lunes, 26 de agosto de 2019

ESFERAS

Ernesto se despertó y lo primero de lo que se dio cuenta fue que le dolía la cabeza. De hecho, de que le dolía mucho la cabeza. No era algo frecuente, pero lo cierto es que en las ocasiones en las que bebía más de la cuenta ya le había pasado. Incluso, con los años, que le pasara era bastante habitual. Esta vez, sin embargo, lo especial, lo verdaderamente nuevo, era que no le dolía exactamente la cabeza, sino el lugar donde solía tenerla, que como se puede comprender fácilmente, no es lo mismo. Es decir, su verdadera sensación, siendo más precisos, fue que no tenía cabeza, sino un sitio ahí arriba donde se suponía que antes estaba la cabeza. Se asustó bastante pero no hizo nada. Pudo haber alargado la mano y tocarla para comprobarlo, pero no lo hizo: tuvo miedo de no encontrarla, y que en el lugar donde se suponía que debía estar (y no está de más recordar que le dolía mucho) no hubiera nada. Que allí solo existiese un revoltijo de ideas y sensaciones. Un sitio que puede doler, pero que en realidad no existe.
Por otro lado, casi simultáneamente, se dio cuenta de que tenía la boca muy pastosa, algo bastante habitual cuando la noche anterior uno se ha pasado con el alcohol, pero en esta ocasión, lo diferente era que su boca se había convertido también en otra cosa. Su boca no era exactamente su boca, y por más que con su lengua intentara sentir el paladar, no podía. Su forma cóncava por la que podía deslizarla habitualmente, no era precisamente cóncava sino que daba la sensación de haberse convertido en algo esférico. Esta sensación tan rara se sumó de inmediato a su extrañeza por el hecho descrito en el párrafo anterior. Por lo tanto, si ni su cabeza era verdaderamente su cabeza ni su boca era verdaderamente su boca, ¿quién era él, entonces? A lo mejor en el transcurso de aquellas horas desde que se acostó, él, Ernesto, la persona bajo cuya apariencia se presentaba ante los demás (¡y ante sí mismo, ojo!) ya no existía. Era otra cosa que no podía precisar: un cúmulo de sensaciones desagradables que empezaban a angustiarle profundamente.
Intentó calmarse cerrando los ojos (los había abierto un instante poco antes), diciéndose que solo se trataba de un mal sueño, de una pesadilla que se desvanecería en cuanto se despertara definitivamente. Pero sus ojos no respondieron a sus deseos, y fue consciente de que en realidad tampoco eran exactamente sus ojos. Al menos, no los de siempre, pues solo podía percibir una tenue luz blanca, aunque ni siquiera blanca.

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