Que hayamos
decidido pasar cada cual las vacaciones por nuestra cuenta no quiere decir que
algo haya cambiado entre nosotros, María Luisa. Recuerda que siempre dijimos
que entre los novios, o las parejas, como a ti te gusta decir, siempre es conveniente
que corra un poco de aire, lo que finalmente colabora a que se sientan más
unidas.
Me dices en tu último correo que te parezco
demasiado taciturno, y que a tu edad (y la mía) cuando ya se percibe el
crepúsculo (perdona la cursilada, de mi cosecha), son preferibles las personas
optimistas que ven el futuro con esperanza. Y siempre te dije que estabas en lo
cierto, recuerda. Aunque luego añadiera que siempre se han dado casos de
quienes al saltar daban vivas a la vida y al porvenir, ignorando la resistencia
del suelo a ser penetrados por los cuerpos sólidos en caída libre con independencia
de la altura.
Me dices también
que te parece increíble que siga llamando a mi perrita María Luisa, y aquí
tengo que recordarte una vez más que la conocí a ella antes que a ti, y que
haberla cambiado de nombre entonces no
hubiera sido demasiado ético. María Luisa, los animales son dignos de respeto,
y si yo le hubiera cambiado el nombre de la noche a la mañana, el nuevo le
hubiera resultado incomprensible después de tanto tiempo, y no me hubiera hecho
ningún caso, con grave riesgo de su propia vida en determinadas ocasiones (es
propensa a atravesar los pasos de peatones con el semáforo en rojo si yo no le advierto
antes. De los pasos de cebra ni te quiero contar). Lo que ya me parece por tu
parte verdaderamente cruel es que me digas que la mayor prueba de mi amor por
ti sería que la sacrificara y me la comiera en pepitoria, como si se tratase de
una gallina o un pollo. Ya sé que hace tiempo un japonés en París descuartizó a
su pareja, y se la comió después como testimonio de la veneración que la
profesaba, queriendo incorporarla a su sistema digestivo, pero ese no es mi
caso, teniendo en cuenta, además, que las cosas no se detienen en ese punto,
como sin lugar a duda sabes.
Por otro lado,
en tu correo me reprochas mi interés por los agujeros, y que me pase buena
parte del día leyendo ensayos sobre el tema, como si en la vida no existieran
otros más interesantes y menos morbosos. Creo, sin embargo, María Luisa, que
además de pecar de reduccionista, no te has detenido con la suficiente atención
en el significado de esa palabra, que como todas, no se detiene en sí misma,
sino que apunta a un objeto tan común en nuestra vida cotidiana. Y cuando digo
objeto, me gustaría que pensases que no solo es eso, sino también un concepto
que abarca otras realidades, algo mucho mayor que el que pudiera sugerir, por
ejemplo, la palabra “alcantarilla”, que no deja de ser un agujero prolongado.
Piensa en la caverna de Platón, por decir solo algo.
María Luisa,
cariño (y te hablo a ti y no a la perrita), tú sabes como yo, aunque nos duela,
que nuestros cuerpos, es decir nuestro organismo, está esencialmente compuesto
por agujeros. Agujeros que nos facilitan la vida y sin los cuales ni siquiera
nos habríamos conocido ¿lo imaginas? Piensa en ello libremente y sin escrúpulos,
que después de todo derivan de un falso concepto de la pureza, algo que no se
da en absoluto en el mundo que habitamos. Y tampoco en la fontanería. Por otro
lado, la pureza es un concepto que, sin indagar demasiado, tiene en el sentido
que habitualmente se le atribuye en occidente, una connotación cristiana que ha
hecho de ella casi su paradigma, como si fuera el desideratum de la virtud.
Los agujeros, es
cierto, casi siempre remiten a “abajo”, posiblemente porque solo en la pura
tierra se da la posibilidad de su existencia. No se da tal posibilidad en los
espacios siderales, con independencia de los agujeros negros, pero eso, como ya
sabes se trata de otro cosa, y aquí te remito a la cosmología, la relatividad
general y Stephen Hawking, si quieres hacerte una idea aproximada. Sí, ya sé
que de los agujeros salen las alimañas que pueblan los bosques, y los tan
denigrados detritus, que, sin embargo, nos permiten seguir comiendo al día
siguiente sin demasiadas complicaciones.
Preferirías, me
dices, que me interesase por los cielos, ese lugar sobre nuestras cabezas del
que un día descendió el maná sobre el pueblo elegido, o del que se descolgaron
las llamas de la sabiduría sobre la cabeza de los apóstoles en Pentecostés, o
la paloma de la paz con su ramita de olivo en el pico, simbolizando la paz y el
final del diluvio. O en el que buscamos inspiración levantando la cabeza cuando
los problemas nos abruman. Pero ignoras un tanto cándidamente, que de él
proceden también la tormenta y el rayo que origina el fuego devorador y asola
las cosechas. Y el pedrisco.
Busca en mí
aspectos que nos acerquen y no te empeñes en encontrar los que nos distancian. De
ser así, cada día serán mayores las vacaciones que tengamos que tomarnos, y el
agujero, por hablar de lo mismo, se tornará una sima insondable que ninguno
seremos capaces de saltar sin correr un peligro que se me antoja excesivo.
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