Soy guapo, ese es un hecho incontrovertible más allá de los
criterios adoptados para llegar a tal conclusión. Quiero decir que lo soy aunque
todos los demás los sean aún más. O que, por el contrario, se trate de unos
seres repugnantes a los que más les hubiera valido no tropezarse con un espejo
que les dé la medida exacta de su fealdad, cosa harto difícil en estos tiempos
en los que proliferan todo tipo de ítems, artefactos y artilugios, sirvan o no
para algo.
Soy guapo, o lo que viene a ser lo mismo, una persona en cuyo rostro
confluyen una serie de características que le hacen acreedor a tal adjetivo con
independencia de que otros también lo merezcan. Mi cualidad más sobresaliente
es no tener la cabeza cuadrada como no pocos que, en función de tal hecho, se
dedican a las ciencias exactas y a invadir otros países a las menores de cambio,
sin ninguna razón que lo justifique. Mi rostro, por otro lado, reúne una serie
de detalles que son como mínimo distinguidos, abundan en ella los rasgos
regulares y simétricos, destacando ¿por qué no decirlo? una nariz discreta que
no pasa sin embargo desapercibida para cualquiera que tenga ojos en la cara. Mi
boca, sin embargo, en ningún caso podría tener éxito en el mundo de la
filosofía sin provocar cierto revuelo (de labios amplios y carnosos, impropios
de un varón de mediana edad que se afeite a diario, y cuya característica más
acentuada debiera ser su innegable virilidad). Mis ojos oscuros no dejan lugar
a dudas, y hablan de un hombre del sur para el que la palabra desierto, de tan
frecuentado, no sea ninguna novedad, sobre todo tratándose de bereberes, tan
frecuentes en los oasis, por otro lado. Mi pelo es denso, fosco, fuerte y dota
a mi cabeza de una energía que para sí hubiera querido el mismísimo Sansón. El
hecho de que mis orejas destaquen con cierta evidencia de mis parietales, no
hace sin embargo que se las pueda llamar en soplillo impunemente, pues nada más
alejado de la realidad. En todo caso, recogen las ondas sonoras que me
circundan con una precisión que alejan de mí la amenaza del sonotone, tan en
boga hoy en día al menor desfallecimiento de la otrora famosa cadena de
huesecillos en el oído medio. Mi mentón, por otro lado, da a mi quijada una
prestancia poco común, y añade a mi rostro una altivez que mis mandíbulas
recias y cuadradas emparejan con los héroes griegos de las ilustraciones de la
Iliada y la Odisea. Dígase Ulises, Agamenón, Héctor, y en menor medida, el
príncipe Paris. Y desde luego, para alejar posibles comparaciones vejatorias,
muy alejada de los équidos.
Claro que hasta ahora me he ceñido a una descripción, por somera
que sea, del rostro, ese lugar de la arquitectura humana donde fijamos la
mirada en primer lugar, aunque habrá que reconocer que el resto del cuerpo que
le acompaña, podría desmentirlo en cierta medida. Si fuera bajo, tullido o
contrahecho como Quasimodo, de poco valdrían los antecedentes mencionados por
más que quisiera equipararlos con la belleza clásica. Hacia abajo debe seguirle,
y es mi caso, un tronco firme y robusto limitado por unos hombros anchosy bien
formados, que dejan en buen lugar a Platón (*), pero no son menos de los que en
él se ha presumido. Y asimismo, una cintura en donde tendría cabida un cinturón
estrecho en el que la espada no sería objeto de escarnio acompañando a un
vientre desmesurado. Y como remate, unas piernas fuertes y musculadas sin
excesos, que no llegan a arquearlas y afortunadamente no las hacen merecedoras
de ser llamadas zambas y propias de enanos, con todos mis respetos para éstos,
que sin duda otras virtudes les acompañan.
Esta es pues mi belleza según ceo reconocer en el espejo de cuerpo
entero que tengo ubicado en el vestidor, y al que me asomo con cierta
frecuencia cuando mis achaques me hacen anticipar un deterioro que
desgraciadamente no tardará demasiado en hacerse presente. Y que conste,
también en el resto de ciudadanos, y desde luego en quien llegue a leer estas líneas.
E incluso por no pocos animales de cuatro patas, en los que ahora no me detengo
para no hacer esta exposición excesivamente larga y prolija. A mí, en concreto,
me gustaría tener una cola larga y tupida como un caballo alazán, pero tampoco
es este el lugar idóneo para ponerse a hablar de centauros.
(*) Del griego “platys”, de
anchos hombros.
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