En un claro del bosque se celebra una fiesta. Hay
mucha gente, música y banderas, pero yo que acabo de llegar no sé
verdaderamente qué es lo que se celebra. En cualquier caso, no me importa
demasiado y enseguida me uno a un grupo que baila. Se trata de una especie de
conga en el que los participantes marchan unos tras otros cogidos de la cintura
al estilo tradicional en este tipo de bailes, si se le puede llamar así. Lo que
resulta diferente es que cada cierto tiempo, la cola de danzantes se suelta y
durante varios minutos se baila en corro una danza que de alguna manera
recuerda a la sardana. Empiezo a sentirme fatigado y digo a mi acompañante en
esos momentos que estoy harto de la represión reinante y de las instituciones
del estado. La verdad es que no sé a que obedece mi arrebato pues aquel no
parece el momento ni el lugar oportuno, pero por unos instantes tengo que
contenerme y no soltar allí mismo un mítín contra la autoridad establecida. E
incluso contra la autoridad en líneas generales. Cuando quiero darme cuenta
resulta que le he soltado el espiche a un señor mayor y muy serio que es nada
más y nada menos que el almirante Cervera. El hombre me mira con gesto ceñudo y
me acaba diciendo que no debí tener una infancia demasiado feliz. Pasados unos
instantes en los que trato de buscar alguna justificación a mi discurso, el
almirante se pone la gorra con palmas de su categoría (de donde la sacó es un
misterio) y puntualiza “debe usted seguir buscando a su papá y su mamá. Es lo
que necesita”. Luego, cuando se reanuda la conga el hombre se evapora y no
vuelvo a verle, lo que me deja bastante frustrado pues en esos momentos
recuerdo a un filósofo alemán llamado Kant, muy interesado por en el tema. El
de la autoridad, quiero decir. Después de todo, era lógico que el huidizo
almirante fuera un entusiasta del concepto, pues lo primero que sucedería en
caso contrario es que perdería sus galones, lo que a buen seguro no le haría
ninguna gracia. No es lo mismo mandar una Flota que no mandar absolutamente en
nada y ser solo un grumete perdido en el sotobosque.
En
cualquier caso en aquel momento la conga parece haberse constituido como el
autentico leit motif de la reunión, pues poco a poco se fue agrupando
más gente a la cola, que en un momento dado llega hasta el lindero del bosque e
incluso comienza a extenderse por las praderas adyacentes. Bien es cierto que
según transcurre el tiempo, el popular baile se va convirtiendo en una especie
de charanga desenfrenada sin pies ni cabeza. Cada tanto, la cola se disgrega en
varias agrupaciones que con independencia total bailan otro tipo de bailes,
como ya se apuntó más arriba, pues si en un principio se trataba exclusivamente
de la sardana, poco a poco otros toman la alternativa. Desde jotas y zortzikos
a muñeiras y conjuntos flamencos, sin faltar esporádicamente algunos vocalistas
cantando baladas de la tierra y folclore celta. Afortunadamente cuando la
fiesta esta a punto de convertirse en un frenesí inmanejable, al que colabora
el lanzamiento de cohetes y suelta de globos multicolores, sale a la palestra
un señor mayor trajeado que con la ayuda de un micrófono se dirige a la
concurrencia. Se trata del insigne escritor D. Mario Vargas Llosa, que en
principio llama la atención de los presentes golpeando con los nudillos sobre
el micrófono, para a continuación rogarles cierta contención, porque si bien esta la
alegría en fecha tan señalada, no estaría demás mantenerse dentro de los
límites de lo políticamente correcto (quisiera decir tal expresión lo
que quisiera en aquella situación, aunque quizás haya que tener en cuenta que
el señor Vargas había sido candidato a la presidencia de su país). Se escuchan
algunos aplausos pero los pitidos y abucheos son con mucho más abundantes. Hay
que tener en cuenta que la masa cuando pierde los papeles no acepta así como a
sí las reconvenciones.
En
cualquier caso, el escritor peruano, tras un breve pero evidente carraspeo,
insiste durante un buen rato en las excelencias del folklore andino, para a
continuación alabar la belleza sin parangón de Machu Pichu y la del
Inti-Illimani. Para finalizar, o eso parece, confiesa entre sollozos lo
afortunado que ha sido al conocer en plena senectud a su actual mujer, y
agradece una vez más a la Academia sueca el haberle concedido el premio Nóbel de
literatura años atrás, cuando él solo se considera un escritor mediocre. Inopinadamente,
ya a punto de retirarse, retoma la palabra para lamentar el retraso socio
económico de los países americanos de habla hispana, debido de alguna forma
la doctrina Monroe del amigo yankee, pero primordialmente a la
herencia recibida de la madre patria en la época de los conquistadores, en la
que se abusó de la ingesta masiva de feculantes, y en especial de garbanzos,
así como de su tendencia a la buena vida y los bailes regionales. Casi de
inmediato, ante el estupor de los presentes, abre un nuevo espacio de reflexión,
sobre la ineficacia de los grandes organismos internacionales, entre ellos la
ONU, la UNESCO, la FAO y la OIT, momento
en que el micrófono le es arrebatado por un tipo alto, escuálido y aspecto de
cirrótico, parecido a Fred Astaire, que después de espetarle a la cara “se
acabó lo que se daba”, se marca unos pasos de claqué sobre la tarima.
En
aquellos momentos la muchedumbre, convertida ya en un gentío inabarcable
desborda ampliamente las lindes del bosque e invade las praderas y colinas aledañas,
momento en el que decido que ya tengo suficiente y me voy, lamentando la
ausencia del almirante Cervera y la aplicación de facto del concepto de
autoridad para contener aquella locura, ante la que pierde todo sentido el
concepto de imperativo categórico del mencionado Kant.
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