martes, 20 de diciembre de 2016

PAREDONES



Jiti el Piporro existió. Pasado el tiempo, tengo el convencimiento de que aquel ser monstruoso del que se hablaba en voz baja y con disimulo en mi pueblo cuando yo era un niño, fue una realidad, por mucho que los mayores intentaran de ocultarlo.
Se trataba de un vecino solitario que apenas se dejaba ver algunas tarde de anochecida, cuando pasaba apresuradamente por La Llama camino de Sierrapando, donde se le perdía el rastro, dicen que en dirección al Dobra, la misteriosa montaña a cuyos pies se levantaba la ciudad (o el pueblo, pues de ambas maneras se conocía a aquella población). Nadie sabía qué podía habérsele perdido por aquellos intrincados parajes, cubiertos de bosque y una maleza espesa, donde, según algunos, todavía habitaban los lobos y otras alimañas. Claro que eso es lo que decían los que aseguraban conocerle bien, aunque muchos otros no estaban de acuerdo, y afirmaban que solo se trataba de fantasías. Que aquel individuo, si verdaderamente existía, jamás salía de casa y por lo tanto era imposible conocerle ni saber nada de él con detalle.
    En cualquier caso, todos afirmaban que se trataba de un tipo mayor, ya con el pelo blanco, al que incluso le costaba desplazarse, como si arrastrara un peso enorme que le hacía cojear ostensiblemente, al parecer, fruto de una vida licenciosa en la capital tiempo atrás, cuando vivía solo con su madre cerca de la estación, o lo que es lo mismo, el barrio de las putas. De todas estas historias estábamos al corriente los chicos del pueblo, por eso nos extrañaba que cuando queríamos saber algo más, nuestros padres nos dijeran que solo eran tonterías sin ningún sentido, inventadas por un loco con la finalidad de atemorizar a la población, sobre todo a los chiquillos. Lo que, visto lo visto, pensaba yo para mis adentros, lo había conseguido plenamente.
     En primavera, y sobre todo en verano, las habladurías cesaban, y la gente solo pensaba en divertirse y bañarse en la playa cercana. Entonces todos nos olvidábamos de Jiti, a no ser en algunas ocasiones cuando el tiempo empeoraba súbitamente, debido a alguna galerna en la costa. Pero a partir del otoño, el viento y la lluvia traían de nuevo el rumor de la presencia inquietante de aquel individuo, y la gente andaba con cuidado y regresaba a casa con precipitación, por el temor a encontrárselo de repente en cualquier parte, y sufrir las consecuencias. Nadie decía con exactitud el por qué de ese miedo, cual era la razón exacta por la que, sobre todo las mujeres, y más si se trataba de jovencitas o niñas, a partir de cierta hora no salían de casa, y estando en ella bajaban las persianas y dudaban mucho antes de abrir la puerta. Aunque, si todo hay que decirlo, también los niños y los adolescentes corrían peligro, y debían andarse con cuidado si no querían ser víctimas de aquel loco desalmado. Lo que está claro, es que se trataba de algo demasiado peligroso para ser hablado con franqueza, un misterio que, fuera o no una fantasía, tenía al pueblo preso de un temor inquietante. Miedo de un pobre hombre decrépito al que apenas nadie conocía, pero que al parecer guardaba un secreto intimidante que más valía no descubrir. Algo monstruoso, un fenómeno de la naturaleza que podía suponer la desgracia de la localidad, y de lo que más valía no enterarse con exactitud.
        Pero ahora que he vuelto al pueblo mucho tiempo después, como sugerí al principio de estas líneas, creo que he adivinado de qué se trataba. Pasado tanto tiempo, ya casi nadie habla de aquel hecho de nuestra infancia, aunque los más viejos, entre los que me cuento, tengamos la certeza de que Jiti existió. En algunos lugares pueden verse todavía los vestigios de lo que tiempo atrás debió ser la presencia de aquel hombre, que tuvo a todo un pueblo, o ciudad como dije más arriba, amedrentado.  Se trata sobre todo de algunos lugares antiguos, especialmente en las cercanías del parque y en algunas casas viejas, en las que en sus paredes se hace todavía evidente que algún extraño fenómeno había causado importantes destrozos. Paredones vetustos de algunas casonas antiguas con la carpintería desvencijada, o completamente derruidos, que daban la impresión de haber sufrido el empuje de una fuerza colosal desde el exterior hasta hacerlas irreconocibles. Viejos almacenes abandonados, cuyas esquinas desmochadas hacían evidente que algo monstruoso se había ensañado con ellas.
        Era todo muy confuso, un tanto vago, pero ahora que estoy de nuevo aquí, no puedo dejar de acordarme de la existencia de aquel hombre, de nombre Jiti y apodado el Piporro, ignorado y temido por todos, paseando su soledad las noches de tormenta por las calles del pueblo, arrastrando consigo la desgracia que todos conocían pero que todos intentaban ignorar. Un peligro evidente para la población, pero sobre todo para los más pequeños y las vírgenes.

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