lunes, 12 de enero de 2015

EMPATÍAS

La familia siempre entraba en el restaurante por la puerta de mercancías, y pronto me di cuenta que el motivo era que uno de ellos era minusválido e iba en silla de ruedas. Claro que pensándolo mejor un poco después, llegué a la conclusión que solo eso no era una razón suficiente, y tuve que aceptar que lo que sucedía era que la puerta principal tenía varios escalones, y era evidente que el impedido iba a sufrir unos cuantos zarandeos para alcanzar finalmente el comedor. A ello le añadí poco después otros dos factores, que sin duda colaboraban al hecho que vengo comentando, y que en principio no consideré. El primero, que el aparcamiento estaba situado a escasos metros de la puerta trasera y facilitaba un acceso más rápido, y el segundo que, caso de que por un prurito de clase o estilo, la familia insistiera en entrar por donde es debido, tendría a continuación que sortear a todos los clientes que a esas horas se hacinaban cerca de la barra del bar. Y en mi opinión, no estaba el grupo para hacer gymkhanas. En cualquier caso, después de ponderar todos esos factores, que a mí me llevó varios días ver en su conjunto, la familia tomó la decisión antedicha, soportando probablemente el olor a berza y guisote, que sin duda se desprendería de la cocina, casi inmediata a esa puerta. Lo anterior puede parecer demasiado extenso para el tema que nos ocupa, que es la particularidad de una de las familias que compartía conmigo la comida los días festivos en  El Estribo, pero creo que da una visión de conjunto que creo que es importante para seguir adelante. El hecho es que se trataba de un grupo de gente singular, de entre cuatro y seis componentes, cuya característica principal era su estatura, verdaderamente baja, y cuando digo baja, quiero decir que ninguno llegaba al metro sesenta. Sin embargo, debo enseguida añadir que todos tenían unas proporciones perfectamente normales, y que a pesar de su edad, eran personas bien parecidas, por lo que no costaba imaginar que en su juventud hubieran tenido bastante éxito con el sexo opuesto (o con el mismo, cosa, sin embargo, poco probable en aquella época). Todos eran asimismo muy moderados en sus gestos y maneras, y se relacionaban entre ellos en una voz tan baja que apenas audible,  lo que hizo que jamás me enterara de nada de lo que hablaban. Temas, daba toda la impresión, exclusivamente privados reducidos al ámbito estrictamente familiar.  En ocasiones, incluso se diría que actuaban como una orquestra bien conjuntada, en la que cada cual tocaba el instrumento que tenía asignado, predominando los de cuerda (una especie de bisbiseo de fondo), y siempre en un tono muy piano. Al cabo de los días pude ir dándome cuenta de algunos aspectos, que dentro de la uniformidad general (vestidos con traje de chaqueta y corbata los hombres, y traje sastre las mujeres, todos en tonos grises), añadían cierto colorido al grupo. Lo primero que resaltaba es que había un individuo que llevaba la voz cantante. Se parecía enormemente al minusválido, y de inmediato supuse que era su hermano. Se sentaba siempre a su lado, manteniendo sobre él una atención minuciosa y permanente, a no ser en los escasos momentos en los que se dirigía a los demás, dando la impresión de que más que hablar, impartía órdenes. Llevaba gafas, tenía poco pelo y hablaba con suavidad pero con firmeza. Era sin duda el  líder del grupo, en el que los demás habían delegado una especie de responsabilidad compartida, y que este había asumido facilitando de esa manera la posibilidad de aquella reunión. Los cinco restantes eran el propio inválido (disminuido, incapacitado, minusválido y todos los eufemismos que se quieran), y dos hombres y dos mujeres que, en principio, supuse que eran matrimonios. Desde el primer momento tuve la impresión de que debía ser soltero, aunque nada avalase tal suposición, o en todo caso, que fuese él quien cuidara casi exclusivamente al otro, desimplicándose en buena medida del resto. Los días que solo venían cuatro, el grupo se componía del impedido, su cuidador y uno de los matrimonios mencionados, nunca dos hombres o dos mujeres solos. Se podría concluir por lo tanto que cuando venía al competo, la familia estaba compuesta por tres parejas: los dos matrimonios, y los dos hermanos, que parecían mantener entre sí una relación casi simbiótica. Lo matrimonios se mantenían siempre en un discreto segundo plano, a excepción de las mujeres, que de vez en cuando se levantaban y se acercaban al señor de la silla de ruedas y le atusaban el pelo para casi de inmediato reacomodarle sobre el pecho la servilleta, que el hermano líder le había colocado a modo de babero al poco de llegar. Durante esos momentos la situación parecía tensarse, pues ni los maridos de las señoras ni el propio inválido parecían agradecer sus desvelos, los primeros dando toda la impresión de  no comprender su dedicación, y el segundo como si de hecho su actitud le molestara. En cualquier caso, podía decirse que los matrimonios asistían a la comida en calidad de invitados o de espectadores, pues prácticamente no intervenían y se limitaban a charlar entre ellos como ya se dijo en voz muy baja, haciendo su presencia casi imperceptible. Parecían asistir a una representación el la que el papel protagonista lo tenían los hermanos enfermo y líder, aunque el primero de ello tuviera más bien un papel pasivo a expensas de la actitud del otro.
Sin embargo, pronto pude darme cuenta que las cosas no eran tan sencillas, pues fijándome con más detenimiento vi que el minusválido a veces comía utilizando él mismo los cubiertos, algo sorprendente cuando de manera habitual era el otro quien lo hacía, e incluso le pasaba la servilleta por los labios para limpiárselos. Me quedé en principio muy sorprendido, pero una vez que presté atención como es debido durante más tiempo, me di cuenta de lo que pasaba. Resultaba que el impedido podía utilizar perfectamente ambos brazos (y por lo tantos sus manos), pero por razones que se me escapaban, su cuidador parecía no querer que fuera así, sino que se dejase hacer y comiera mansamente de sus manos. Hasta tal punto era esto así, que cuando este último se daba cuenta que su hermano se había puesto a comer por sus propios medios, se enfadaba y le propinaba un palmetazo en el dorso de la mano utilizada (en cierta ocasión al hecho provocó la caída del tenedor al suelo con el consiguiente revuelo). Las cosas, sin embargo, no solían quedarse de esta manera, pues el minusválido reaccionaba con energía, y dentro de su incapacidad evidente, se agitaba en su silla y giraba su cabeza en todas direcciones mascullando unas palabras incomprensibles, queriendo posiblemente dar a entender que quería valerse por si mismo, y que dejaran de considerarle como a un inválido (lo que sin duda era, pero quizás no hasta el extremo que los demás querían hacerle asumir). El pobre hombre finalmente se rendía, y a continuación tenía que aguantar que el colectivo se levantase y le colmara con todo tipo de caricias y carantoñas, que él aguantaba con una cara de desesperación extrema. Esa es al menos la impresión que yo tenía cada vez que se repetía la misma escena. Luego, posiblemente agotado, se calmaba y se quedaba dormido antes de terminar la comida, momento en el que todos se levantaban con cierta ceremonia, y abandonaban el establecimiento por el mismo lugar por el que habían llegado.
La verdad es que esa familia me preocupaba (también es cierto que no tengo demasiadas preocupaciones de otro tipo), y según pasaba el tiempo empecé a imaginar situaciones familiares de lo más descabelladas, casi todas de tipo patológico. Mi curiosidad me llevó a preguntar algunos detalles al Encargado del establecimiento, alegando cierta inquietud para no ser considerado como un entrometido. De esta manera me enteré que, efectivamente, era una familia, pero una familia constituida exclusivamente por hermanos, nada de matrimonios. Y además solteros. El hecho no me sorprendió en exceso, pues su uniformidad general encajaba perfectamente con tal circunstancia. No solo su estatura, sino sus maneras y el hecho de tratarse unos a otros con cierta ceremonia. Algo muy típico de tiempos pasados en determinadas familias, pero bastante alejado de la intimidad y confianza entre hermanos y la gran mayoría de matrimonios en la actualidad. Resultaba, además, que el enfermo no solo era soltero sino sacerdote, lo que daba un sesgo especial a aquella especie de representación, pues era más que posible que los demás le consideraran un hombre santo o algo parecido. De esta manera llegué también a comprender ciertos ademanes que este hacía poco antes de empezar a comer, pues parecía recogerse agachando la cabeza, y haciendo finalmente un breve gesto con una mano que, en esos momentos se me hizo diáfano: era la bendición que impartía a los alimentos, y posiblemente a sus hermanos.

De todas maneras, la verdad es que en aquel grupo reinaba una atmósfera muy especial, en la que a pesar de ciertos comportamientos ya descritos con anterioridad, que podían dejar traslucir el afecto que sentían unos por otros (y sobre todo por el enfermo), había algo que se me escapaba, sobre todo su comedimiento general y un exceso de protocolo, impropio de personas que, como debía ser el caso, convivían o se relacionaban hacía muchísimos años. Llegué a pensar efectivamente que aquella familia padecía algún tipo de patología grupal, que justificaría en buena medida algunas de las cosas antedichas, como una solicitud impostada o bastante rígida, y una falta de cordialidad que se hacía evidente en la falta absoluta de humor en sus conversaciones, en las que raramente se atisbaba una sonrisa. Parecían seguir un guión perfectamente establecido por el hermano enfermero, que actuaba en todo momento como un director de orquesta, que no está dispuesto a admitir la menor improvisación ni asonancia. Parecía desplegar un autoritarismo exagerado, que me hizo pensar que quizás estaba en presencia de un sádico, que tenía a los demás sometidos bajo algún tipo de amenaza absolutamente desconocida por mí, o quizás, se trataba de un atavismo familiar, del cual él era el representante y único responsable. El hecho de que esporádicamente aprovechara la circunstancia ya aludida para impedir al enfermo que comer por sí mismo (para lo cual, por lo que vi, este estaba facultado), era muy significativo en ese sentido. Pensé que quizás quería martirizarle haciéndole ver su incapacidad, pero sobre todo para que tuviera bien claro el sometimiento a su autoridad, que es lo que sin duda quería que quedara claro. El hecho que los demás hermanos, en vez de ponerse de parte del enfermo, parecieran apoyarle, hacía evidente que ellos también se sentían sometidos a su autoridad por razones para mí inexplicables. Quien sabe si tras esa situación tan extraña se ocultaba algún tipo de misterio familiar, que nadie se atrevía a quebrantar temiendo un castigo, ante el que la mejor de las opciones era plegarse. Quien sabe también, si el minusválido ni siquiera lo era, y simplemente interpretaba el papel como el chivo expiatorio de un pecado colectivo, que solo a él le correspondía expiar. El hecho de que fuera sacerdote, añadía más verismo a esta posibilidad, pues, después de todo, con esa actitud no haría sino emular la que en su día llevó a cabo Jesús, al redimir al conjunto de los seres humanos. Qué horrible pecado estaba expiando con su invalidez, es algo que nunca ya podré saber, pues de la misma manera que la familia llegó un día inopinadamente, como se dijo al principio, de esa misma manera despareció. Nunca más volví a verlos, y mis esfuerzos para saber algo de ellos fueron del todo inútiles, pues por más que de vez en cuando le preguntara al encargado si tenía alguna noticia de ellos, este jamás me dijo nada, dándome incluso la impresión de sentirse molesto, algo que también me resultó sospecho, y que aún hoy en día me pregunto si de hecho, él tenía también algo que ver en aquella extraña historia. Quien sabe si el cura impedido estaba al corriente de un horrible pecado colectivo de sus hermanos, y estos se habían confabulado para hacerle callar, sometiéndole a una amenaza que había acabado sentándole en una silla de ruedas y prácticamente mudo.  

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