lunes, 10 de octubre de 2016

ARAÑAS



La pareja de ancianos, ninguno cumpliría ya los ochenta, entró en el comedor del restaurante y se sentó con decisión en una mesa a mi lado sin ni siquiera mirarme, y mucho menos darme los buenos días o desearme un almuerzo agradable. A lo que después de un amago de buena educación en sentido contrario abortado de raíz, respondí de la misma manera. Casi de inmediato, ya sentados y sin mayores preámbulos, la mujer hizo saber a su acompañante, posiblemente su marido, que su decisión era irrevocable porque a sus años se hacía imprescindible un cambio radical que trajera aire fresco a su vida. Había por lo tanto decidido cambiar de cabo a rabo su casa, una reforma que a su finalización la hiciera prácticamente irreconocible. De entrada, iba a transformar el pasillo, que era excesivamente ancho, para a convertirlo en dos habitaciones aprovechando un trastero al fondo y el office de la cocina, que no se utilizaban para nada. El cuarto de baño sería reducido a la mínima expresión, “a la taza y poco más” afirmó con rotundidad y cara de asco “después de todo para lo que allí se hace…porquerías”. El salón, sin embargo, iba a ser ampliado con parte de la cocina, donde también sobraba casi todo, y en la que los únicos elementos que permanecerían serían, aparte lógicamente del fregadero y un frigorífico mínimo, el microondas, la cafetera y una tostadora. La lavadora, el lavavajillas y la cocina eléctrica desparecerían, “total, yo como como un pajarito y cuando quiero algo más me bajo al rastaurán y listo, que las piernas me funcionan divinamente”. Además a mis manos les vendrá bien un poco de actividad, y hasta es posible que con el movimiento su artrosis desaparezca”.
El hombre, que al parecer era su hermano, según pude constatar cuando se dirigió al camarero y le dijo “para mi hermano como bebida será suficiente con un vinito tinto de la casa”, permaneció callado todo el rato mientras su hermana se despachaba a gusto, y solo entonces intentó balbucear algo que fue de inmediato atajado por ella con un gesto que no dejaba lugar a dudas, para continuar “y ni que decir tiene que el alma de la casa, junto al dormitorio, en donde voy a instalarme una cama de 150 con dosel, será el salón. Quiero que recuerde a los que he visto en algunas películas de Visconti o como se llame ese señor italiano que tanto me gusta. Lo quiero muy recargado con cortinas gruesas de cretona o terciopelo, y todos los muebles de maderas nobles talladas con seres mitológicos. Y, desde luego, como toda iluminación, una araña enorme colgando del techo. Ya basta de tanta miseria con las porquerías indignas de IKEA. Y en las estanterías muchos libros de viejo encuadernados en cuero o repujados con los títulos en letra gótica dorada. Las paredes desde luego enteladas con motivos románticos o renacentistas. También con escenas campestres y de hípica. Y, sin duda, algunas odaliscas, no es para nada mi estilo pero tengo ese antojo. Se acabó la miseria para tu querida hermana, caballero. Nada de minimalismos: hay que volver a nuestros orígenes aristocráticos y olvidar a la plebe.
Poco después, aprovechando un lapso mínimo que la señora se permitió posiblemente para recuperar el resuello, su hermano (o lo que fuera) desapareció con un motivo supongo que habitual, pero no volvió a aparecer. La señora, sin embargo, no pareció darse por aludida y continuó su perorata dirigiéndose al camarero o a mí mismo, pudiendo en esos momentos enterarnos que en el recibidor de la entrada había decidido instalar un perchero de pared y deshacerse del viejo y horrible de cuatro patas. “Ocupa el mismo lugar y son más útiles.Y de espejos, nada de nada, que lo que menos espera una visita es que para empezar se le haga ver el estado lamentable de su cara a esas alturas de la vida. Sobre todo a su edad, imagine que todas mis amistades tienen mi edad o la del memo de mi hermano. O mayores. Sería una crueldad”.

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