Me he comprado un payaso. Bueno, no exactamente, pues al menos que yo
sepa los payasos no están a la venta. Pero el resultado final es como
si me lo hubiera comprado. Se trata de Baldomero, un señor de mediana
edad, andará rondando los cincuenta, al que he contratado para que haga
de payaso. Al principio no ha sido fácil porque el buen hombre no tenía
ni idea de cómo desempeñar tal papel, así que antes de ponerse a la
labor, durante una semana le he tenido viendo películas cómicas de la
época gloriosa del cine de humor, especialmente a Charlot y Buster
Keaton, que podían darle una idea de lo que yo pretendía. También le he
puesto a los hermanos Marx, pero no le han gustado, sobre todo Groucho,
el del bigote, que según él no tiene ni pizca de gracia y además era
comunista. Para terminar y matizar un poco más el carácter
carpetovetónico que yo pretendía darle al personaje, le he pasado varias
grabaciones de “los Payasos de la tele” (Gaby, Fofo y Miliki), de
Charlie Rivel y de los hermanos Tonetti.
El hecho es que a
partir de la segunda semana en la que ya ha podido empezar a actuar,
todo ha resultado perfecto y no he parado de reírme, hasta el punto que
con frecuencia tenía que decirle, ordenarle más bien, que se estuviera
quieto, pues a mediodía como suele ser habitual, yo también comía y no
estaba dispuesto a morir de inanición. No fue fácil convencerle, pues a
esas horas él insistía en hacer el pino, algo que en general me provoca
auténticos espasmos de gozo, y me desternillaba con la imposibilidad de
sostener el tenedor, por mencionar solo a un cubierto.
Para que se hagan una idea, les puedo decir que pasamos prácticamente
todo el día juntos, con independencia de lo que yo tenga que estar
haciendo, aunque quizás lo más divertido y el verdadero éxito de nuestra
relación, suceda cuando salimos a pasear por la calle. Lo más normal es
que ambos vayamos a pie, pero a él con frecuencia se le ocurren algunas
variantes. Por ejemplo, una que a mí me parece genial, es cuando uno de
los dos, nos trasladamos en silla de ruedas, como si fuéramos un
impedido o algo del estilo. Es descacharrante teniendo en cuenta que él
se ha convertido en un auténtico maestro de la mímica y la
gesticulación. Cuando nos cruzamos, la gente nos saluda efusivamente, y
no sería la primera vez que alguien, sobre todo los mayores, se
dirige
a nosotros y nos confiesa que se alegra de estar todavía vivo y haber
tenido la oportunidad de vernos. A él en esos momentos siempre se le
ocurren respuestas originales o algún gesto de agradecimiento que hace
que la cosa no se quede ahí y quieran hacerse una foto con nosotros,
especialmente con él, seamos sinceros, cuando va en la silla en la que
se empeñan en subirse para que el asunto resulte todavía más llamativo,
aún a riesgo de batacazo.
Sin embargo, todo lo bueno
se acaba, y a eso de las ocho de la tarde Baldomero tiene que irse y
debo quedarme solo. Se me hace duro, para qué voy a decir otra cosa,
después de pasar todo el día desternillándome a su lado. Debo sin
embargo confesar que algunas noches cuando me acuesto me siento
extenuado, teniendo en cuenta, además, que suele llamarme poco después
por teléfono para ver cómo me encuentro y contarme un par de chistes
nuevos y alguno de los chascarrillos clásicos nacionales, que más allá
de provocarme una risa casi agónica están a punto de darme la puntilla.
Al día siguiente, sin embargo, me encuentro fresco como una lechuga y
cuando a eso de las ocho de la mañana llama al telefonillo desde la
calle, siento un subidón memorable, una alegría desbordante que no se me
va a pasar hasta la hora de la siesta, momento en el que Baldomero me
permite media hora de descanso. Algunos conocidos no están de acuerdo,
pues son de la opinión que este payaso resulta demasiado acaparador, y
que los continuos ataques de risa que sufro a lo largo del día van a
causarme algún trastorno cardiorrespiratorio de tanto sofoco
continuado.
Pero se equivocan porque tengo en la manga
algunos recursos alternativos que pueden resultar infalibles. Y es que
en cualquier momento antes de llegar al paroxismo, puedo ordenarle que
cambie de rol. Por ejemplo, de payaso podría pasar a profesor de
instituto de los años cincuenta del siglo pasado. Solían ser personas
serias y muy consecuentes, que traerían la paz a una vida, la mía,
demasiado agitada y necesitada con urgencia de un receso. Y no descarto
decirle que se olvide de lo anterior, se pertreche de los acomodos
necesarios, y se mantenga a mi lado como una señorita de provincias de
la misma época, que tan buen resultado dieron a tantos españoles.
Incluso puedo sugerirle que vaya un tanto descocada. Todo se andará y
ustedes serán los primeros en enterarse. Se lo prometo. Suyo affmo: Luis
María
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