Ulpiano come huevos todos los días de la semana en cualquiera de sus
formas: fritos, duros, al plato o escalfados. E incluso en arroz a la
cubana. Pero lo llamativo es que cada vez que lo hace, después de
haberlos comido cuando el camarero le retira el plato, él
indefectiblemente le dice muy serio: “hay que felicitar a la gallina”. Y
si no lo dice, malo. Quiere decir que el ave no se ha esmerado, y el
producto de sus desvelos no estaba a la altura que era de esperar. Y eso
sucede una de cada veinte veces, por decir un porcentaje aproximado. El
camarero, que es a la vez uno de los propietarios del establecimiento,
de vez en cuando para corresponder a tan amable cliente, le presenta
poco después a la gallina, que trae en brazos desde el corral, no
demasiado lejos de la cocina. Algunas veces, afortunadamente pocas, la
ponedora llega bastante alborotada y llena el local de plumas y
excrementos, lo que el resto de comensales no parece dispuesto a
consentir así como así. A raíz de una de las últimas ocasiones, el
camarero ha aconsejado al comedor de huevos que cambie de menú,
ofreciéndole como sustitución ragout de ternera, especialidad de la
casa, y dorada al horno. Ulpiano lamenta en su fuero interno el cambio,
porque si el ragout está bueno va a ser imposible, que el camarero le
presente al animal de procedencia, aunque no descarta una pecera en plan
simbólico. Dicen que las gallinas desde entonces van a sentirse muy
ofendidas y es posible que hagan una huelga de huevos, valga la
cacofonía, algo después de todo no tan importante, pues a partir de ese
momento podrán aumentar las pepitorias y los caldos de ave, muy ricos
como todo el mundo sabe con un chorrito de jerez.
TOLERANCIAS
Efrén
empezó a tomar valium a los ocho añitos, de resultas de unos ataques
muy feos que el médico especialista no supo tratar de otra manera. El
niño se ponía insoportable y no atendía a razonamientos de ningún tipo.
Desde “Mira Efrensito, te tienes que portar bien porque de no ser así
Jesusito se va a poner muy triste” a otros más enérgicos como “Mirá
Efrén, dejáte de boludeces si no quieres recibir un par de buenas
hostias”, que le decía su padre, madrileño recriado en la Pampa. Pero
todo inútil, al niño pronto hubo que subirle la dosis y a los quince
años ya se trajinaba una cajita con cincuenta comprimidos por semana. Él
llegó un momento que llevado por su entusiasmo adictivo exclamaba tras
cada toma “¡Y además están muy ricos!”, refiriéndose, como es natural, a
lo único que le tranquilizaba. Es lo que ha sido calificado desde
entonces por los profesionales de la salud como “Una terapia como es
debido, tolerancias aparte”.
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