Poco después de
amanecer me levanto, salgo de casa y me pongo a buscar. No hay que desperdiciar
el tiempo. Se trata de un asunto urgente que no conviene dejar para más tarde.
Ni para mañana, que diría Mariano José de Larra (para lo mismo repetir
mañana…). Etcétera. Una vez en la calle, lo primero que hago es desayunar en el
bar de abajo un café bien cargado y una ensaimada, que actúan en mi organismo
como si me hubiera dado un buen chute de anfetaminas. Allí mismo, sin embargo,
comienzo ya mis pesquisas, y más de uno debe sentir sobre sus espaldas el peso
de mi mirada, puestos a aceptar una metáfora poco afortunada. Poco después,
salgo al mundo, no sin antes despedirme educadamente de la concurrencia, que
sin duda sentirá cierto alivio. Qué le vamos a hacer: hay misiones que no
pueden pretender la complacencia de todo el mundo.
A partir de ese
momento, actúo con dinamismo pero con prudencia. Sé que mi búsqueda puede
resultar irritante para la mayoría de los habitantes de esta ciudad,
acostumbrados a vivir de incógnito y pasar desapercibidos. Darse cuenta de que
son observados minuciosamente por un tipo tan corriente como yo, debe sin duda
inquietarles, pues buena parte de ellos saben que soy un hombre honrado a carta
cabal, y que si no me pasan desapercibidos, mis buenas razones debo de tener
para ello. Porque, finalmente he llegado a la conclusión, de que todo el mundo
es culpable de algo, y si no lo es, lo siente así, que viene a ser lo mismo a falta
de jurisprudencia al efecto. En cualquier caso, mi actuación suele ser discreta
hasta que creo hallarme delante del “corpus delicti”, en cuyo caso, saltan en
mi interior todas las alarmas, y procedo sin demasiados miramientos. La
persecución del sospechoso tiene lugar, de forma general, como a continuación
explico. Me coloco a una distancia prudencial, y a partir de entonces me limito
a seguirle en cualesquiera de los movimientos que realice en cualquier sentido,
procurando que el interfecto no se dé cuenta, aunque en su interior sienta la
comezón de que algo no va como es debido. En esos, momentos su agitación le
delata, y emprende recorridos un tanto aleatorios y complejos, solo al alcance
de aquellos que pasamos buena parte de nuestro tiempo en el gimnasio (aunque,
en mi caso concreto, sea de una forma exclusivamente virtual). En la mayoría de
los casos, las esquinas suelen ser los lugares donde me ubico con más
frecuencia, pues me permiten vigilar como poco en dos direcciones con toda
naturalidad y, en caso de ser detectado, desaparecer de inmediato por
cualquiera de sus lados.
Busco, en
general, a un hombre de talla media, nunca superior al 1.80 mts, algo que en
este país es de lo más natural para personas maduras, acostumbradas a una larga
dieta a base de féculas, como era habitual en la época de la dictadura. Son muy
sanos, que duda cabe, pero poco estimulantes para la estatura y la longitud de
los telémeros, según tengo entendido. En caso de tratarse de una mujer, algo
que no descarto, pero que contemplo con cierto escepticismo, me centro
especialmente en las jovencitas púberes y en las señoras maduras, pero con
curvas no disimuladas. Hay que mantener altas las expectativas cuando la alcoba
se presenta como un lugar para nada descabellado. Cuando la búsqueda resulta
infructuosa al aire libre, continúo mis pesquisas en las cafeterías y lounges
de los hoteles de postín, donde los sujetos mencionados más arriba suelen ser
habituales. Como norma general, me instalo en la barra del bar para pasar
desapercibido, o si hay mucha gente, en cualquiera de los tresillos que la
dirección del hotel suele situar estratégicamente para fines no siempre
confesados. Allí suelo hacerme el despistado hojeando cualquier periódico, o
fingiendo ser un hombre atareado con su tablet, a la espera posiblemente de una
cita de negocios que se demora. Puedo así vigilar sin demasiados problemas a
todos los clientes que entran o salen con el ajetreo habitual de esos lugares,
y a los mirones, tan frecuentes también desde que por los años sesenta ciertas
mujeres de buena vida establecían allí sus cuarteles de invierno, o hacían el
paseíllo a la espera de subir en cualquier momento a las habitaciones (a ser
posibles dobles y preferentemente, suites).
Mi búsqueda
suele resultar infructuosa, a estas alturas para que me voy a engañar, pero
tengo el convencimiento de que cualquier día podré exclamar por fin voilà, y mis
pesquisas habrán dado resultado, y hecho que el día no hayan trascurrido en
vano. Esta expectativa es la que me da ánimo, y me proporciona la energía para
seguir adelante y dar sentido a mi vida, que de otra manera, más que discreta o
rutinaria, podría calificarse de lamentable, e incluso sórdida. Por las tardes,
después de comer en cualquier cafetín, a base de bocadillos o del plato del
día, descabezo un sueño casi de inmediato en donde tenga mejor acomodo, para lo
que me es suficiente una banqueta. A partir de ese momento, una vez que me
despejo, todo se me hace más duro, porque ya apenas me quedan esperanzas de que
ese día pueda salirme algo interesante. Cuando llegan las seis de la tarde (en
invierno ya es de noche), puedo afirmar que ya he escudriñado cientos de
rostros en sus pliegues más recónditos o en sus perfiles menos favorables, a la
espera de un eureka que tarda demasiado en aparecer. Quizás en el futuro deba
arriesgarme en lugares menos decorosos, y por lo tanto más peligrosos, para lo
que, sin embargo, cuento con la experiencia de haber sido inspector de policía.
Hoy jubilado, pero emérito.
Suelo llegar a
casa derrengado poco antes de que la televisión transmita el telediario de las
nueve, al que como norma general no hago ni caso, pero que me sirve de música
de fondo, y me transmite la impresión de que hay alguien cerca. Es un autoengaño,
lo sé, pero hasta ahora me ha dado resultado, e incluso en bastantes ocasiones
mantengo algunas conversaciones con los presentadores. Y más aún con las presentadoras.
Suele ser gente bastante atractiva, y que, al menos sentados, se hace evidente
que se atienen a los criterios que mencioné más arriba. Nunca detecté entre
ellos a ningún sospechoso. Me duermo pronto después de una cena frugal,
consistente la mayoría de las veces en algo de verduras, un par de huevos duros
(o al plato, o tortilla francesa los día que estoy con mejor ánimo) y una
manzana de postre. A las diez y media ya estoy en la cama. Suelo subir el
embozo de la sábana hasta mi cara y me la tapo con ella, dejando solo mis ojos
libres. Me conozco el techo de mi habitación al milímetro, pues todas las
noches trato de encontrar en él alguna señal diferente, que me diga que ayer
fue otro día. Luego suelo dormirme y tengo que confesar que regularmente lo
hago con una placidez poco habitual en gente de mi edad, que suele despertarse
varias veces por sueños inquietantes o, más frecuentemente, urgidos por
necesidades prostáticas que espero que quien me lea, sepa disculpar. Antes de
cerrar los ojos, siempre me digo que mañana por fin voy a mirarme al espejo y
dar así por terminada mi búsqueda. Pero entonces siento subir por mi interior
una congoja que no me conviene para nada ¿Qué iba a hacer a partir de ese
momento?
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