jueves, 8 de enero de 2015

RADARES CINCO

Mi mente se centró a partir de esos momentos en el problema de la identidad, como ya he señalado reiteradamente, aunque en ningún caso quería perder el hilo de nuestra conversación, pues aunque era él quien llevaba la voz cantante, yo era consciente de lo celoso  que es de su discurso, y del hecho de que se le preste atención, aunque trate de los temas más triviales e inconsistentes. A pesar de todo, no pude dejar pensar que quizás nadie es verdaderamente nadie, en el sentido, quiero decir, que realmente carecemos de una sustancia o una esencia que nos califique de forma determinante y única. En el momento en el que Vladimir peroraba con vehemencia sobre la vergüenza que suponía para Cantabria la mala calidad del pescado en sus restaurantes, a pesar de su fama de región marinera, mi mente trataba de dilucidar el tema que me traía de cabeza, que en aquellos momentos aderecé con otros conceptos supuestamente afines, como la mismidad y el alma colectiva junguianas, las implicaciones problemáticas de la clonación, y si la identidad debe ser o no considerada como un “a priori” kantiano. Un verdadero batiburrillo que me hizo casi imposible seguir con atención el discurso de Vladimir, a pesar del peligro que tal hecho suponía para mi integridad física. En cualquier caso, pude llegar a los postres indemne, aunque juraría que mi interlocutor me echaba de vez en cundo unas miradas inquisitivas que no supusieron finalmente nada reseñable. Cuando para terminar la velada pedimos dos cafés descafeinados y dos chupitos, mi mente se hallaba centrada en el concepto freudiano de “proyección”, diciéndome que las características que yo le achacaba en aquellos momentos a mi hermano, podían no tener nada que ver con él sino con fantasías e incluso deseos reprimidos míos. Quien sabe si el hecho de verle como a un negro tenía alguna relación, por oscura y solapada que fuera, con un deseo inconsciente por mi parte de tener un esclavo. Afortunadamente, cuando nos despedimos y quedamos en vernos al día siguiente por la mañana para ir a Santillana y dar un paseo cerca de los bisontes del holoceno, tuve la clara sensación de que Vladimir en aquellos momentos era calcado a Obama, que siendo negro no era precisamente un esclavo, lo que alivió notablemente el complejo de culpabilidad que sentía estar creciendo en mi interior. El día siguiente era el último del año, y siguiendo una costumbre que entre nosotros se estaba convirtiendo en una tradición, Vladimir y yo pensábamos cenar en un restaurante chino con cotillón. 

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