viernes, 9 de junio de 2017

MANOLO



Me encuentro con Josemari poco después de desayunar en la cafetería debajo de casa.  Siempre lo hago, por cierto. Me refiero al desayuno. Soy incapaz de desayunar en casa y tomarme una de esas porquerías que tanto anuncian en televisión. Y no estoy dispuesto a pasarme al nescafé y sucedáneos. Josemari aún está sudoroso. Se trata de un anciano de 84 años que todos los días desde hace treinta cuando percibió que la vejez se le echaba encima a pasos agigantados, decidió que tenía que hacer ejercicio. La verdad es que está hecho un asco, muy arrugado y con un gesto de cansancio permanente que dice bien a las claras que el suplicio al que se somete cada día (caminar a buen paso diez kilómetros) le está sentando fatal. Su  mujer, que siempre le acompaña, es una señora mucho más joven que él y de buen ver. Al parecer tiene cáncer. Algo así como un cáncer permanente, pues desde que yo la conozco presume de su fortaleza para superarlo. Y su enfermedad cada vez se ubica en un punto de su anatomía que al parecer no tiene nada que ver con la metástasis  ni nada parecido. Hoy aquí, mañana allá, pero finalmente, incluso después de vendas, apósitos y gorritos para la calvicie, de pronto aparece como una rosa. Cosas de la biología dice ella muy ufana y añade que en su familia siempre fueron muy resistentes. Cuando el matrimonio habla entre ellos nunca parecen estar de acuerdo. Él siempre insiste en la injusticia de un mundo tan desigual. En una época en la que el hombre ya pasea por el cosmos como Perico por su casa, resulta incomprensible que en Zambia, por solo decir un sitio, los niños se mueran de hambre. Invariablemente su mujer le invita a que se meta en su Mercedes último modelo, y se vaya a comprarse cualquier fruslería de las que al viejo se le antojan con frecuencia. Y luego piensa en los negritos, añade. Es incorregible y un caradura. Ya está pensando en comprarse el último modelo de Jaguar. Les suelo dejar con la palabra en la boca, cosa que ellos aceptan de buen grado, pues al principio nuestras conversaciones acababan como el rosario de la aurora, y había que soltar alguna impertinencia para darla por finiquitada.
       Con frecuencia me encuentro también con Antonio, antiguo golfista profesional de segunda fila que de inmediato trata de apabullarme con las últimas novedades de palos que harán que el golf pasase “a ser otra cosa”, algo que nunca especifica. Enseguida hablamos de Mariluz, su mujer que le tiene harto, aunque tiene que reconocer-esto jamás se lo calla aunque no venga a cuento- que es un prodigio en la cama. Asegura que ve películas porno por internet que le dan muchas ideas. Cosas que jamás se le hubieran ocurrido a un hombre o mujer en sus cabales. Últimamente está empeñada con la lluvia dorada algo a lo que él se niega en redondo, aunque esté dispuesto a aceptar contratar a un negro bien dotado para que se acueste con ella, mientras él los mira y se masturba. “Y si quieres intervenir, pues intervienes, que nunca se sabe”, suele añadir Mariluz. Además los gay hoy están de moda y de vez en cuando te puedes dar un paseito por Chueca a ver si el asunto ha cuajado. Rosamari, por otro lado, cuenta Antonio, lleva estupendamente los estudios y sigue con Rafa, que ha estado una temporada a la sombra por eso de los alunizajes. Rosamari es su hija, un pimpollo de veinte años que se ha enamoriscado de un sinvergüenza, cuyo concepto del mundo se reduce a “afanar todo lo que se pueda del prójimo que ha tenido más suerte o ha trabajado más que uno”. Una teoría que la economía teórica no debería descartar así como así, suele añadir él de propia cosecha. El chaval empieza a caerle bien.
        Estos encuentros con esta y otra fauna del barrio son bastante frecuentes, teniendo en cuenta que por aquí abunda la gente solitaria, soltera, divorciada y las parejas conflictivas u originales, que sacan a pasear sus historias en los bares de las proximidades, cuyo número no deja de multiplicarse desde que se abrió el primero, supongo que siglos atrás. Estas charlas o como quieran llamarse a estos contactos, con frecuencia hace que me sienta afectado y decida recluirme en casa por temporadas. Después de todo, tengo la impresión, a pesar de mi edad, de ser alguien sin definir. Sí, de acuerdo, Manolo el de “hombre, Manolo” “coño Manolo” “ahí llega Manolo”, pero yo me pregunto de qué Manolo están hablando. Sí, el Manolo que se presta a charlar un rato de los que sea, que escucha con atención a todo el mundo cualquier tontería que le cuenten, pero después de todo, un tipo sin criterio, alguien que está ahí como un pasmarote, y se conforma con que cuenten con él y le consideren, aunque pocos podrían decir algo más de que vive solo y es socio del Atlético. En esas temporadas, que suelen coincidir con el la llegada del otoño y el bajón que suelo tener entonces, hacen que me recluya y durante varios días (he llegado a las dos semanas), no salga de casa, reflexionando sobre los pormenores que acabo de escribir. Algo así como una reclusión voluntaria buscando al verdadero Manolo, alguien más importante que el que me espera en el bar de abajo, que solo provocará al reaparecer un saludo unánime “coño, Manolo, pensábamos que te habías muerto” para enseguida pasar a las idioteces habituales.
          Lo cierto, sin embargo, es que durante esos días, he estado reflexionando a fondo sobre mi auténtica personalidad, hasta identidad, diría yo, después de echar mano de un montón de libros que aún tengo desparramados por casa desde que terminé Filosofía y Letras allá por los años sesenta (luego fui empleado de correos toda mi vida, eso que conste para quien busque salidas a esa carrera). Mi objetivo suele ser encontrar un criterio que sirva para tal búsqueda. Kant no me sirve porque su principio del imperativo categórico me parece muy presuntuoso y yo no quiero ser ejemplo para nadie y que mi conducta pueda servir de guía en sus vidas. Apañados estaríamos si todos fuéramos tan virtuosos como para pretender ser un ejemplo a seguir. Y Descartes y su cogito tampoco me sirven para mucho. No estoy de acuerdo con su res cogitans y res extensa, y suponer que el puro hecho de pensar es la base de toda certeza me parece un tanto pueril. También soñamos, imaginamos, deliramos y nada sólido se puede construir sobre ello. Al final siempre me rindo,  e invariablemente tengo la tentación de pegar fuego a toda esa quincallería intelectual, aunque nunca me decida porque le tengo un cariño que nada tiene que ver con la razón, como diría Pascal, que no dejaba de ser un cura como otro cualquiera, pero con más labia.
    Finalmente acabaré bajando al bar habitual sometiéndome a la tiranía de los discursos ajenos con el gesto de quien se incorpora al mundo sin tener nada nuevo que añadir, a pesar de haber manoseado buena parte de los libros de sus estanterías. Eso quedará solo para el Manolo que los demás desconocen, y al que ni siquiera yo tengo un acceso como es debido. De cualquier forma, aunque solo sea para introducir una variante en la cabeza de los demás, esta vez les voy a decir que voy a darme de baja como socio del Atlético. No será demasiado, pero tengo la certeza después de tantos años de relación, que para algunos supondrá un desequilibrio en el mundo de sus valores, entre los cuales se halla en un lugar destacado la lealtad hasta la muerte al club de sus amores. Viva el fútbol.

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