No resulta sencillo huir cuando, después de todo,
uno se pasa la vida huyendo y tal hecho llega a constituir la esencia de
nuestras vidas. Al menos desde que uno tiene uso de razón y se da cuenta que
esto se acabará algún día. Por eso los padres con muy buen criterio tardan
mucho en llevar a su progenie delante de un fiambre. Es absurdo poner a una
criatura delante de su destino tan temprano, ya irá percibiendo paulatinamente
la que con el tiempo se les viene encima. Esa es pues en mi opinión la primera
y principal huida desde que el mono distinguido que somos cobró conciencia de
su finitud, algo que, por otro lado, seguiremos practicando a lo largo de
nuestra existencia: no darse cuenta de lo evidente, o tenerlo tan arrinconado
que nos inquiete lo menos posible. De ahí el malestar o la banalización que
hacemos del óbito. Claro que según vamos creciendo y los caídos dejan de ser
personajes de una película de ficción en el Extremo Oriente, pongo por caso, el
asunto se complica. También aquí cabría hacer mención a las religiones como coartadas
para llenar de sentido tan infausta perspectiva, aunque ninguna pueda explicar
con cierto detalle en que consistirá esa segunda vida, más allá de “ver la faz
del Señor” (de “las bellas huríes de ojos negros” mejor no hablamos, por
infantil y supongo que machista). Resumiendo, una huida hacia delante: mejor no
saber.
Y
después de este prólogo que se ha extendido más de lo previsto, digamos para
empezar, que de lo primero que debemos estar seguros cuando nos tienta la
tentación de la huida, es saber si el problema del que queremos alejarnos, es
algo real. Y no me refiero a ciertas personas aquejadas de manía persecutoria,
que harían bien en consultar al psiquiatra o ir a la policía, sino a la gente
común que ante determinadas complicaciones imprevistas, siente la temprana
tentación de alejarse a buen paso. Podría darse el caso de que el problema
temido no sea tal, o pueda gestionarse como un problema casero, que podemos
solucionar sin demasiadas dificultades con ayuda del fontanero. Ante el acoso
de una suegra, pongo por caso, sería absolutamente inapropiado huir y
establecerse en China, alejándose de la persona que uno ama y de los propios
hijos, si existen, con el inconveniente añadido de tener que aprender el chino
mandarín y comer un arroz que nada tiene que ver con el de la paella valenciana.
Porque, como bien es sabido, toda huida supone en principio un alejamiento de
aquello que la causa. Si a tal cosa la llamamos A, debemos tener claro desde el
principio que la B, C o cualquier otra, resulta preferible.
En
cualquier caso debe también quedar claro que lo que intentamos solucionar
constituye para nosotros un verdadero problema, pues no deja de ser cierto que
llegar a tal conclusión siempre supone la adopción de criterios o puntos de
vista que no sean los acertados. Por ejemplo, si usted ganas mil euros al mes y
su problema consiste en que se siente sumamente deprimido por no tener un yate
de 80 metros de eslora como los de algunos millonarios que a veces atracan en
Puerto Banús, posiblemente que no ha llegado a establecer ninguna conexión
entre su salario y el precio de un paquebote de tal envergadura. Y espero que a
estas alturas no sea partidario de la revolución proletaria, pues entre otras
cosas los proletarios de hoy poco tienen que ver con los que se levantaron
contra el tirano allá por Octubre del año 1915.
Por lo
tanto, la huída puede ser un método aconsejable una vez que hayamos establecido
que es el mejor método para solucionar algo de una forma razonable y de acuerdo
con la lógica aristotélica, en la que, dadas las premisas, la conclusión no
suponga lo que vulgarmente es conocido como “una salida de pata de banco”. Es
decir, que exista entre ellas una relación positiva. Llegados aquí, creo que
una vez establecidas las bases para considerar que la huída es la mejor
solución, podremos empezar a considerar a donde podría llevarnos esta. Y en
este sentido, resulta evidente que aunque podamos huir de “algo concreto”, lo
que ya está menos claro es que podamos huir de nosotros mismos, ya se trate de
un problema físico o psicológico. Es evidente que nuestro cuerpo y nuestra
mente nos seguirán allá donde vayamos. Cosa distinta es que consideremos que
alejándonos nos vamos a sentir aliviados, siempre que no olvidemos que la
memoria y la culpabilidad, si tal es el caso, nos acompañarán a los Cárpatos,
el Tibet o los Mares del Sur. A menos que una vez allí, un infausto destino
haga que nos alcancen el Alzheimer o nos volvamos psicópatas.
En resumidas cuentas, la huída puede ser una
opción aceptable siempre que no nos origine dificultades mayores que las que la
motivaron, en cuyo caso podríamos aludir al famoso refrán de “fue peor el
remedio que la enfermedad”. Y siguiendo con los refranes, quizás lo más
indicado sea “coger al toro por los cuernos” y enfrentarnos a aquello que nos
atemoriza pensando que “no hay mal que cien años dure”. Para huidas de tipo más
banal, pueden recomendarse ciertos ensayos divulgativos al respecto y algunas
publicaciones de los Boy Scouts, recordando, sin embargo, que no es cierto que
los leones no sean capaces de trepar a los árboles. Si usted se topa con ellos
en la sabana y ve a aquellos como su única posibilidad de salvación, piense que
algunos son extremadamente hábiles y capaces de ascender por el tronco hasta
las ramas menos robustas, donde sin duda usted intentaría ubicarse. Con el
voraz apetito que suele caracterizar a estas fieras, harán lo imposible para
llegar hasta usted, teniendo en cuenta en esta ocasión el especial denuedo que
pondrán, considerando que en principio tal habilidad no estaba prevista para
ellos en la hoy tan respetada teoría de la evolución.
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