Soy periodista y trabajo en la redacción de un
periódico. Estoy escribiendo un artículo al que llamo “Servidumbres del
capitalismo” con relación a la crisis económica que nos agobia. Percibo que por
detrás se me acerca un tipo bien trajeado con pista de gangster, y se pone a
leerlo por encima de mis hombros. Casi de inmediato me dice que no diga
tonterías, que con el capital todo son ganancias. Le hablo de los cuatro
millones de parados y los sueldos de miseria, a lo que me replica de manera fulminante
“Soy el nuevo director. Estás despedido por hijo puta y comunista”.
Estoy con mi mujer y un tipo llamado Fernando
recostado sobre el césped de un jardín. Es una fresca mañana de verano a
primera hora, y la sensación es muy agradable. Fernando se incorpora y
mirándome directamente con cierta preocupación, me dice: “Carlos, tú dices que
estás triste, pero…”. No le doy tiempo a terminar y le contesto: “No, no, no se
trata de tristeza, sino de una alegría contenida…” Fernando me mira con cara de perplejidad y a
mi mujer le da un ataque de risa.
En un abrir y cerrar de ojos la barra de aquel bar
de copas se llena de serpientes. El camarero, sin perder la compostura, me dice
que a veces pasa, a pesar de hacer la desinsectación cada quince días. Le pido
la hoja de reclamaciones pensando que el tipo no está bien de la cabeza. Me
responde que sintiéndolo mucho no puede dármela porque “la han envenenado estos
bichos”, pero que puedo disponer de un bate de béisbol al final de la barra y
proceder como más me guste. Y para terminar, añade “No se preocupe por los
destrozos: paga la casa”.
La dije que entrase en el coche y que se sentara.
Y que se estuviera callada y no abriese la boca si no quería llevarse dos
hostias. Fui cruel pero al verla percibí de inmediato que estaba contenta. Se
había relajado como solía suceder en aquellas ocasiones. Después de todo había
conseguido lo que quería y se sentía segura conmigo. Otras veces cuando la
trataba así, gimoteaba un ratito y se quedaba enseguida muy tranquila como si
mi amenaza hubiera actuado como un narcótico. Cuando pasado un rato yo también
lograba calmarme y me disculpaba, ella a su vez me pedía perdón y me aseguraba
que yo tenía toda la razón, que era un ser despreciable que hacía la vida
imposible a todos los hombres que había conocido. Y a mí en especial. En cierto
modo me pedía que siguiera siendo el hijo puta que la maltrataba, y que en
ocasiones me provocaba para que me hartase y se me fuera la mano. Un perfecto
dúo de sadomasoquistas. A nuestra manera éramos felices.
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