Jiti el Piporro existió. Pasado el tiempo, tengo
el convencimiento de que aquel ser monstruoso del que se hablaba en voz baja y
con disimulo en mi pueblo cuando yo era un niño, fue una realidad, por mucho
que los mayores intentaran de ocultarlo.
Se trataba de un vecino solitario que apenas se
dejaba ver algunas tarde de anochecida, cuando pasaba apresuradamente por La
Llama camino de Sierrapando, donde se le perdía el rastro, dicen que en
dirección al Dobra, la misteriosa montaña a cuyos pies se levantaba la ciudad
(o el pueblo, pues de ambas maneras se conocía a aquella población). Nadie
sabía qué podía habérsele perdido por aquellos intrincados parajes, cubiertos
de bosque y una maleza espesa, donde, según algunos, todavía habitaban los
lobos y otras alimañas. Claro que eso es lo que decían los que aseguraban
conocerle bien, aunque muchos otros no estaban de acuerdo, y afirmaban que solo
se trataba de fantasías. Que aquel individuo, si verdaderamente existía, jamás
salía de casa y por lo tanto era imposible conocerle ni saber nada de él con
detalle.
En
cualquier caso, todos afirmaban que se trataba de un tipo mayor, ya con el pelo
blanco, al que incluso le costaba desplazarse, como si arrastrara un peso
enorme que le hacía cojear ostensiblemente, al parecer, fruto de una vida
licenciosa en la capital tiempo atrás, cuando vivía solo con su madre cerca de
la estación, o lo que es lo mismo, el barrio de las putas. De todas estas
historias estábamos al corriente los chicos del pueblo, por eso nos extrañaba
que cuando queríamos saber algo más, nuestros padres nos dijeran que solo eran
tonterías sin ningún sentido, inventadas por un loco con la finalidad de
atemorizar a la población, sobre todo a los chiquillos. Lo que, visto lo visto,
pensaba yo para mis adentros, lo había conseguido plenamente.
En
primavera, y sobre todo en verano, las habladurías cesaban, y la gente solo
pensaba en divertirse y bañarse en la playa cercana. Entonces todos nos
olvidábamos de Jiti, a no ser en algunas ocasiones cuando el tiempo empeoraba
súbitamente, debido a alguna galerna en la costa. Pero a partir del otoño, el
viento y la lluvia traían de nuevo el rumor de la presencia inquietante de
aquel individuo, y la gente andaba con cuidado y regresaba a casa con precipitación,
por el temor a encontrárselo de repente en cualquier parte, y sufrir las
consecuencias. Nadie decía con exactitud el por qué de ese miedo, cual era la
razón exacta por la que, sobre todo las mujeres, y más si se trataba de
jovencitas o niñas, a partir de cierta hora no salían de casa, y estando en
ella bajaban las persianas y dudaban mucho antes de abrir la puerta. Aunque, si
todo hay que decirlo, también los niños y los adolescentes corrían peligro, y
debían andarse con cuidado si no querían ser víctimas de aquel loco desalmado. Lo
que está claro, es que se trataba de algo demasiado peligroso para ser hablado
con franqueza, un misterio que, fuera o no una fantasía, tenía al pueblo preso
de un temor inquietante. Miedo de un pobre hombre decrépito al que apenas nadie
conocía, pero que al parecer guardaba un secreto intimidante que más valía no
descubrir. Algo monstruoso, un fenómeno de la naturaleza que podía suponer la desgracia
de la localidad, y de lo que más valía no enterarse con exactitud.
Pero ahora que he vuelto al pueblo mucho
tiempo después, como sugerí al principio de estas líneas, creo que he adivinado
de qué se trataba. Pasado tanto tiempo, ya casi nadie habla de aquel hecho de
nuestra infancia, aunque los más viejos, entre los que me cuento, tengamos la
certeza de que Jiti existió. En algunos lugares pueden verse todavía los
vestigios de lo que tiempo atrás debió ser la presencia de aquel hombre, que
tuvo a todo un pueblo, o ciudad como dije más arriba, amedrentado. Se trata sobre todo de algunos lugares
antiguos, especialmente en las cercanías del parque y en algunas casas viejas,
en las que en sus paredes se hace todavía evidente que algún extraño fenómeno
había causado importantes destrozos. Paredones vetustos de algunas casonas antiguas
con la carpintería desvencijada, o completamente derruidos, que daban la
impresión de haber sufrido el empuje de una fuerza colosal desde el exterior
hasta hacerlas irreconocibles. Viejos almacenes abandonados, cuyas esquinas
desmochadas hacían evidente que algo monstruoso se había ensañado con ellas.
Era
todo muy confuso, un tanto vago, pero ahora que estoy de nuevo aquí, no puedo
dejar de acordarme de la existencia de aquel hombre, de nombre Jiti y apodado
el Piporro, ignorado y temido por todos, paseando su soledad las noches de
tormenta por las calles del pueblo, arrastrando consigo la desgracia que todos
conocían pero que todos intentaban ignorar. Un peligro evidente para la
población, pero sobre todo para los más pequeños y las vírgenes.
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