A última hora
decido pasar la Nochevieja en el Norte (me gusta llamarlo así, suena a película
de aventuras). Además será una forma de rodar un poco el coche que me acabo de
comprar, que por cierto es igual que el anterior. Pero no idéntico, ojo. Me pongo
en carretera a media mañana. Habían anunciado un día frío y desapacible, pero
solo es frío porque el cielo está totalmente azul y no hace ni pizca de viento.
A los pocos kilómetros soy consciente de que no pienso en nada, algo que me
extraña, pues había supuesto que los seres humanos siempre pensamos en algo de
una forma natural, consustancial con nuestra naturaleza. Quiero decir que al
ver las cosas que van saliéndome al paso, intento pensar algo sobre ellas, pero
no puedo. A lo mejor resulta que no soy humano. Es una de las posibilidades. El
hecho es que según pasan los kilómetros tengo la sensación de ser una máquina
registradora o una cámara fotográfica: la carretera, una curva, unas casas, un
poste enorme, un molino, coches. Esas cosas. Todo cuanto veo me parece
exactamente igual a sí mismo, pero desprovisto de cualquier atributo, lo que al
cabo de un rato empieza a asustarme, pues incluso los vehículos que se cruzan
conmigo en un tramo de doble dirección me parecen exclusivamente objetos
decorativos, y en ese sentido, incapaces de causarme ningún daño en caso de
impacto. Es una sensación extraña pero cautivadora, que quisiera tener con más
frecuencia. De cualquier forma, al ser consciente de lo que acabo de decir, es
evidente que aunque mermada, aún me queda algo de esa facultad que me
posibilita darme cuenta de la situación. Yo, lo que percibo y lo que elucubro
somos diferentes. Sin embargo, un león que ve a un ñu y se lo come, al cabo del
rato acaban formando parte de la misma entidad. Es decir, del león. Algo que,
sin embargo, no ocurrirá en mi caso por mucho que me obstine en pensar en que
hace buen tiempo y el viaje está siendo agradable. No es una cuestión de
células En eso estriba sin duda la diferencia entre la acción y el pensamiento:
el león no pensaba en el équido, simplemente se lo comía. Al llegar cerca de
Aranda de Duero, se me hace evidente que tengo que parar llevado por una
necesidad que no se presta a disquisiciones retóricas de ningún orden, cosa que
hago al llegar a la llamada área de servicio de Milagros, donde procedo sin
dilación. Allí mismo tomo un pequeño piscolabis y me acuerdo con afecto de
Edmund Husserl, filósofo padre de le fenomenología, a quien al parecer he
dedicado la primera parte del viaje. Si no recuerdo mal, además de ser un
hombre exclusivamente apegado a la experiencia, es además considerado el abuelo
del existencialismo, algo de lo que me alegro, no porque su máximo
representante fuera, llegado el día, un tal Jean Paul Sartre, sino porque
siempre he tenido debilidad por este tipo de personas que mirando aquí parecen
también estar mirando hacia allá. Por los bizcos quiero decir. Pasado Burgos,
que entreveo a lo lejos, la temperatura sigue bajando y enseguida la nieve
bordea la carretera, que de esta manera se vuelve aún más carretera mediante un
proceso que dejo a la imaginación de quien me lea. Es fácil. A partir de ese
momento me doy cuenta que ya pienso. Quiero decir que ya pienso como siempre y,
por ejemplo, al ver Burgos me he acordado del Cid, la catedral y la morcilla,
algo impensable algunos kilómetros atrás, lo que transporta a mi espíritu
(siendo este una facultad interna de difícil definición) una alegría rayana con
la euforia, que hace que pise el acelerador hasta el límite de velocidad máxima
del vehículo. Tal hecho supongo habrá conmocionado a todos los radares de la
zona y puesto en estado de alerta a sus supuestos controladores, lo que en esos
momentos, si debo ser sincero, me tiene absolutamente sin cuidado. “Somos seres
contingentes”, me digo, y lo mismo me da partirme la cabeza en cualquier recodo
de la carretera, que ser detenido y enviado a la cárcel de inmediato por rozar
los doscientos kilómetros por hora.
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