Creo que aquel
tipo era compañero mío de los años que estuve en la Marina. Lo fuera o no, a
los efectos que aquí interesan, no tiene demasiada importancia. El hecho es que
me lo encontré una tarde pasando por las Ramblas de Barcelona, y poco después
de saludarnos, estábamos cenando en un restaurante de las inmediaciones. La
decoración interior del local era bastante sorprendente, en primer lugar porque
casi no se veía absolutamente nada, y en segundo porque todas las mesas estaban
situadas sobre una especie de escalones que hacían difícil el acceso hasta
ellas y la propia circulación de los camareros, que con frecuencia tropezaban y
se caían al suelo. Las mismas mesas eran bastante originales, pues todas eran
redondas y de un tamaño standard, con independencia de que se tratara de dos o
diecisiete comensales. Eso sí, eran de geometría variable, lo que las hacía más
versátiles, y aptas para que los clientes se sintieran cómodos y no se estorbaran
unos a otros manejando los cubiertos. Por otro lado, el suelo del local no era
rígido, ni siquiera sólido, sino formado por una suerte de material bituminoso,
en el que se podía hundir los pies o el calzado a voluntad, sin que este o
aquellos, se vieran atrapados, a no ser que su propietario se lo propusiera. El
menú, pues al parecer allí siempre se trataba de varios menús a elegir, estaba
compuesto en su totalidad por un entrante de verduras surtidas en varias
preparaciones, y como segundo plato, cualquier tipo de volaille de caza de la
zona, abatida como mucho el día anterior, y por lo tanto, carne fresca. Su
preparación era exquisita, eso hay que reconocerlo, aunque no era raro
encontrar todavía alguna pluma oculta bajo las patatas al horno, que siempre la
acompañaban. Entre ambos platos, y como
divertimento, se servía una bandeja de entremeses variados, entre los que no
faltaba la mortadela, y siempre acompañados por una selección de quesos,
normalmente, francés, manchego y del Roncal (o al menos, eso nos dijeron). En
ocasiones, y siempre de forma totalmente ajena a la voluntad de los clientes,
las luces subían de intensidad durante unos minutos y lanzaban destellos sobre
ellos, que debían cerrar los ojos para no sentirse deslumbrados, adquiriendo el
lugar todo el aspecto de un bar de copas vanguardista, o demodé, según el
criterio que adoptara quien lo viese. A mitad de la comida, Ángel Luis me miró
fijamente y me dijo que (yo) le tenía preocupado, casi no me reconocía y en
todo caso me encontraba raro. Le contesté que no me extrañaba nada, pues a esas
alturas por mi parte tenía el convencimiento de no conocerle de nada, y creer
que nuestro encuentro y posterior relación era un error. “E incluso un error
garrafal”, contestó. Yo me callé dada la violencia del momento, percibiendo de
mi compañero en la penumbra del lugar, exclusivamente el brillo de sus dientes
(blanquísimos, esa es la verdad), y el brillo aún mayor de los cubiertos con
los que intentaba comer. No lo tenía fácil, desde luego, pues fuera lo que
fuera lo que intentaba llevarse a la boca, se movía por su plato esquivando ser
trinchado con una agilidad impropia de una vitualla dispuesta para ser
ingerida. Me sentía mal en esos momentos y se lo dije, a lo que me respondió
que yo lo que necesitaba era un buen vaso de vino. De un vino recio del país
que me sacara del marasmo en el que parecía vivir, y que me devolviera a mis
orígenes, cuando era un hombre como dios manda. Y sobre todo un marino de ley.
Dolido por su falta de tacto, pedí de inmediato una botella de Armagnac, y me
la bebí allí mismo casi sin respirar delante de sus narices, y directamente del
gollete, para demostrarle que para hombres los de Castilla y para marinos los
de Santoña, como era mi caso.
A continuación,
nos liamos en una conversación extrañísima, hecha exclusivamente a base de
monosílabos, que sin embargo nosotros interpretábamos en toda su extensión,
nunca inferior a tres folios por las dos caras y a doble espacio. O a un
pasquín de los de antes, nunca inferior a las seis páginas de 15x21. No pudimos
llegar a ninguna conclusión definitiva a pesar de que lo intentamos
denodadamente, seguramente por una cuestión de método, posiblemente porque yo
me empeñaba en construir las premisas y él exclusivamente las conclusiones, sin
atenernos a la lógica aristotélica. Estas o aquellas, además, solían ser falsas,
del tipo “el perro es un mamífero, el hombre también lo es, luego el hombre es
un perro”. Errores inconcebibles de ese tipo, que, en el caso que nos ocupa, le
facultó para rematar la operación, afirmando que verdaderamente “el hombre es
un perro para el hombre” u “homo homini canis”, para mayor escarnio de tan dócil
animal, lo que en ausencia de Maquiavelo o de Hobbes, (que vienen a ser o
mismo), tiene su justificación. Luego se calló durante no menos de diez
minutos, entrando en una fase que sí me hizo recordarle como el entrañable
amigo de juventud en la Armada, que lloraba amargamente al recordar a la
Invencible o Trafalgar, no pudiendo sin embargo dejar de reconocerse como un
anglófilo furibundo, lo que le sumergía en un dilema insoluble (por
definición).
Ya en los
postres, supe de inmediato que debía precipitarme con presteza hacia los
Servicios, pues tenía una urgencia de tipo intestinal que no admitía demoras.
Algo raro en mí que, todo sea dicho en honor a la verdad, suelo ir por las
mañanas como un reloj. Podía estar amaneciendo, pero no era el caso. Dejé pues
solo a mi compañero, y le pregunté al maître por el “excusado”, lo que provocó
en dicho individuo un ataque de risa, del que tuvo que ser atendido por dos
camareros para que no se le desencajara la mandíbula. Llevado sin embargo por
mi apuro, me introduje de inmediato en el lugar apropiado, abandonando a aquel
hombre a su suerte y los buenos cuidados del personal subalterno, y decidido a
proceder de inmediato. Afortunadamente pude, sin embargo, detenerme a tiempo,
al observar que allí ni existía ningún tipo de agujero. Salí de inmediato para
protestar, y contemplé asombrado que el restaurante se había convertido en una
sala de fiesta tipo music-hall, con luces parpadeantes de múltiples colores,
bajo las cuales, los que poco antes eran los comensales, bailaban un ritmo
frenético con una furia solo achacable hasta esos momentos a ciertas tribus del
África Central. Dispuesto a no ser menos, y olvidada la urgencia que me levantó
de la mesa, me tizné la cara con un poco de hollín que encontré sobre una
alacena, y les acompañé durante unos instantes en su desvarío. Poco después, un
tanto confundido, volví a sentarme con mi compañero, que, a pesar de todo,
seguía en el mismo lugar. Nada más hacerlo tuve que decirle la triste realidad
para que no se sintiera sorprendido o desubicado: “lo siento, Ángel Luis, ahora
soy negro”. Para mi sorpresa y agradecimiento, él me miró con una profunda
simpatía, y me dijo que así todo resultaba mucho mejor, pues tal hecho le
retrotraía a los campos de algodón en Luisiana. Y a la esclavitud, que siempre
había sido lo suyo, añadió al parecer muy ufano. Instantes después se levantó,
y olvidando el Armagnac, me dijo que lo del vinito seguía en pie, pero en otro
sitio. Pedimos la cuenta, pero el maître que aún soltaba alguna carcajada, nos
dijo que aquello era una invitación “a toda la gente que merecía la pena”. A
continuación, se dirigió a mí y me pidió disculpas por su comportamiento
anterior, pero que quería que supiera que él siempre reaccionaba así ante
atavismos inesperados del lenguaje, o el empleo de idiomas periclitados, como
podía ser el bable, aunque no fuera mi caso. Le felicité por su sensibilidad y
su fino humor de vanguardia. En esos momentos fui consciente de que mi
compañero de antiguas batallas navales había desaparecido, aunque todavía creía
percibir en mis oídos sus últimas palabras al abandonar la mesa: “te advierto
que aquí, de lo que verdaderamente se trata, es de la batalla de Lepanto”.
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