La mañana del
día siguiente, el último del año, desayunamos en el bar de la estación del
ferrocarril de vía estrecha que todavía funciona por allí (no es de la RENFE).
Estaba cerca de su casa, y yo quise ir para preguntar si al día siguiente se
podía ir temprano, porque tenía la seguridad que todos los demás
establecimientos estarían cerrados al menos hasta el mediodía. Nos dijeron que
sí y nos sentimos aliviados, porque como es de conocimiento general, el día de
Año Nuevo por la mañana suele ser lo más parecido al día siguiente de la
explosión de una bomba de neutrones. Todo en su sitio pero ni un alma (*). A
continuación, como habíamos pensado durante la cena, nos trasladamos a
Santillana del Mar, el pueblo de las famosas cuevas de Altamira, donde
pretendíamos dar un paseo para matar el tiempo hasta el mediodía, cuando pensábamos
tomar un piscolabis para que la noche en el chino nos cogiera con ganas. Al
pasar por delante de las cuevas, a la izquierda de la carretera, Vladimir
comentó que menudo frío, a lo que contesté que efectivamente era sorprendente
en un lugar habitualmente más templado y húmedo como era aquel, a lo que él a
su vez me dijo que no se refería a ese momento, sino al que debieron sufrir los
pitecantropus (o como quiera que se llamaran los individuos, matizó) que habían
pintado los bisontes. Le dije que seguramente, sobre todo teniendo en cuenta
que en aquella época no había calefacción central ni nada que se le pareciera,
a lo que él contestó amagando una sonrisa, como si tuviera alguna dificultad
para coger el chiste, o como si este, en cualquier caso, no hubiera estado al
nivel que se podía esperar de alguien supuestamente gracioso. Es decir de mí
mismo. Ya en el pueblo, bajamos por la calle empedrada hasta la colegiata con
la remota esperanza de visitarla, rememorando un tiempo de nuestras vidas en
que lo hicimos, que si no se remontaba al paleolítico, no le faltaba demasiado.
El pueblo estaba también vacío, y solo nos cruzamos con algunos despistados
como nosotros, y como nosotros, un tanto perdidos. A pesar de ello, encontramos
una tienda de recuerdos y repostería de la zona, donde tuve un acceso de
melancolía regional y me compré un paquete grande de sobaos. Increíblemente la
colegiata estaba abierta y pudimos visitar el claustro y la iglesia, lo que nos
retrotrajo a nuestra adolescencia en la que yo tenía un vago recuerdo de
haberlo visitado. Sorprendentemente Vladimir, que se confiesa agnóstico, se
arrodilló en uno de los bancos, y estuvo sus buenos cinco minutos rezando. Rezando
o lo que fuera. Al salir me dijo que no siendo creyente, cuando visitaba alguno
de estos sitios, sentía un impulso incomprensible por recogerse y hacer un
amago de oración, aunque si quería que me dijese la verdad, no sabía a quien se
dirigía. Pero lo necesitaba. Yo le dije, llevado por un rapto de raciocinio muy
típico de los ateos furibundos y científicos, como es mi caso, que se dirigía a
sí mismo en cualquiera de las circunvoluciones cerebrales de la corteza prefrontal
de su propio cerebro. O como mucho a su sistema límbico, en el que la amígdala
se ocupa de los temas relacionados con las funciones afectivas y similares. Me
miró con la típica expresión del hombre de la calle que acaba de percibir en
sus proximidades a un desequilibrado, y apretó el paso, sin duda para
establecer entre ambos una distancia de seguridad. Estuvimos un buen rato
callejeando, y recordando los tiempos en que toda nuestra familia vivía tan
cerca de allí. Hablamos del marqués de Sautuola, el descubridor de las cuevas y
de su encantadora nieta, que fue la que le advirtió de la presencia de unos
bichos en el techo. También lo hicimos del marqués de Santillana, y del
empedrado de la calzada, que en Bélgica llaman pavés, y en donde los ciclistas
españoles nunca han tenido nada que hacer. Finalmente nos enzarzamos en una
discusión absurda sobre la antigüedad de las cuevas de Altamira y las de Lascaux
en Francia, otro lugar cuya aparición tiempo después de las nacionales, había
sido sentida por el nacionalismo español como un atentado indebido al orgullo
patrio. Wikipedia en el móvil nos dio los datos precisos, y se hizo la paz
después de un breve forcejeo sobre su validez.
Como todavía nos
quedaba un buen rato para la hora de la comida, decidimos en última instancia
dar una vuelta por la playa de los Locos en Suances, a pocos kilómetros de
allí. Cuando llegamos nos quedamos en el mirador, desde donde pudimos observar
a bastantes surfistas tratando de hacer algo parecido al deporte que dicen
practicar, pero que ese día a falta de viento y de olas, se quedó en una
especie de pantomima al ralentí, de pie sobre sus tablas y remando
desganadamente, a la espera de un tsunami, que era evidente que no iba a
llegar. Vladimir, les observaba con mucha atención, hasta que de repente,
soltando un a imprecación, exclamó que desgraciadamente no tenía encima el
bañador, porque si hubiera sido así se hubiera dado un chapuzón. Yo, para que
no se sintiera solo en esos momentos en que su metamorfosis africana pareció
acrecentarse, le dije que le hubiera acompañado porque el último día del año y
a cinco grados, no hay nada más sano que eso, aunque solo fuera como una
promesa de un tiempo nuevo en el que todo podría mejorar (incluso la
temperatura).
(*) La bomba de neutrones
es un tipo de bomba nuclear, cuya explosión provoca la muerte de todo organismo
vivo en sus inmediaciones, pero deja incólume al material circundante. Existe,
pero, que se sepa, no se ha utilizado en una guerra.
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