“¡Vaya! No tengo cara”, dijo con cierto desagrado al mirarse al
espejo por la mañana poco después de levantarse (cómo, es otra historia). Y a
continuación añadió un tanto ufano “en cualquier caso, poco importa: me compraré
una nueva”. Lección de optimismo delirante.
Me he caído por la escalera aparatosamente, y ya en el suelo del
piso de abajo puedo comprobar que me he roto una pierna, de la que llego
incluso a percibir hueso en las proximidades de la rodilla. Y si mi vista no me
engaña, no se trata del de un homínido como creía ser hasta la fecha, sino del
de un cuadrúpedo de la sabana africana. Cebra o ñu, no importa. He cambiado de
especie y eso me basta. Lección de optimismo metamórfico.
No tengo ojos, eso es evidente porque no veo nada y sobre mí se
cierne una oscuridad amenazante. Pero a continuación pienso que no he podido
ser yo quien me los haya arrancado, puesto que no tengo brazos, ni por lo tanto
las manos y los dedos adecuados para tal labor. “Quizás solo estoy ciego” me
digo para mis adentros. Lección de optimismo patológico.
“¡No puedo soportarlo, no
puedo soportarlo!”…siempre que le veo (o lo veo) está comiendo, cenando o
desayunando. O incluso merendando. En cualquier caso ingiriendo cualquier
comestible que le asegure la supervivencia. Pero jamás le veo leyendo un libro
o escuchando música. Él solo cree en sus células y su capacidad para replicarse
indefinidamente. Está todavía muy alejado del concepto de “meme” acuñado por
Richard Dawkins como la unidad mental informativa que nos habilita, entre otras
cosas, para tocar el piano o escribir un libro, por mal que lo hagamos.
La calle está asfaltada. Es cierto. Y a ambos lados de la misma
transcurren dos aceras. Es cierto. Pero en mi opinión no es suficiente. Faltan
árboles que la den sombra a mediodía. Y señales, pasos de cebra y semáforos que
hagan posible el tráfico rodado y el libre tránsito de peatones. Hagan el
favor, que esto no es la selva.
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