sábado, 31 de agosto de 2019

INSTITUTOS

Me he comprado un payaso. Bueno, no exactamente, pues al menos que yo sepa los payasos no están a la venta. Pero el resultado final es como si me lo hubiera comprado. Se trata de Baldomero, un señor de mediana edad, andará rondando los cincuenta, al que he contratado para que haga de payaso. Al principio no ha sido fácil porque el buen hombre no tenía ni idea de cómo desempeñar tal papel, así que antes de ponerse a la labor, durante una semana le he tenido viendo películas cómicas de la época gloriosa del cine de humor, especialmente a Charlot y Buster Keaton, que podían darle una idea de lo que yo pretendía. También le he puesto a los hermanos Marx, pero no le han gustado, sobre todo Groucho, el del bigote, que según él no tiene ni pizca de gracia y además era comunista. Para terminar y matizar un poco más el carácter carpetovetónico que yo pretendía darle al personaje, le he pasado varias grabaciones de “los Payasos de la tele” (Gaby, Fofo y Miliki), de Charlie Rivel y de los hermanos Tonetti.
El hecho es que a partir de la segunda semana en la que ya ha podido empezar a actuar, todo ha resultado perfecto y no he parado de reírme, hasta el punto que con frecuencia tenía que decirle, ordenarle más bien, que se estuviera quieto, pues a mediodía como suele ser habitual, yo también comía y no estaba dispuesto a morir de inanición. No fue fácil convencerle, pues a esas horas él insistía en hacer el pino, algo que en general me provoca auténticos espasmos de gozo, y me desternillaba con la imposibilidad de sostener el tenedor, por mencionar solo a un cubierto.
Para que se hagan una idea, les puedo decir que pasamos prácticamente todo el día juntos, con independencia de lo que yo tenga que estar haciendo, aunque quizás lo más divertido y el verdadero éxito de nuestra relación, suceda cuando salimos a pasear por la calle. Lo más normal es que ambos vayamos a pie, pero a él con frecuencia se le ocurren algunas variantes. Por ejemplo, una que a mí me parece genial, es cuando uno de los dos, nos trasladamos en silla de ruedas, como si fuéramos un impedido o algo del estilo. Es descacharrante teniendo en cuenta que él se ha convertido en un auténtico maestro de la mímica y la gesticulación. Cuando nos cruzamos, la gente nos saluda efusivamente, y no sería la primera vez que alguien, sobre todo los mayores, se
dirige a nosotros y nos confiesa que se alegra de estar todavía vivo y haber tenido la oportunidad de vernos. A él en esos momentos siempre se le ocurren respuestas originales o algún gesto de agradecimiento que hace que la cosa no se quede ahí y quieran hacerse una foto con nosotros, especialmente con él, seamos sinceros, cuando va en la silla en la que se empeñan en subirse para que el asunto resulte todavía más llamativo, aún a riesgo de batacazo.
Sin embargo, todo lo bueno se acaba, y a eso de las ocho de la tarde Baldomero tiene que irse y debo quedarme solo. Se me hace duro, para qué voy a decir otra cosa, después de pasar todo el día desternillándome a su lado. Debo sin embargo confesar que algunas noches cuando me acuesto me siento extenuado, teniendo en cuenta, además, que suele llamarme poco después por teléfono para ver cómo me encuentro y contarme un par de chistes nuevos y alguno de los chascarrillos clásicos nacionales, que más allá de provocarme una risa casi agónica están a punto de darme la puntilla. Al día siguiente, sin embargo, me encuentro fresco como una lechuga y cuando a eso de las ocho de la mañana llama al telefonillo desde la calle, siento un subidón memorable, una alegría desbordante que no se me va a pasar hasta la hora de la siesta, momento en el que Baldomero me permite media hora de descanso. Algunos conocidos no están de acuerdo, pues son de la opinión que este payaso resulta demasiado acaparador, y que los continuos ataques de risa que sufro a lo largo del día van a causarme algún trastorno cardiorrespiratorio de tanto sofoco continuado.
Pero se equivocan porque tengo en la manga algunos recursos alternativos que pueden resultar infalibles. Y es que en cualquier momento antes de llegar al paroxismo, puedo ordenarle que cambie de rol. Por ejemplo, de payaso podría pasar a profesor de instituto de los años cincuenta del siglo pasado. Solían ser personas serias y muy consecuentes, que traerían la paz a una vida, la mía, demasiado agitada y necesitada con urgencia de un receso. Y no descarto decirle que se olvide de lo anterior, se pertreche de los acomodos necesarios, y se mantenga a mi lado como una señorita de provincias de la misma época, que tan buen resultado dieron a tantos españoles. Incluso puedo sugerirle que vaya un tanto descocada. Todo se andará y ustedes serán los primeros en enterarse. Se lo prometo. Suyo affmo: Luis María

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