Cae la noche y la llamamos g.
Fue la gota que colmó el vaso. El colmo.
Te dije que sí, pero no quizás.
Abres la boca y hablas, pero no se trata de eso: come.
Aún recordaba sus maravillosos ojos de besugo.
Harto estoy de estar o ser inglés, dijo to be.
Puestos a ello y a ello puestos, insistía.
No soy nadie, dijo. Y se esfumó.
La perentoriedad de los autobuses me acelera.
De noche todos los gastos son
prados.
Eres virgen y todo lo contrario, exclamó.
Admirando a Minerva, valoraba la sabiduría de las lechuzas.
No te vayas, y sin embargo, vete, se contradijo.
El mundo es ancho y anexo, rectificó Ciro Alegría.
Eres un hombre de dos piezas. Una es el cuerpo, y la otra tú sabrás.
La libélula obcecada odiaba la aerostación.
Se perdió en el desierto pero no de camellos.
Tu amor me llega como una flecha de miel envenenada.
Debido a su nombre, Fulgencio brillaba paradigmáticamente en la noche.
Llueve sobre los seres y los sacos, dijo el disléxico.
Adoro tus blancas manos aunque seas senegalesa, matizó.
Dijo adiós a pesar de su ateísmo.
La mecánica cuántica es, sin embargo, insignificante.
La curvatura del espacio nada tiene que ver con la perfección de tus
caderas, puntualizó Einstein a su primer amor, Mileva Maric.
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