Mi mente se
centró a partir de esos momentos en el problema de la identidad, como ya he
señalado reiteradamente, aunque en ningún caso quería perder el hilo de nuestra
conversación, pues aunque era él quien llevaba la voz cantante, yo era consciente
de lo celoso que es de su discurso, y
del hecho de que se le preste atención, aunque trate de los temas más triviales
e inconsistentes. A pesar de todo, no pude dejar pensar que quizás nadie es
verdaderamente nadie, en el sentido, quiero decir, que realmente carecemos de
una sustancia o una esencia que nos califique de forma determinante y única. En
el momento en el que Vladimir peroraba con vehemencia sobre la vergüenza que
suponía para Cantabria la mala calidad del pescado en sus restaurantes, a pesar
de su fama de región marinera, mi mente trataba de dilucidar el tema que me traía
de cabeza, que en aquellos momentos aderecé con otros conceptos supuestamente
afines, como la mismidad y el alma colectiva junguianas, las implicaciones
problemáticas de la clonación, y si la identidad debe ser o no considerada como
un “a priori” kantiano. Un verdadero batiburrillo que me hizo casi imposible
seguir con atención el discurso de Vladimir, a pesar del peligro que tal hecho
suponía para mi integridad física. En cualquier caso, pude llegar a los postres
indemne, aunque juraría que mi interlocutor me echaba de vez en cundo unas
miradas inquisitivas que no supusieron finalmente nada reseñable. Cuando para
terminar la velada pedimos dos cafés descafeinados y dos chupitos, mi mente se
hallaba centrada en el concepto freudiano de “proyección”, diciéndome que las
características que yo le achacaba en aquellos momentos a mi hermano, podían no
tener nada que ver con él sino con fantasías e incluso deseos reprimidos míos.
Quien sabe si el hecho de verle como a un negro tenía alguna relación, por
oscura y solapada que fuera, con un deseo inconsciente por mi parte de tener un
esclavo. Afortunadamente, cuando nos despedimos y quedamos en vernos al día
siguiente por la mañana para ir a Santillana y dar un paseo cerca de los
bisontes del holoceno, tuve la clara sensación de que Vladimir en aquellos
momentos era calcado a Obama, que siendo negro no era precisamente un esclavo,
lo que alivió notablemente el complejo de culpabilidad que sentía estar
creciendo en mi interior. El día siguiente era el último del año, y siguiendo
una costumbre que entre nosotros se estaba convirtiendo en una tradición,
Vladimir y yo pensábamos cenar en un restaurante chino con cotillón.
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