que le
servían de refugio y eran un buen camuflaje.
Y allí permaneció días y días, semanas, meses…En
algunas ocasiones se acercaban hasta allí los lobos, y ella en un esfuerzo
supremo, lograba aullar dignamente y mostraba tal agilidad y destreza que estos
no sospecharon nada. Eso sí, se enteró que algunos la llamaban “el lobo raro”,
porque se había ido a vivir solo abandonando la manada, que era lo natural y
más conveniente para estar bien alimentado. Incluso en alguna ocasión alguna de
aquellas ovejas intrépidas que no se amedrentaron cuando las visitó, se
acercaron a su refugio y pudo darse cuenta que no la temían en absoluto, lo que
hería su orgullo de raza. ¡De raza, de raza de raza!..¡Oh, Dios! ¿Qué raza?
pensó. ¡Qué disparate! También se enteró que entre las ovejas, que cada vez la
visitaban con más frecuencia, la llamaban “la oveja tonta” por no irse a vivir
con ellas en la seguridad de sus pastos bajo la protección del pastor.
El tiempo pasaba, y ahora al problema de su
identidad se añadía el de su soledad. Le aterraba relacionarse con los lobos y
despreciaba hacerlo con las ovejas. ¿Qué hacer?
Continuará. Escrito por el abuelo Carlos en 1981
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