Encontrar al Picaportes no fue una tarea fácil. Sin embargo, debería haberlo sido, no solo por
su volumen sino por su apéndice nasal, que fue el que le dio el apodo que le
hizo famoso entre sus amigos del instituto. Al final le acabé encontrando
detrás de unas rocas al fondo de la playa, donde supuse que se había escondido
para no llamar la atención. Lo que más me sorprendió al encontrarle después de
tantos años, no fue su fisonomía, inconfundible en otros tiempos, sino todo lo
contrario, pues si no llega ser él quien me llama, me hubiera pasado totalmente
desapercibido. De hecho, al principio al oír mi nombre y ver frente a mí a
aquel tipo flacucho y contrahecho nunca pensé que podía tratarse de él.
No fue hasta pasado un buen cuarto de hora
cuando me convencí de que se trataba del Picaportes, aquel muchacho
desmesuradamente grande, gordo y con una nariz más que sobresaliente, del que
todos éramos amigos y del que todos nos burlábamos en el bachillerato. Tuve
ganas de preguntarle enseguida qué le había pasado, pero me di cuenta que
hacerlo sería algo vejatorio que le pondría en una situación muy incómoda, y me
mordí la lengua para seguir hablando como si nada. Fueron sus ojos, como suele
ser habitual en estos casos, los que me dieron la pista definitiva que corroboraba
su identidad. Ya de chico los tenía muy claros, o más exactamente, teniéndolos castaños, como tanta gente por
aquí, parecía que se estuvieran decolorando, algo que ya entonces me
sorprendía, pero que yo achacaba a su “enfermedad”, es decir, al puro hecho de
estar muy gordo y tener la nariz enorme.
Mi búsqueda de
Picaportes fue puramente accidental, pues no era algo que me hubiera propuesto
previamente, sino que su nombre salió casualmente en una charla el día anterior
con un grupo de amigos de tiempo atrás, y alguien me dijo que solía ir todos
los días a la playa de los Locos y establecerse al fondo. Al parecer continuaba
soltero, y era un tipo muy raro que no se trataba con nadie, algo que a decir
verdad tampoco me extrañó demasiado dados sus antecedentes. Habían pasado
muchos años, y yo había vuelto a mi pueblo por primera vez, con la típica
sensación de familiaridad y extrañeza que suele acompañar a los reencuentros
después de mucho tiempo. Comoquiera que sea, una vez que nos saludamos y
reconocimos, el Picaportes me invitó a sentarme allí mismo, de espaldas a la
playa, con un trocito de mar a un lado y unos enormes farallones cien metros
delante. Le obedecí, aunque el lugar no me parecía el más adecuado, pues
estábamos prácticamente solos con las olas rompiendo con estruendo cerca de
nosotros, y siendo prácticamente incapaces de entender lo que decía el otro,
por lo que nos veíamos precisados a hablar a voces.
Nos sentamos sobre la arena húmeda, él estaba allí sin toalla y yo había
dejado la mía en otro lugar de la playa, por lo que pronto tuve ganas de
decirle que me había gustado mucho volver a verle, pero que me tenía que ir
rápidamente porque me esperaban, pero no fui capaz. A partir de ese momento
empezó a hablar por los codos, tratando sobre todo de que me diera cuenta de la
belleza del acantilado cerca de nosotros, algo que a él le sumía en hondas
reflexiones sobre la vida, el acontecer humano y la inevitabilidad de la fuerza
de la gravedad. Estaba claro que aquel tipo no andaba bien de la cabeza, y que
alejarme lo más rápidamente era la mejor de mis opciones. A continuación me
hizo ver el prodigio de las olas rompiendo sobre la arena, y me habló de la
procedencia cósmica del agua, posiblemente llegada a la tierra en cometas o
meteoritos en tiempos lejanos, para soltarme de inmediato “¡Eh, a que tú no te
esperabas eso!”
La situación
pareció complicarse cuando al hacer un gesto decidido para alejarme, me sujetó
primero de un hombro y luego de un brazo, y me rogó que le escuchara, que
todavía había algunos detalles de aquel lugar que yo no había apreciado en su
justa medida. Por ejemplo, me dijo, “mira esta piedra, esta puñetera piedra que
a lo mejor está aquí hace millones de años, y no es considerada en absoluto por
esa pandilla de mentecatos que se baña ahí detrás. Joder, está compuesta como
tú y como yo de átomos, con leptones y quarks, y toda esa locura de partículas
elementales que despreciamos por
ignorantes”. “Eso sí -precisó en voz baja- no tiene células, pero no es algo
que se le pueda reprochar, teniendo en cuenta que le falta el soplo”, momento
en el que llenó los pulmones de aire con una gran aspiración, y sopló sobre mi
cara como si fuera un Eolo enfurecido.
El asunto se
estaba complicando, porque el Picaportes parecía haber entrado en una fase de
agresividad incontrolada, y empecé a temer que su chaladura se desbordara y me
agrediera con aquella piedra o algo parecido.“¡Me cago en Dios!- vociferó a
pleno pulmón- pero tú y yo sí estamos hechos de células, no hay más que verte,
y tenemos piernas y brazos, y podemos andar de aquí para allá y correr si se
nos antoja. O quedarnos sentados como es mi caso” dijo finalmente sentándose de
nuevo sobre la arena empapada. “Este es el lugar idóneo, no te quepa duda.
Tiene la temperatura ideal y el grado de humedad necesario para respirar a
pleno pulmón, y los meteoros desagradables son menos frecuentes por una especie
de pequeño microclima que mi presencia ha generado en este lugar”, concluyó. Yo
permanecí de pie a su lado, y en aquellos momentos creí recordar que cuando
chicos, aparte de su nariz y su gordura, al Picaportes ya le daba algunos
accesos de aquellos, y la gente se burlaba de él y acababa dejándole hasta que
se le pasaba. Luego era un tipo normal, que sacaba buenas notas y era de los
primeros de la clase. Me senté a su lado y me mantuve en silencio un buen rato
hasta que me di cuenta que él se puso a llorar jadeando y gimiendo, como si no
pudiera soportar algo terrible en su interior a lo que yo no podía acceder.
Estuvimos así un buen rato hasta que decidí que no podía hacer nada y me
levanté para irme. Cuando ya me había alejado unos pasos, oí que me llamaba y
con una cara de desesperación que no he podido olvidar, me dijo “¡Joder,
Miguel, el acantilado, el acantilado!”
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