Mi insomnio
llegó hace unos meses de una forma un tanto absurda, que intentaré detallar a
continuación. Vaya por delante que hasta ese momento siempre había dormido con facilidad al poco de
meterme en la cama, y que en todo caso me levantaba por necesidades imperiosas
de otro orden. Es cierto que antes de decidirme a cerrar los ojos, siempre me sometía a una dosis de
estupefacientes en forma de libros o revistas, y en ciertas ocasiones de algún
programa de televisión adecuado para tal cometido. En cuanto a los libros,
puedo decir que los elegía preferentemente de ensayo, para que al poco de
comenzar su ininteligilibidad me hiciera prescindir de ellos de un manotazo o
lanzándolo hacia un lado, y de las revistas, solía ojear las páginas dedicadas
a los famosos y sus idioteces por tierra, mar y aire. De la televisión me
servía cualquier película soporífera o programa para alienados, de los que
tanto abundan. En cualquier caso, mano de santo.
Sin embargo, el
día de autos, me dio por pensar obsesivamente que no estaba claro en absoluto
que al día siguiente me fuera a despertar, y que dormirme tranquilamente era
una forma de irresponsabilidad, algo que hasta ese día no había entrado en mis
consideraciones. Delante de mí, ocho horas en las que supuestamente iba a
permanecer ajeno a este mundo, cuando en él seguían sucedíendo por doquier todo
tipo de acontecimientos. Declaraciones del estado de guerra, asesinatos a
mansalva, posibilidad de que mi casa fuera asaltada por una banda de forajidos
albaneses, o pasto de las llamas como resultado de un cortocircuito absurdo en
el cable del ordenador. Etcétera. Y yo, mientras tanto, feliz en ese reino
absurdo en el que nuestra mente, la mía en este caso, se dedicaba a concebir
ideas o situaciones inverosímiles que nada tenían que ver con la realidad, por
mucho que se obstinen en ello los psicoanalistas para seguir cobrando.
Las primeras semanas traté de solucionar el
incordio a base de tranquilizantes menores o de hipnóticos suaves, pero en
ambos casos resultó un fracaso, y me despertaba de madrugada empapado en sudor
creyendo que era Napoleón en Waterloo o Jesucristo incapaz de andar sobre las
aguas, por poner dos de los ejemplos más significativos. Tras este primer (y
fallido) intento, empecé a utilizar remedios más naturales, empezando por las
tisanas de todo pelaje, y continuando con los medios habituales en época de
nuestros abuelos. Es decir, el recuento pormenorizado de ganado ovino saltando
una valla, o la enumeración de los números impares ad infinitum. Este recurso
dio resultado durante unos días, hasta que por no sé que extraño antojo, a mi
mente le dio por cambiar las ovejas por terneras con el fracaso consiguiente,
pues a su tierna edad, estos futuros segundos platos se negaban a hacerlo, o no
lo lograban con sus aparatosas consecuencias. Y los números impares tenían
además que ser primos, misión imposible.
Sin embargo, pocos días después de este
fracaso estrepitoso, se operó en mi interior un cambio radical a través de un
proceso del que desconozco su origen, pero que por lo que a continuación diré,
debió tener algo que ver con acontecimientos externos.
El hecho fue que a partir de cierto día,
cuando mi desesperación estaba alcanzando unas cotas que me hacían sopesar la
posibilidad saltar por la ventana, al cerrar los ojos para intentar dormir, se
me presentó como una ensoñación, un círculo brillante que me sumergió de
inmediato en un sueño reparador del que no desperté hasta la mañana siguiente.
En principio ni siquiera fui muy consciente del milagro operado, pero a
mediodía, como si fuera una revelación, caí en la cuenta que podía deberse a
una representación del Espíritu Santo transmutado de la paloma, del “sí-mismo”
de Carl Gustav Jung, y con toda probabilidad del lugar geométrico de todos los
puntos cuya distancia a uno central era la misma (la llamada circunferencia).
Me alegré y dispuse a recibir tal aparición todas las noches en un estado semi
beatífico, con la cual hasta los problemas de próstata desaparecían.
Ese mismo día
por la tarde, una serie de acontecimientos, sin embargo, me condujeron a
aceptar una visión más prosaica del acontecimiento, y fue el darme cuenta de
una forma avasalladora de la instalación de una fábrica de neumáticos en la
ciudad. Y digo avasalladora por la proliferación de sus signos. Hasta ese mismo
momento tal circunstancia había pasado prácticamente desapercibida para mis
entendederas, atentas a sucesos de orden más elevado. Aunque nunca
estrictamente espiritual, todo sea dicho. La población estaba totalmente
invadida por una publicidad exhaustiva, y abundaban los carteles anunciándolo.
Y no solo eso, sino que se celebraron toda una serie de actos y celebraciones
en los cuales el mundo oficial, la administración regional y local, el
ayuntamiento, etc, se congratulaban de que por fin se inaugurara en la región
una empresa que no se dedicara a la producción de lácteos y productos
hortofrutícolas. Proliferaban los carteles publicitarios, como ya he dicho, y
también las camisetas deportivas con el logo de la Michelón, la nueva fábrica,
una rueda sorprendentemente blanca, llanta y neumático. Y no solo eso, sino que
una vez advertido, pude darme cuenta de que por las aceras unos individuos
ataviados con monos de trabajo y el susodicho logo, se empeñaban en hacer rodar
unos neumáticos enanos al modo en que antiguamente los chiquillos hacíamos
rodar un aro metálico para desesperación de los viandantes. Incluso me pareció
percibir algunos grupos de jóvenes con aros en las orejas y colgando de la
nariz, algo que en estas circunstancias no parecía casual.
Haber
permanecido en la inopia durante tanto tiempo, cuando la llagada de Michelón a
la ciudad era el acontecimiento más importante en décadas, me sumió en una
perplejidad semejante a la que sin duda experimentaría alguien que de la noche
a la mañana cae en la cuenta de que es un ser bípedo. Era incluso posible que
los vecinos del lugar percibieran mi desinterés durante aquel tiempo, y que me
hubieran cogido cierta ojeriza ante mi falta de solidaridad. La aparición de la
rueda en el momento de irme a la cama, y las diversas variantes que fueron
surgiendo en días sucesivos (la aureola de santidad entre ellas), eran sin duda
un aviso premonitorio de mi necesidad de integrarme en el sentir popular, lo
que me relajaba y hacía que el insomnio dejara de ser un problema.
En cualquier
caso, una vez solucionado el problema nocturno, me quedaba una misión que hiciera creíble mi conversión a la masa de
fervientes admiradores de la empresa, y me congraciase con mis vecinos, para lo
cual debía adoptar algún gesto que lo dejara patente bien a las claras. Un día
desayunando en una e las cafeterías de postín del centro tuve una idea que quise llevar a la práctica
de inmediato, esperando que su puesta en práctica me congraciara de inmediato
con los demás. Ese día se habían acabado los churros y las porras con las que
suelo acompañar al café, y vi el cielo abierto al darme cuenta de que no
obstante tenían rosquillas de anís. Riquísimas, me dijo el jefe que en
ocasiones hacía de camarero para ahorrar. Le van a gustar, sentenció.
Lo que sin
dúdale no se esperaba era que en aquel preciso momento cogiera dos de ellas ,
me las colgara de las orejas y saliera por la puerta ufano de mi hallazgo, y
con la tranquilidad de saber que en pocos días mi gesto sería interpretado como
una metáfora de mi amor al pueblo. La única duda que me quedó cuando ya andaba
con tranquilidad por el boulevard, es si los churros habrían sido más
adecuados. O más cómodos, pues las rosquillas apretaban demasiado. Del insomnio
nunca más se supo.
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