viernes, 2 de enero de 2015

RADARES CUATRO

Nada más llegar me dirigí de inmediato al hotel, a pesar de que Vladimir había insistido en comer juntos, pero lo cierto es que en esos momentos yo tenía un empacho bastante respetable de filosofía de bolsillo, y no era capaz de cambiar de pronto a los rituales lógicos del reencuentro, por lo que le puse una disculpa absolutamente increíble que él sin embargo acostumbrado a mis salidas de pata de banco aceptó sin rechistar. Es más que posible que tampoco tuviera muchas ganas, teniendo en cuenta que eran cerca de las cuatro de la tarde y no era cuestión de ponerse a merendar. La habitación estaba bien, con un amplio ventanal sobre un paisaje mixto. Por un lado un aparcamiento enorme de un supermercado en cuyo centro se erigía una torreta de la altura aproximada de la Torre Eiffel con el logo de la empresa en su punta, y a mi derecha la falda de una colina por la que se veían ascender los automóviles con una soltura impensable en los años cincuentas, por poner una fecha. Cuestión de caballos. Me metí de inmediato en la cama para madurar los temas que me habían tenido ocupado durante el viaje, pero siendo incapaz de ver en ellos nuevos matices, llamé a Recepción y dije que me avisaran a las ocho y media en punto. La alarma de mi móvil funcionaba perfectamente pero quise que desde un principio que el personal subalterno tomara en consideración mi llegada con temas absolutamente prescindibles pero que les haría darse cuenta de inmediato del lugar que ocupaban. Antes de cerrar los ojos hice una pequeña síntesis del viaje, que resumí en: salida, frío, fenomenología, nieve, velocidad, radares, identidad,  San Pablo, fotografías, clorofila, Berkeley, llegada. A continuación fijé un pequeño calendario para los días que pensaba pasar allí. Se trataba de Nochevieja/Añonuevo, y lo primero que se me ocurrió es que de eso nada, con lo cual di por terminado el programa. Quedé con Vladimir a las nueve y cuarto en un restaurante a medio camino entre el hotel y su casa, no porque consideráramos que era el más adecuado, sino por el equilibrio que procurábamos mantener en nuestras relaciones, que siendo cordiales no prescindían de cierto protocolo. El descanso de la siesta fue profundo, hasta el punto de que cuando sonó el timbrazo de la alarma de la recepción, tuve por un instante la duda de si ya habría amanecido. Llegué puntual a el Bogavante y tuve que esperar a mi hermano hasta pasadas las y nueve y media, retraso que justificó con una excusa de lo más peregrina, pero que yo creo que supe interpretar correctamente al suponer que la partida de cartas le había retenido más de la cuenta, algo después de todo natural aunque yo no practicara en absoluto ese tipo de entretenimientos. Si debo decir la verdad, le encontré bien, incluso muy bien como si en él la edad corriera en sentido inverso a las agujas del reloj. Juraría que tenía menos arrugas y el pelo era más abundante. En cualquier caso debo confesar que nada más verle no fue ese el primer pensamiento que me vino a la cabeza, sino la sensación de que se estaba volviendo negro. Y no solo que la melanina se le hubiera disparado y de moro estuviera pasando a sub sahariano, sino que sus rasgos empezaban a virar peligrosamente en ese sentido. Pómulos anchos, labios gruesos y pelo cano sospechosamente ensortijado. Sabía de sus veleidades africanas desde hacía tiempo, y de de sus intentos por adquirir un bronceado perpetuo, pero en aquellos momentos debo asegurar que me asusté, pues si su voz resultaba aún inconfundible, sus otras características empezaban a ser algo más que sorprendentes. Hablamos como es natural de las banalidades que en esos momentos ocupan a los seres humanos llamados normales, la familia, el trabajo, la crisis, en fin lo que es natural en tales circunstancias. En cualquier caso, yo aprovechaba cualquier instante para indagar algo más en los cambios que había experimentado y a los que he aludido con anterioridad, a los que pronto pude añadir ese olor especial del exceso de melanina, y unos poros de la piel muy dilatados para pertenecer a la conocida como raza caucásica. Procuré sin embargo mantener la calma diciéndome que si bien el cambio parecía evidente, su identidad parecía inalterada. Se trataba de mi hermano Vladimir, el de siempre, aunque según transcurrían los minutos pude darme cuenta que empezaba a verle “como si se tratara de otra persona”. Empecé a sentirme mal al darme cuenta que mi corazón latía más rápido de lo habitual, sin duda como consecuencia de mis cavilaciones. Él hablaba sin parar (en una de sus características cuando está de buen humor) y yo aproveché la circunstancia para volverme hacia mi interior y enlazar de nuevo con las consideraciones filosóficas que tan entretenido me habían tenido durante el viaje. De nuevo me vinieron a la mente los conceptos de igualdad e identidad que me habían ocupado un buen trecho en el viaje referidos al coche. Vladimir, que duda cabe, era él mismo, y había todavía en él buen número de características que lo hacían inconfundible, como su forma de reírse a carcajadas sin abrir la boca, algo difícil de imitar. Siendo esto así era, sin embargo evidente, de que no se trataba del Vladimir de siempre, y no porque hubiera pasado el tiempo y sus células se hubieran ido regenerando (o desapareciendo, por cierto), sino por detalles como los mencionados más arriba y otros difíciles de precisar relacionados con aquellos. Claro que sin duda lo que acontecía era que más que los cambios en su fisonomía era mi forma de percibirlos lo que hacía que siendo el mismo me pareciera “otro” 

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