Benjamín se puso malo de la noche a la mañana. Hasta ese momento su
salud había sido magnífica, hasta el punto que muchos de sus vecinos no
podían evitar decirle cuando le veían “Qué buen aspecto tiene, Benjamín”
o “Benjamín, cada día le encuentro mejor. Ese color. Esa vitalidad”, y
cosas parecidas. Y que conste que Benjamín era una persona especial y
sobre todo muy reservada, que en principio no parecía prestarse a tales
familiaridades. Pero un día cualquiera, inesperadamente, nuestro hombre
cambió radicalmente, una transformación súbita que alertó incluso a los
menos documentados: mucho más delgado y con la tez amarillenta, lo que
enseguida hizo pensar en un problema de hígado. Pero de hígado, nada de
nada, pues después de los análisis pertinentes, el médico le dijo que
tenía el hígado estupendamente. “Tiene usted el hígado más fresco que
una lechuga” fueron exactamente sus palabras, algo a considerar teniendo
en cuenta que el doctor era además vegetariano y sabía de lo que
hablaba. Así que la investigación debió orientarse en otro sentido, pero
fue inútil. De acuerdo con todo tipo de análisis, resonancias
magnéticas, escáneres, tacs etc, Benjamín estaba completamente sano, a
pesar de su aspecto de agonizante.
En plan
confidencial, el médico ha informado a su familia-a la de Benjamín,
claro está- que no le sorprendería que se maltratara a sí mismo. No que
sufriera ataques autolíticos y se infringiera quemaduras, cortes o
cualquier tipo de barbaridad por el estilo, tan frecuentes en estos
enfermos, sino algún otro trastorno de difícil casuística, en su opinión
casi imposible de averiguar. Se trataba sobre todo de su firme voluntad
de “estar mal”, una especie de venganza frente por razones para él
absolutamente desconocidas. Algo así como si con su aspecto tratara de
agredir al mundo causante de su infelicidad: “no estoy de acuerdo con
vosotros, así que ahora veis el estado de postración en que me encuentro
y os jodéis”. Unos ataques de auténtica mala hostia, en resumidas
cuentas, de los que, al menos en apariencia él era su primera víctima.
El vecindario incomprensiblemente pareció aceptar su culpabilidad y para
quitársela de encima está empezando a urdir un posible “ajuste de
cuentas”, que haga inútil los esfuerzos del interfecto para
maltratarles. La opinión mayoritaria es que para llevarlo a cabo lo
mejor sería utilizar un arma blanca, a pesar de lo aparatoso del
resultado, al dejar muchos restos y la necesidad imperiosa de un equipo
de pintores en el lugar de autos.
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