Había quedado
con Vladimir a las nueve y media en el paseo frente al restaurante chino, pero
a esa hora aproximadamente me avisó por el móvil que mejor vernos ya adentro
porque en la calle hacía un frío que pelaba. Estuve de acuerdo, y poco antes de
las diez (yo iba con retraso) nos encontramos en el interior de “La estrella
radiante de la mañana” (Suan-chin-yu, al parecer). Le encontré ya sentado en
una mesa para dos (las demás eran casi en su totalidad de muchas plazas) con
síntomas que en un primer juicio evalué de emoción contenida y/o entusiasmo. Al
poco de sentarme frente a él, empezó a hablarme sin ton ni son, ponderando
aquel instante mágico en el que un montón de indocumentados (sic) iba a
celebrar el mero hecho de ser un año más viejos. Traté de tranquilizarle
argumentando que de la misma manera podría decirse que celebraban el haber
aguantado un año más sobre la superficie del planeta, algo que desde el punto
de vista de la evolución darwiniana podía ser considerado como un triunfo. La
cosa se quedó ahí y enseguida nos levantamos hacia las mesas para recoger
nuestras vituallas. Había barra libre y por lo tanto cada cual podía servirse a
su antojo. Vladimir tenía una querencia atávica con los langostinos, y aparte
de dos o tres lonchas de jamón serrano, llenó sus platos a rebosar con tales
crustáceos, de los que yo me abstuve de comentar que tenían todo el aspecto de
ser de supermercado a tres euros el medio kilo. Yo me cogí tres carabineros,
que una vez probados de carabineros tenían solo el color rojo oscuro, porque su
textura y sabor recordaban con toda claridad a la goma de borrar que yo
mordisqueaba cuando estaba en primero de bachillerato. Durante la cena, en la
que nos fuimos alternando para buscar más provisiones (él siempre langostinos,
y no quise ser cruel hablándole de los verdaderamente buenos, llamados
“tigre”), pude comprobar que sus rasgos africanos parecían haberse consolidado
definitivamente, incluso en el tono de su voz, que empezó a recordarme a unos
antiguos conocidos de Guinea Ecuatorial. Por otro lado, sin embargo, sus gestos
estaban virando a los del típico italiano de las películas de Sordi y Totó, pues
para dirigirse a mi adelantaba sus brazos alternativamente, y juntaba los dedos
de la mano que se tratara hacia arriba, moviendo la misma con una vehemencia
reivindicativa, ante la que yo no tenía nada que objetar. A eso de las once y
media cuando todos los clientes parecían ya prepararse para las campanadas,
paso por la mesa un chino auténtico (era evidente en comparación con el resto
de camareros, que podrían ser de Móstoles o San Fernado de Henares) que nos dio
a cada uno un cucurucho de papel con las imprescindibles doce uvas, al tiempo
que nos deseaba feliz año.
“La vida es la
vida” y “Esto es lo que hay” fueron dos estribillos que Vladimir repitió
incansablemente, hasta que a las doce menos cuarto se levantó y dijo que le
gustaría que fuéramos a festejar el año al Parque, apenas a cien metros del
restaurante. Yo, aunque no me gusta en absoluto que me digan lo que tengo que
hacer, y menos que me manden, accedí y le seguí hacia el exterior, temiendo que
en caso de no hacerlo le diera uno de sus conocidos ataques, y pudiera
estropear la fiesta al resto de comensales, que poco a poco habían llenado el
restaurante, y que en un cálculo aproximado, en mi opinión, no bajaba de los trescientos. Ya en el parque,
Vladimir pareció entrar en una especie de semi trance. Nos sentamos en uno de
los bancos de madera con la luna casi en el horizonte frente a nosotros. La
verdad que había algo de especial y mágico en el ambiente, estábamos
absolutamente solos y podíamos escuchar a lo lejos las voces y la música del
chino, donde al parecer ya se había instalado la orquesta que iba a amenizar el
cotillón. Vladimir, poco antes de las doce, se calló y no volvió a abrir la
boca mirando hacia un cielo increíblemente estrellado frente a nosotros. De
repente abrió, sin embargo, me dijo “Aquí conocí hace tiempo a mi único amor.
No pudo ser, pero yo la quería mucho”, le escuché con la devoción que aquellos
instantes parecían merecer, al tiempo que quitaba las pepitas de mis uvas, para
proceder a tragármelas sin inconvenientes instantes después. Luego todo sucedió
muy rápido, y pudimos oír las campanadas desde el chino y a través de la radio
de mi teléfono. Ambos conseguimos tragarnos las uvas sin problemas, aunque si
aquí debo ser sincero, debo también precisar que yo incluso les había quitado
el hollejo. Vladimir continuó en silencio un buen rato, al tiempo que el cielo
se iluminó con cientos de cohetes y bengalas de colores. Parecía extasiado,
como si estuviera poseído o fuera preso de un arrebato místico muy profundo. Al
verle de perfil contra el cielo iluminado, me di cuenta que en aquellos
momentos su mutación africana se había detenido y había recobrado sus rasgos
habituales. Incluso podría afirmarse que su cara se había teñido de una lividez
desconocida, sin duda resultado de aquella atmósfera tan especial. Luego
pareció reaccionar y dirigiéndose hacia mí me dijo que se sentía muy feliz, y
que no le importaba nada el hecho de estar volviéndose negro. Le dejé hablar y
no le dije que su proceso de cambio se había detenido, y que había vuelto a ser
el que yo conocía de toda la vida, norte africano, como mucho. Poco después,
cuando todo parecía volver a la normalidad cotidiana de cualquier noche de
invierno, se giró hacia mí, y levantando la mano hacia el cielo, me dijo que se
sentía solo y que le gustaría viajar a Andrómeda. Le contesté que contaba
conmigo, pero que Andrómeda estaba demasiado lejos, puntualizando que si fuera
un rayo de luz tardaría dos millones de años en legar hasta ella. Fue entonces
cuando se aproximó hasta mí, me cogió por los hombros y mirándome profundamente
a los ojos me dijo con entusiasmo: “Precisamente, compañero: todos somos un
rayo de luz”. Luego se levantó y se perdió en la oscuridad del parque. THE END
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