jueves, 8 de enero de 2015

RADARES OCHO

Había quedado con Vladimir a las nueve y media en el paseo frente al restaurante chino, pero a esa hora aproximadamente me avisó por el móvil que mejor vernos ya adentro porque en la calle hacía un frío que pelaba. Estuve de acuerdo, y poco antes de las diez (yo iba con retraso) nos encontramos en el interior de “La estrella radiante de la mañana” (Suan-chin-yu, al parecer). Le encontré ya sentado en una mesa para dos (las demás eran casi en su totalidad de muchas plazas) con síntomas que en un primer juicio evalué de emoción contenida y/o entusiasmo. Al poco de sentarme frente a él, empezó a hablarme sin ton ni son, ponderando aquel instante mágico en el que un montón de indocumentados (sic) iba a celebrar el mero hecho de ser un año más viejos. Traté de tranquilizarle argumentando que de la misma manera podría decirse que celebraban el haber aguantado un año más sobre la superficie del planeta, algo que desde el punto de vista de la evolución darwiniana podía ser considerado como un triunfo. La cosa se quedó ahí y enseguida nos levantamos hacia las mesas para recoger nuestras vituallas. Había barra libre y por lo tanto cada cual podía servirse a su antojo. Vladimir tenía una querencia atávica con los langostinos, y aparte de dos o tres lonchas de jamón serrano, llenó sus platos a rebosar con tales crustáceos, de los que yo me abstuve de comentar que tenían todo el aspecto de ser de supermercado a tres euros el medio kilo. Yo me cogí tres carabineros, que una vez probados de carabineros tenían solo el color rojo oscuro, porque su textura y sabor recordaban con toda claridad a la goma de borrar que yo mordisqueaba cuando estaba en primero de bachillerato. Durante la cena, en la que nos fuimos alternando para buscar más provisiones (él siempre langostinos, y no quise ser cruel hablándole de los verdaderamente buenos, llamados “tigre”), pude comprobar que sus rasgos africanos parecían haberse consolidado definitivamente, incluso en el tono de su voz, que empezó a recordarme a unos antiguos conocidos de Guinea Ecuatorial. Por otro lado, sin embargo, sus gestos estaban virando a los del típico italiano de las películas de Sordi y Totó, pues para dirigirse a mi adelantaba sus brazos alternativamente, y juntaba los dedos de la mano que se tratara hacia arriba, moviendo la misma con una vehemencia reivindicativa, ante la que yo no tenía nada que objetar. A eso de las once y media cuando todos los clientes parecían ya prepararse para las campanadas, paso por la mesa un chino auténtico (era evidente en comparación con el resto de camareros, que podrían ser de Móstoles o San Fernado de Henares) que nos dio a cada uno un cucurucho de papel con las imprescindibles doce uvas, al tiempo que nos deseaba feliz año.
“La vida es la vida” y “Esto es lo que hay” fueron dos estribillos que Vladimir repitió incansablemente, hasta que a las doce menos cuarto se levantó y dijo que le gustaría que fuéramos a festejar el año al Parque, apenas a cien metros del restaurante. Yo, aunque no me gusta en absoluto que me digan lo que tengo que hacer, y menos que me manden, accedí y le seguí hacia el exterior, temiendo que en caso de no hacerlo le diera uno de sus conocidos ataques, y pudiera estropear la fiesta al resto de comensales, que poco a poco habían llenado el restaurante, y que en un cálculo aproximado, en mi opinión,  no bajaba de los trescientos. Ya en el parque, Vladimir pareció entrar en una especie de semi trance. Nos sentamos en uno de los bancos de madera con la luna casi en el horizonte frente a nosotros. La verdad que había algo de especial y mágico en el ambiente, estábamos absolutamente solos y podíamos escuchar a lo lejos las voces y la música del chino, donde al parecer ya se había instalado la orquesta que iba a amenizar el cotillón. Vladimir, poco antes de las doce, se calló y no volvió a abrir la boca mirando hacia un cielo increíblemente estrellado frente a nosotros. De repente abrió, sin embargo, me dijo “Aquí conocí hace tiempo a mi único amor. No pudo ser, pero yo la quería mucho”, le escuché con la devoción que aquellos instantes parecían merecer, al tiempo que quitaba las pepitas de mis uvas, para proceder a tragármelas sin inconvenientes instantes después. Luego todo sucedió muy rápido, y pudimos oír las campanadas desde el chino y a través de la radio de mi teléfono. Ambos conseguimos tragarnos las uvas sin problemas, aunque si aquí debo ser sincero, debo también precisar que yo incluso les había quitado el hollejo. Vladimir continuó en silencio un buen rato, al tiempo que el cielo se iluminó con cientos de cohetes y bengalas de colores. Parecía extasiado, como si estuviera poseído o fuera preso de un arrebato místico muy profundo. Al verle de perfil contra el cielo iluminado, me di cuenta que en aquellos momentos su mutación africana se había detenido y había recobrado sus rasgos habituales. Incluso podría afirmarse que su cara se había teñido de una lividez desconocida, sin duda resultado de aquella atmósfera tan especial. Luego pareció reaccionar y dirigiéndose hacia mí me dijo que se sentía muy feliz, y que no le importaba nada el hecho de estar volviéndose negro. Le dejé hablar y no le dije que su proceso de cambio se había detenido, y que había vuelto a ser el que yo conocía de toda la vida, norte africano, como mucho. Poco después, cuando todo parecía volver a la normalidad cotidiana de cualquier noche de invierno, se giró hacia mí, y levantando la mano hacia el cielo, me dijo que se sentía solo y que le gustaría viajar a Andrómeda. Le contesté que contaba conmigo, pero que Andrómeda estaba demasiado lejos, puntualizando que si fuera un rayo de luz tardaría dos millones de años en legar hasta ella. Fue entonces cuando se aproximó hasta mí, me cogió por los hombros y mirándome profundamente a los ojos me dijo con entusiasmo: “Precisamente, compañero: todos somos un rayo de luz”. Luego se levantó y se perdió en la oscuridad del parque.   THE END

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