miércoles, 14 de enero de 2015

ESQUINAS

Poco después de amanecer me levanto, salgo de casa y me pongo a buscar. No hay que desperdiciar el tiempo. Se trata de un asunto urgente que no conviene dejar para más tarde. Ni para mañana, que diría Mariano José de Larra (para lo mismo repetir mañana…). Etcétera. Una vez en la calle, lo primero que hago es desayunar en el bar de abajo un café bien cargado y una ensaimada, que actúan en mi organismo como si me hubiera dado un buen chute de anfetaminas. Allí mismo, sin embargo, comienzo ya mis pesquisas, y más de uno debe sentir sobre sus espaldas el peso de mi mirada, puestos a aceptar una metáfora poco afortunada. Poco después, salgo al mundo, no sin antes despedirme educadamente de la concurrencia, que sin duda sentirá cierto alivio. Qué le vamos a hacer: hay misiones que no pueden pretender la complacencia de todo el mundo.
A partir de ese momento, actúo con dinamismo pero con prudencia. Sé que mi búsqueda puede resultar irritante para la mayoría de los habitantes de esta ciudad, acostumbrados a vivir de incógnito y pasar desapercibidos. Darse cuenta de que son observados minuciosamente por un tipo tan corriente como yo, debe sin duda inquietarles, pues buena parte de ellos saben que soy un hombre honrado a carta cabal, y que si no me pasan desapercibidos, mis buenas razones debo de tener para ello. Porque, finalmente he llegado a la conclusión, de que todo el mundo es culpable de algo, y si no lo es, lo siente así, que viene a ser lo mismo a falta de jurisprudencia al efecto. En cualquier caso, mi actuación suele ser discreta hasta que creo hallarme delante del “corpus delicti”, en cuyo caso, saltan en mi interior todas las alarmas, y procedo sin demasiados miramientos. La persecución del sospechoso tiene lugar, de forma general, como a continuación explico. Me coloco a una distancia prudencial, y a partir de entonces me limito a seguirle en cualesquiera de los movimientos que realice en cualquier sentido, procurando que el interfecto no se dé cuenta, aunque en su interior sienta la comezón de que algo no va como es debido. En esos, momentos su agitación le delata, y emprende recorridos un tanto aleatorios y complejos, solo al alcance de aquellos que pasamos buena parte de nuestro tiempo en el gimnasio (aunque, en mi caso concreto, sea de una forma exclusivamente virtual). En la mayoría de los casos, las esquinas suelen ser los lugares donde me ubico con más frecuencia, pues me permiten vigilar como poco en dos direcciones con toda naturalidad y, en caso de ser detectado, desaparecer de inmediato por cualquiera de sus lados.
Busco, en general, a un hombre de talla media, nunca superior al 1.80 mts, algo que en este país es de lo más natural para personas maduras, acostumbradas a una larga dieta a base de féculas, como era habitual en la época de la dictadura. Son muy sanos, que duda cabe, pero poco estimulantes para la estatura y la longitud de los telémeros, según tengo entendido. En caso de tratarse de una mujer, algo que no descarto, pero que contemplo con cierto escepticismo, me centro especialmente en las jovencitas púberes y en las señoras maduras, pero con curvas no disimuladas. Hay que mantener altas las expectativas cuando la alcoba se presenta como un lugar para nada descabellado. Cuando la búsqueda resulta infructuosa al aire libre, continúo mis pesquisas en las cafeterías y lounges de los hoteles de postín, donde los sujetos mencionados más arriba suelen ser habituales. Como norma general, me instalo en la barra del bar para pasar desapercibido, o si hay mucha gente, en cualquiera de los tresillos que la dirección del hotel suele situar estratégicamente para fines no siempre confesados. Allí suelo hacerme el despistado hojeando cualquier periódico, o fingiendo ser un hombre atareado con su tablet, a la espera posiblemente de una cita de negocios que se demora. Puedo así vigilar sin demasiados problemas a todos los clientes que entran o salen con el ajetreo habitual de esos lugares, y a los mirones, tan frecuentes también desde que por los años sesenta ciertas mujeres de buena vida establecían allí sus cuarteles de invierno, o hacían el paseíllo a la espera de subir en cualquier momento a las habitaciones (a ser posibles dobles y preferentemente, suites).
Mi búsqueda suele resultar infructuosa, a estas alturas para que me voy a engañar, pero tengo el convencimiento de que cualquier día podré exclamar por fin voilà, y mis pesquisas habrán dado resultado, y hecho que el día no hayan trascurrido en vano. Esta expectativa es la que me da ánimo, y me proporciona la energía para seguir adelante y dar sentido a mi vida, que de otra manera, más que discreta o rutinaria, podría calificarse de lamentable, e incluso sórdida. Por las tardes, después de comer en cualquier cafetín, a base de bocadillos o del plato del día, descabezo un sueño casi de inmediato en donde tenga mejor acomodo, para lo que me es suficiente una banqueta. A partir de ese momento, una vez que me despejo, todo se me hace más duro, porque ya apenas me quedan esperanzas de que ese día pueda salirme algo interesante. Cuando llegan las seis de la tarde (en invierno ya es de noche), puedo afirmar que ya he escudriñado cientos de rostros en sus pliegues más recónditos o en sus perfiles menos favorables, a la espera de un eureka que tarda demasiado en aparecer. Quizás en el futuro deba arriesgarme en lugares menos decorosos, y por lo tanto más peligrosos, para lo que, sin embargo, cuento con la experiencia de haber sido inspector de policía. Hoy jubilado, pero emérito.
Suelo llegar a casa derrengado poco antes de que la televisión transmita el telediario de las nueve, al que como norma general no hago ni caso, pero que me sirve de música de fondo, y me transmite la impresión de que hay alguien cerca. Es un autoengaño, lo sé, pero hasta ahora me ha dado resultado, e incluso en bastantes ocasiones mantengo algunas conversaciones con los presentadores. Y más aún con las presentadoras. Suele ser gente bastante atractiva, y que, al menos sentados, se hace evidente que se atienen a los criterios que mencioné más arriba. Nunca detecté entre ellos a ningún sospechoso. Me duermo pronto después de una cena frugal, consistente la mayoría de las veces en algo de verduras, un par de huevos duros (o al plato, o tortilla francesa los día que estoy con mejor ánimo) y una manzana de postre. A las diez y media ya estoy en la cama. Suelo subir el embozo de la sábana hasta mi cara y me la tapo con ella, dejando solo mis ojos libres. Me conozco el techo de mi habitación al milímetro, pues todas las noches trato de encontrar en él alguna señal diferente, que me diga que ayer fue otro día. Luego suelo dormirme y tengo que confesar que regularmente lo hago con una placidez poco habitual en gente de mi edad, que suele despertarse varias veces por sueños inquietantes o, más frecuentemente, urgidos por necesidades prostáticas que espero que quien me lea, sepa disculpar. Antes de cerrar los ojos, siempre me digo que mañana por fin voy a mirarme al espejo y dar así por terminada mi búsqueda. Pero entonces siento subir por mi interior una congoja que no me conviene para nada ¿Qué iba a hacer a partir de ese momento?



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