Aunque se dice
que durante toda su vida, Jacinto fue un lector empedernido, algunos de sus
biógrafos opinan que en realidad leer siempre fue para él una tortura. Al
parecer, según estos autores, Jacinto odiaba la literatura, y lo que es más, la
letra impresa. Pero se sacrificó porque desde muy joven se dio cuenta de que
hacerlo estaba bien visto, y no dudó en fingir, aunque luego sufriera lo
indecible por decir algo que se aproxime a lo que pudo sentir. Por otro lado
hay que considerar que en cualquier caso Jacinto siempre tuvo madera de héroe.
Otros opinan que
eso no era totalmente cierto, y que Jacinto, aunque indudablemente tenía
dificultades para la comprensión íntegra del texto (o como mínimo lagunas
importantes al leerlo), se entretenía muchísimo con lo que otros consideran
aspectos tangenciales del mismo, lo que justificaría los más de diez mil
ejemplares encontrados en su domicilio tras su óbito. Le entusiasmaba recrearse
en el tipo de letra elegido, el interlineado, los márgenes, la sangría, su
tamaño, los espacios entre párrafos, las justificaciones y en general todo lo
que tuviese que ver con la ortografía. Era capaz de pasarse horas calibrando
estos y otros muchos aspectos que no hacen al caso, y de los que solo él podría
dar rendida cuenta.
Claro que
tampoco escasean quienes opinan que a Jacinto lo que verdaderamente le gustaba
era “leer entre líneas”, pues afirmaba que una cosa era lo explicitado en el
texto, y otra bien distinta su interpretación, que en general, nada tenía que
ver con lo escrito. De hecho, en su opinión, el “Don Quijote” auténtico nada
tiene que ver con La Mancha y ni siquiera con un hombre flaco y desgarbado a
caballo, según suele desprenderse de una lectura superficial del texto. En
realidad, según sus averiguaciones, se trata realmente de las infortunadas
peripecias de una mujer, ya entrada en años, para recuperar a su hijo del que fue separada vilmente apenas recién parida,
por el comendador del lugar, que sería el verdadero protagonista (el episodio
de los molinos de viento, sin embargo, afirmaba que era literal, y que fue
introducido en el texto como un puro divertimento, a modo de morcilla). Y lo
mismo cabría decir de “El mercader de Venecia”, que nada tiene que ver con la
conocida ciudad italiana ni con un comerciante judío muy avaro (aquí Jacinto se
liaba y acababa hablando de “El avaro” de Molière). De hecho, respecto a esta
última, y a toda la obra de Shakeaspeare de quien se consideraba especialista,
cabe decir que afirmaba haberlas leído en su lengua original, por mucho que de
inglés él no tuviera demasiada idea. Aunque aquí hay que darle la razón, pues
con su método de lectura tal cosa no tendría la menor importancia.
El mundo, según
Jacinto, no es aquel en el que creemos vivir con menor o mayor desenvoltura,
sino otro que cada cual debe descifrar a lo largo de toda su vida, levantando
la piel de la realidad, que finalmente solo sería una impostura. Recomendaba
que abordáramos nuestra vida cotidiana con el escepticismo, por ejemplo, con el
que un calvo entra en una peluquería. Al cabo de cierto tiempo, aunque en el
combate nos hayamos dejado muchas plumas (las metáforas eran su debilidad),
descubriremos un paisaje nuevo, en el que nos será mucho más fácil habitar.
Preguntarle a los locos por su locura, solía decir, y veréis que os responderá
que los locos sois vosotros, solo dotados para ver la superficie de las cosas,
e incapaces de apreciar las maravillas que subyacen bajo ellas, hecho que para
estos hace tiempo que ya es evidente.
Siguió Jacinto
leyendo incesantemente hasta el final de sus días, atestando su vivienda con todo tipo de libros de los que lo de
menos era su calidad. En cualquier caso, eso, según él, no era lo decisivo y ni
siquiera lo interesante. Después de todo,
los temas de los que verdaderamente tratan los autores, nada tiene que ver con
el contenido aparente de sus obras. Murió este hombre feliz a pesar de todo, y
según los presentes sus últimas palabras fueron de agradecimiento a Gutenberg,
que con su invento había sido capaz de haberle hecho la vida más llevadera,
pues, llegado el fin, de lo que tenía una clara conciencia era de su
incapacidad para haber hecho lo que hizo, si hubiera tenido que bregar con la
caligrafía de los pocos autores que por entonces sabían escribir medianamente.
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