miércoles, 26 de octubre de 2016

INUNDACIONES



La masturbación en grupo puede no tener un significado trascendente, pero los camanitas la practicaban con frecuencia para implorar la lluvia a los dioses del espacio en tiempo de sequía. Y tenían un éxito sorprendente, todo hay que decirlo, dada la proliferación de inundaciones a partir de ese momento.


No tengo vulva, no tengo vulva gritaba fuera de sí la doncella Leonor. Y ni siquiera vagina, solía añadir al tiempo que se levantaba la falda y mostraba unos genitales  que recordaban  al alicatado de las más primorosa toilettes de los palacetes de la calle de Serrano, puestos a buscar un símil adecuado.


Roberto pasa gran parte del día sentado en el bidé, pues tiene la certeza que con las aspersiones que dicho instrumento le proporciona, su culo acabará hablando lenguas. Aparte de las modernas más conocidas, en latín, y será capaz de soltar discursos que enardecerán a las masas enfervorecidas. E incluso no tendrá nada que envidiar a Cicerón o Demóstenes dirigiéndose al senado romano.


No soporto la lámpara de pie en una esquina de mi dormitorio. Da una luz tibia y acogedora que invita al recogimiento e incluso al sueño reparador, a poco que uno se deje llevar por el entumecimiento que generan sus pocos watios. Pero en mi caso, después del primer sopor y ya con los ojos entornados dispuestos al sueño, me invaden unos espasmos incontrolables que aflojan todos mis esfínteres dando lugar a un espectáculo que más vale no describir aquí.


Me he tomado por equivocación medio kilo de bromuro creyendo que se trataba de un pastel a base de harina, huevos y azúcar, y según me cuenta el médico que me atendió, no volveré a tener una erección como mínimo hasta finales de año. Y estamos en Enero. Y ni siquiera será válido el recurso a la masturbación compulsiva. Me veo por lo tanto forzado al monacato.


Cuando vencido por el sueño tras una jornada agotadora,  me eché en la cama dispuesto a dormir hasta el día siguiente, creí percibir en una esquina de la habitación a un pájaro con rostro de mujer, y un pico y unas garras pavorosas. No me dejé vencer por el espanto de tal aparición, y vacié el cargador de mi pistola sobre el bicho que murió en el acto con cara de estupor, sin duda originada por la sorpresa de mi inmediata reacción ante el peligroso animal mitológico que él mismo se consideraba. Nunca me gustaron las gárgolas, los grifos ni las harpías, como era el caso, aunque no pude impedir que un buen montón de plumas cubrieran la colcha de mi cama.

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