Nada más llegar
me dirigí de inmediato al hotel, a pesar de que Vladimir había insistido en
comer juntos, pero lo cierto es que en esos momentos yo tenía un empacho
bastante respetable de filosofía de bolsillo, y no era capaz de cambiar de
pronto a los rituales lógicos del reencuentro, por lo que le puse una disculpa
absolutamente increíble que él sin embargo acostumbrado a mis salidas de pata
de banco aceptó sin rechistar. Es más que posible que tampoco tuviera muchas
ganas, teniendo en cuenta que eran cerca de las cuatro de la tarde y no era
cuestión de ponerse a merendar. La habitación estaba bien, con un amplio
ventanal sobre un paisaje mixto. Por un lado un aparcamiento enorme de un
supermercado en cuyo centro se erigía una torreta de la altura aproximada de la
Torre Eiffel con el logo de la empresa en su punta, y a mi derecha la falda de
una colina por la que se veían ascender los automóviles con una soltura
impensable en los años cincuentas, por poner una fecha. Cuestión de caballos.
Me metí de inmediato en la cama para madurar los temas que me habían tenido
ocupado durante el viaje, pero siendo incapaz de ver en ellos nuevos matices,
llamé a Recepción y dije que me avisaran a las ocho y media en punto. La alarma
de mi móvil funcionaba perfectamente pero quise que desde un principio que el
personal subalterno tomara en consideración mi llegada con temas absolutamente
prescindibles pero que les haría darse cuenta de inmediato del lugar que
ocupaban. Antes de cerrar los ojos hice una pequeña síntesis del viaje, que
resumí en: salida, frío, fenomenología, nieve, velocidad, radares,
identidad, San Pablo, fotografías,
clorofila, Berkeley, llegada. A continuación fijé un pequeño calendario para
los días que pensaba pasar allí. Se trataba de Nochevieja/Añonuevo, y lo
primero que se me ocurrió es que de eso nada, con lo cual di por terminado el
programa. Quedé con Vladimir a las nueve y cuarto en un restaurante a medio
camino entre el hotel y su casa, no porque consideráramos que era el más
adecuado, sino por el equilibrio que procurábamos mantener en nuestras
relaciones, que siendo cordiales no prescindían de cierto protocolo. El
descanso de la siesta fue profundo, hasta el punto de que cuando sonó el
timbrazo de la alarma de la recepción, tuve por un instante la duda de si ya
habría amanecido. Llegué puntual a el Bogavante y tuve que esperar a mi hermano
hasta pasadas las y nueve y media, retraso que justificó con una excusa de lo
más peregrina, pero que yo creo que supe interpretar correctamente al suponer
que la partida de cartas le había retenido más de la cuenta, algo después de
todo natural aunque yo no practicara en absoluto ese tipo de entretenimientos.
Si debo decir la verdad, le encontré bien, incluso muy bien como si en él la
edad corriera en sentido inverso a las agujas del reloj. Juraría que tenía
menos arrugas y el pelo era más abundante. En cualquier caso debo confesar que
nada más verle no fue ese el primer pensamiento que me vino a la cabeza, sino
la sensación de que se estaba volviendo negro. Y no solo que la melanina se le
hubiera disparado y de moro estuviera pasando a sub sahariano, sino que sus
rasgos empezaban a virar peligrosamente en ese sentido. Pómulos anchos, labios gruesos
y pelo cano sospechosamente ensortijado. Sabía de sus veleidades africanas
desde hacía tiempo, y de de sus intentos por adquirir un bronceado perpetuo,
pero en aquellos momentos debo asegurar que me asusté, pues si su voz resultaba
aún inconfundible, sus otras características empezaban a ser algo más que
sorprendentes. Hablamos como es natural de las banalidades que en esos momentos
ocupan a los seres humanos llamados normales, la familia, el trabajo, la
crisis, en fin lo que es natural en tales circunstancias. En cualquier caso, yo
aprovechaba cualquier instante para indagar algo más en los cambios que había
experimentado y a los que he aludido con anterioridad, a los que pronto pude
añadir ese olor especial del exceso de melanina, y unos poros de la piel muy
dilatados para pertenecer a la conocida como raza caucásica. Procuré sin
embargo mantener la calma diciéndome que si bien el cambio parecía evidente, su
identidad parecía inalterada. Se trataba de mi hermano Vladimir, el de siempre,
aunque según transcurrían los minutos pude darme cuenta que empezaba a verle
“como si se tratara de otra persona”. Empecé a sentirme mal al darme cuenta que
mi corazón latía más rápido de lo habitual, sin duda como consecuencia de mis
cavilaciones. Él hablaba sin parar (en una de sus características cuando está
de buen humor) y yo aproveché la circunstancia para volverme hacia mi interior
y enlazar de nuevo con las consideraciones filosóficas que tan entretenido me
habían tenido durante el viaje. De nuevo me vinieron a la mente los conceptos
de igualdad e identidad que me habían ocupado un buen trecho en el viaje
referidos al coche. Vladimir, que duda cabe, era él mismo, y había todavía en
él buen número de características que lo hacían inconfundible, como su forma de
reírse a carcajadas sin abrir la boca, algo difícil de imitar. Siendo esto así
era, sin embargo evidente, de que no se trataba del Vladimir de siempre, y no
porque hubiera pasado el tiempo y sus células se hubieran ido regenerando (o
desapareciendo, por cierto), sino por detalles como los mencionados más arriba
y otros difíciles de precisar relacionados con aquellos. Claro que sin duda lo
que acontecía era que más que los cambios en su fisonomía era mi forma de
percibirlos lo que hacía que siendo el mismo me pareciera “otro”
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