La ceremonia
tuvo lugar en el llamado patio de armas, pues al parecer en tiempos remotos
aquel edificio fue un cuartel con sus dependencias habituales, siendo este el
lugar donde se celebraban en general los desfiles y los actos estrictamente castrenses.
Como de costumbre el jefe del establecimiento, una vez finalizaron los actos
habituales, tomó la palabra para cerrar el acto. Vestía como el uniforme
reglamentario de gala, que sorprendentemente para los no acostumbrados daba la
sensación de ser una mezcla de los de un general con mando en plaza, un obispo
en activo, y un campesino cogido al azar (detalle solo perceptible en el uso de
boina y alpargatas). El hombre se había situado sobre un estrado en una tribuna,
en la que asistían al acto los dignatarios de otros países y las altas
autoridades nacionales. Sorprendió que de entrada, y una vez situado en el
sitio, tardara todavía unos minutos en dirigirse a la concurrencia, como si con
tal actitud quisiera provocar la atención de sus oyentes, o tuviera alguna
dificultad de cualquier índole para abrir la boca. Finalmente, tras una pequeña
carraspera, cuando la inquietud empezaba a apoderarse de los presentes, el
Comisionado (que también se llamaba así a esta autoridad) hizo un vago gesto
sobre su cabeza con la mano que blandía su bastón de mando, como si de esa
manera quisiera apartar de sí mismo alguna idea contradictoria, y empezó a
hablar. Dijo en principio tras saludar a la audiencia, entre la que por cierto
para nada nombró a las señoras, que el hombre era un animal ridículo, que
siempre lo había sido, y que en su opinión, aún lo era más en aquellos momentos
con la invención de la telegrafía sin hilos, los ordenadores y los teléfonos
móviles. Comprendía, dijo, que tuvieran que celebrarse actos como el que les
había reunido en aquellos momentos, pero no porque verdaderamente estuvieran
cargados de un sentido preciso, sino porque con hechos como aquel la humanidad
trataba que su existencia no fuera un absurdo, evitando de tal manera la guerra
permanente y los suicidios en masa.
Tales palabras,
que otros años eran escuchadas con indolencia que su trivialidad habitual,
generaron entre los asistentes un malestar evidente, que pronto se hizo patente
en un murmullo creciente a medida que el jefe del establecimiento avanzaba en
su perorata, teniendo sobre todo en cuenta de que no hablaba en su propio
nombre sino en representación del Presidente de la República, y que, por lo
tanto, sus palabras estaban cargadas con un significado más allá de la inanidad
de los discursos oficiales de los jefecillos de poca monta que tanto
proliferaban en aquel país, sino que contaban con la aquiescencia de la máxima
autoridad del gobierno del país, presente en el lugar más destacado de la
tribuna de autoridades.
A medida que el
discurso avanzaba haciéndose paulatinamente más enrevesado y prácticamente
ininteligible, el Comisionado comenzó a introducir una gesticulación exagerada,
que pronto adquirió la cualidad de los aspavientos, lo que como es natural hizo
que lo de menos fueran las palabras que pronunciaba, sino la singularidad de
sus movimientos. Estos parecían apoyar lo que manifestaba no en cuanto a la
literalidad de lo expresado, sino en el énfasis que ponía en determinadas
expresiones, que a los asistentes les resultaban imposibles de descifrar.
Detrás de la tribuna empezó a percibirse cierto movimiento de las gorras
blancas de los servicios médicos en uno y otro sentido, sin duda a
requerimiento de la superior autoridad y posiblemente del Arzobispo de la
archidiócesis, temiendo que el orador pasara a mayores y confesara su ateísmo
militante (del que presumía en petit comité al poco de tomar la segunda copa) y
su anarquismo en ciernes.
Para un
observador imparcial la reacción oficial iba a llegar demasiado por tarde dada
la actitud del individuo, que pronto se desprendió de la chaqueta y camisa del
uniforme y comenzó a golpearse el pecho con ambos puños. Era evidente que el
Comisionado había perdido los papeles, o en todo caso había adoptado la actitud
de un gorila macho ante un peligro o en época de celo, algo a lo que daba mayor
verosimilitud la amplia mata de vello oscuro y enrevesado que cubría su torso
por completo. Los Servicios Sanitarios, desafortunadamente para los espíritus
más cultivados y las señoras pusilánimes o de misa diaria, llegaron demasiado
tarde, y a pesar del revuelo que se originó en el estrado, aún se pudo ver al
Comisionado abriéndose la bragueta del pantalón del uniforme de gala, sacando
sus genitales y exhibiéndolos ante el respetable muy ufano al parecer de los
mismos.
La copa de vino
español que se dio a continuación a pesar del lamentable espectáculo, fue como
es natural mucho más interesante y movida que en años anteriores, y en ella se
llegó a comentar que aquel tipo debía estar efectivamente sufriendo un proceso
de metamorfosis acelerado de hombre a gorila, y no solo por su actitud y el
vello profuso en todo su cuerpo, sino por la pequeñez de su aparato
reproductor, más propio, por raro que parezca, de un espalda plateada que de un
varón adulto de origen caucasiano.
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