La pareja de ancianos, ninguno cumpliría ya los ochenta, entró en
el comedor del restaurante y se sentó con decisión en una mesa a mi lado sin ni
siquiera mirarme, y mucho menos darme los buenos días o desearme un almuerzo
agradable. A lo que después de un amago de buena educación en sentido contrario
abortado de raíz, respondí de la misma manera. Casi de inmediato, ya sentados y
sin mayores preámbulos, la mujer hizo saber a su acompañante, posiblemente su
marido, que su decisión era irrevocable porque a sus años se hacía
imprescindible un cambio radical que trajera aire fresco a su vida. Había por
lo tanto decidido cambiar de cabo a rabo su casa, una reforma que a su
finalización la hiciera prácticamente irreconocible. De entrada, iba a
transformar el pasillo, que era excesivamente ancho, para a convertirlo en dos
habitaciones aprovechando un trastero al fondo y el office de la cocina, que no
se utilizaban para nada. El cuarto de baño sería reducido a la mínima expresión,
“a la taza y poco más” afirmó con rotundidad y cara de asco “después de todo
para lo que allí se hace…porquerías”. El salón, sin embargo, iba a ser ampliado
con parte de la cocina, donde también sobraba casi todo, y en la que los únicos
elementos que permanecerían serían, aparte lógicamente del fregadero y un frigorífico
mínimo, el microondas, la cafetera y una tostadora. La lavadora, el
lavavajillas y la cocina eléctrica desparecerían, “total, yo como como un
pajarito y cuando quiero algo más me bajo al rastaurán y listo, que las piernas
me funcionan divinamente”. Además a mis manos les vendrá bien un poco de
actividad, y hasta es posible que con el movimiento su artrosis desaparezca”.
El hombre, que al parecer era su hermano, según pude constatar
cuando se dirigió al camarero y le dijo “para mi hermano como bebida será
suficiente con un vinito tinto de la casa”, permaneció callado todo el rato
mientras su hermana se despachaba a gusto, y solo entonces intentó balbucear
algo que fue de inmediato atajado por ella con un gesto que no dejaba lugar a
dudas, para continuar “y ni que decir tiene que el alma de la casa, junto al dormitorio,
en donde voy a instalarme una cama de 150 con dosel, será el salón. Quiero que
recuerde a los que he visto en algunas películas de Visconti o como se llame
ese señor italiano que tanto me gusta. Lo quiero muy recargado con cortinas
gruesas de cretona o terciopelo, y todos los muebles de maderas nobles talladas
con seres mitológicos. Y, desde luego, como toda iluminación, una araña enorme
colgando del techo. Ya basta de tanta miseria con las porquerías indignas de IKEA.
Y en las estanterías muchos libros de viejo encuadernados en cuero o repujados
con los títulos en letra gótica dorada. Las paredes desde luego enteladas con
motivos románticos o renacentistas. También con escenas campestres y de hípica.
Y, sin duda, algunas odaliscas, no es para nada mi estilo pero tengo ese
antojo. Se acabó la miseria para tu querida hermana, caballero. Nada de minimalismos:
hay que volver a nuestros orígenes aristocráticos y olvidar a la plebe.
Poco después, aprovechando un lapso mínimo que la señora se
permitió posiblemente para recuperar el resuello, su hermano (o lo que fuera)
desapareció con un motivo supongo que habitual, pero no volvió a aparecer. La
señora, sin embargo, no pareció darse por aludida y continuó su perorata
dirigiéndose al camarero o a mí mismo, pudiendo en esos momentos enterarnos que
en el recibidor de la entrada había decidido instalar un perchero de pared y
deshacerse del viejo y horrible de cuatro patas. “Ocupa el mismo lugar y son
más útiles.Y de espejos, nada de nada, que lo que menos espera una visita es
que para empezar se le haga ver el estado lamentable de su cara a esas alturas
de la vida. Sobre todo a su edad, imagine que todas mis amistades tienen mi
edad o la del memo de mi hermano. O mayores. Sería una crueldad”.
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