Esta sensación
alucinatoria, sin embargo, no duró demasiado tiempo, y pronto pude ponerme
manos a la obra, en la consideración de otros pormenores del recorrido. Según
descendíamos hacia la costa (el coche y yo) eche en falta la presencia de
ganado en las lomas y colinas circundantes, cada vez más frecuentes. En otra
época el asunto era diferente, posiblemente porque la democracia había traído a
estos seres la libertad de voto y muchos habían optado por quedarse en la
cuadra cuando la temperatura exterior roza los cero grados (no voy a borrar
esta vergüenza de chiste: lo asumo). La nieve sin embargo empezaba a escasear,
y la conducción, perdiendo cierto toque romántico, se hizo más amena y
divertida. El mundo se empezaba a mostrar en su enorme variedad, haciéndome
pensar en la extraordinaria imaginación del Creador capaz de inventar tal
batiburrillo de entidades diferentes (que no de entes), aunque si debo decir
toda la verdad, la proliferación del verde me decepcionaba un tanto a pesar de
comprender la importancia de la función clorofílica en las plantas y la
presencia continuada de agua en estos lugares. Madrid en aquellos momentos se
me antojó mentira, una ensoñación que me había facilitado la vida durante los
últimos cuarenta de la mía, pero me sentí de repente invadido por una ola de
escepticismo digna del obispo Berkeley, según el cual “esse est percipi”. Lo que veía se adecuaba mucho más a la teoría
de la evolución, aunque también había que echarle imaginación, y una buena
cantidad de millones de años para que aquello fuera posible. Tuve aquí un recuerdo
emocionado para el monje Mendel, sin el cual Darwin se hubiera quedado bastante
cojo, si la cojera admite niveles.
Quizás por ello sería mejor decir que se hubiera quedado en silla de ruedas,
algo más dramático pero más estético y cómodo ahora que andan con motor
auxiliar. Ya cerca de mi destino, un lugar situada en la hondonada de un feraz
valle, como decían los libros de texto del régimen anterior, cuyo nombre no
mencionaré por un antojo momentáneo, me di cuenta que de un tiempo a esta
parte, independientemente de ciertas consideraciones filosóficas de libro
divulgativo, solo era capaz de decir sandeces, como si la vida fuese una
astracanada un vodevil permanente, algo que sin embargo no se atenía en
absoluto a la realidad. La mía, I mean. Afortunadamente en la guantera del
coche llevaba un cuchillo para emergencias que podía darme la posibilidad de
abrirme las venas en cualquier instante, o como mal menor hacerme unas
incisiones en la cara y dejar que el tiempo la dotara de cierta mueca
acanallada colmada de cicatrices, que a mi parecer, es lo que me correspondía.
Con estos pensamientos no tan joviales llegué a mi destino, donde mi hermano
Vladimir me esperaba con la ilusión de compartir un fin de fiesta desprovisto
de serpentinas y alharacas. Ninguno de los dos somos gregarios, y estamos de
acuerdo en esperar unos meses a la finalización del año chino. Después de todo
Confuncio no hablaba de Dios, pero sí del Cielo, por lo que nuestro tránsito a
Oriente se hallaba desprovisto de cualquier dramatismo. TINUARÁ
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