miércoles, 21 de enero de 2015

HUMANOS



Estoy ilusionado con la tarea de  ser hombre. Con la misma ilusión, supongo, que a un león le hace ser lo que es. La misma devoción. Aunque pensándolo mejor, tengo la impresión de que ese animal es un león en la medida en que, precisamente, lo es sin saberlo. Su desconocimiento le hace ser un león tanto más en cuanto que es ajeno a tal hecho. En cualquier caso, y volviendo a los seres humanos, que es lo que me atañe, no tengo claro en qué consiste. Según lo expuesto, querer saber tal cosa podría hacer que uno lo sea en menor medida. En tal caso, ser hombre consistiría en serlo sin ser consciente de ello, y no preguntarse jamás por su naturaleza, aunque debo reconocer que tal conclusión no me deja del todo satisfecho.
¿Serán quizás mis rutinas las que verdaderamente me constituyen, y hacen de mí el hombre que soy? ¿O, más apropiadamente, será mi biografía, mi historia familiar o la cultura en la que vivo inmerso, las que definan mi autentica identidad? Es posible que tales cosas lo sean en alguna medida, pero tengo la sensación de que falta algo más consustancial con mi propio ser, y que las características a las que acabo de aludir son solo algunos rasgos del mismo, pero de ninguna manera su esencia.
Finalmente, sin embargo, recordando a Descartes, creo atisbar lo que puede aproximarse a la solución de mi búsqueda. Su cogito (pienso, luego existo) le dio la respuesta a su duda sobre la propia existencia, pero no aclaró en qué consistía esta, y qué era lo que la hacía única. En mi opinión, llegados aquí, se hace evidente que lo que nos hace singulares en cuanto humanos, no es la certeza de nuestra existencia sino, precisamente, la duda sobre lo que esta significa. El hombre lo es en la medida que se interroga y trata de saber. “Dudo, luego soy humano”, sería la respuesta. El hombre es el animal que duda. Los otros no parecen hacerlo, y se atienen sin dobleces a lo que la naturaleza les ha indicado. Son y están ahí sin ninguna capacidad para replantearse la esencia de su existencia.

P.S. Soy consciente de que quienes tengan un animal de compañía y lo miren a los ojos con detenimiento, pondrán en entredicho las limitaciones que yo les atribuyo más arriba. Para su tranquilidad, y vista su empatía con los mismos, debo confesar que lo mismo me sucede a mí en algunas ocasiones cuando los fines de semana salgo al campo y percibo la melancolía en la mirada de una vaca o un noble bruto. ¿No se desprende de ella la tristeza de una duda inexpresada?

QUERIDO AMIGO



Querido amigo, después de tanto tiempo, me decido a escribirte para que tengas noticias mías de primera mano. A pesar de mis extrañas circunstancias actuales, espero que te sirva para hacerte una idea. En cuanto pueda (no es evidente), a esta seguirán otras. En todo caso, no sabes cuanto me alegraría saber algo de vos. Te mandaré mi dirección en cuanto tenga un domicilio fijo.

Vivo en el páramo, una superficie inmensa de tierra llana al sur de la Pampa, casi en la Patagonia. Me retiré a este lugar cuando me harté de hacer el boludo en Buenos Aires bailando tangos y persiguiendo a las minas. Sea como fuere, aquí la vida hasta ayer ha sido una delicia. Frío y mucha soledad, eso es cierto, pero al final uno debe elegir lo que menos le rompa las pelotas, y por más extraño que parezca, esa fue mi decisión y estoy contento. Ayer, sin embargo, tuve un incidente desagradable que hace que tenga que replantearme de nuevo mi futuro. Estaba dormido, cuando me desperté alertado por un sofoco que no es normal en esta región del mundo, y menos a las tres de la mañana. Enseguida pude comprobar que mi casa, la que yo mismo construí con mis propias manos, estaba ardiendo por los cuatro costados. No tuve tiempo de pensar qué había sucedido, porque mi propia habitación también ardía, y no siendo un espíritu puro, me dije que más valía darse prisa (lo que, por extraño que parezca, me hizo pensar por qué en algunos textos sagrados lo representan como una llama o una zarza ardiendo). En cualquier caso,  me incorporé de un salto, me puse un saco y unos pantalones que tenía a mano, y traté de salir por la ventana. El problema inmediato fue que el páramo estaba asimismo en llamas. El incendio, al parecer, era general. Quien sabe si cósmico. Dadas, pues, las circunstancias, volví a la cama ante la certeza de que los bomberos a cientos de kilómetros del lugar no serían una solución. Me tumbé con cierta parsimonia, y con una calma sorprendente me dispuse a vivir los últimos instantes de mi vida, que de esa manera parecía concluir con una tragedia inesperada, pero con un lirismo digno de las mejores composiciones de Mahler, por poner un ejemplo, al que los que los que prefieren la épica y el heroísmo, podrían sustituir por Wagner y sus valkirias. No sé lo que pasó después ni por qué estoy aquí, suponiendo que esté en alguna parte. Creo que en aquel trance evoqué vagamente una novela de Juan Rulfo muy adecuada para la ocasión. Se llama “El llano en llamas”, y me prometí releerla poco más adelante, y si la suerte me acompañaba, también revisaría “Pedro Páramo”, la triste historia de un tipo que buscaba a su padre por motivos que no vienen al caso, y que se lo encontró ya muerto.

 En la peor situación imaginable, y como último pensamiento, me acordé de los buenos momentos que llegué a disfrutar en compañía de los míos, en alguna de las parrilladas de los fines de semana, en las que el plato sobresaliente era el churrasco, lo que finalmente me hizo pasar al otro lado del espejo con algo parecido a una sonrisa.



 Un fuerte abrazo esperando verte pronto. 


                                                               Tu amigo Néstor.
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miércoles, 14 de enero de 2015

ESQUINAS

Poco después de amanecer me levanto, salgo de casa y me pongo a buscar. No hay que desperdiciar el tiempo. Se trata de un asunto urgente que no conviene dejar para más tarde. Ni para mañana, que diría Mariano José de Larra (para lo mismo repetir mañana…). Etcétera. Una vez en la calle, lo primero que hago es desayunar en el bar de abajo un café bien cargado y una ensaimada, que actúan en mi organismo como si me hubiera dado un buen chute de anfetaminas. Allí mismo, sin embargo, comienzo ya mis pesquisas, y más de uno debe sentir sobre sus espaldas el peso de mi mirada, puestos a aceptar una metáfora poco afortunada. Poco después, salgo al mundo, no sin antes despedirme educadamente de la concurrencia, que sin duda sentirá cierto alivio. Qué le vamos a hacer: hay misiones que no pueden pretender la complacencia de todo el mundo.
A partir de ese momento, actúo con dinamismo pero con prudencia. Sé que mi búsqueda puede resultar irritante para la mayoría de los habitantes de esta ciudad, acostumbrados a vivir de incógnito y pasar desapercibidos. Darse cuenta de que son observados minuciosamente por un tipo tan corriente como yo, debe sin duda inquietarles, pues buena parte de ellos saben que soy un hombre honrado a carta cabal, y que si no me pasan desapercibidos, mis buenas razones debo de tener para ello. Porque, finalmente he llegado a la conclusión, de que todo el mundo es culpable de algo, y si no lo es, lo siente así, que viene a ser lo mismo a falta de jurisprudencia al efecto. En cualquier caso, mi actuación suele ser discreta hasta que creo hallarme delante del “corpus delicti”, en cuyo caso, saltan en mi interior todas las alarmas, y procedo sin demasiados miramientos. La persecución del sospechoso tiene lugar, de forma general, como a continuación explico. Me coloco a una distancia prudencial, y a partir de entonces me limito a seguirle en cualesquiera de los movimientos que realice en cualquier sentido, procurando que el interfecto no se dé cuenta, aunque en su interior sienta la comezón de que algo no va como es debido. En esos, momentos su agitación le delata, y emprende recorridos un tanto aleatorios y complejos, solo al alcance de aquellos que pasamos buena parte de nuestro tiempo en el gimnasio (aunque, en mi caso concreto, sea de una forma exclusivamente virtual). En la mayoría de los casos, las esquinas suelen ser los lugares donde me ubico con más frecuencia, pues me permiten vigilar como poco en dos direcciones con toda naturalidad y, en caso de ser detectado, desaparecer de inmediato por cualquiera de sus lados.
Busco, en general, a un hombre de talla media, nunca superior al 1.80 mts, algo que en este país es de lo más natural para personas maduras, acostumbradas a una larga dieta a base de féculas, como era habitual en la época de la dictadura. Son muy sanos, que duda cabe, pero poco estimulantes para la estatura y la longitud de los telémeros, según tengo entendido. En caso de tratarse de una mujer, algo que no descarto, pero que contemplo con cierto escepticismo, me centro especialmente en las jovencitas púberes y en las señoras maduras, pero con curvas no disimuladas. Hay que mantener altas las expectativas cuando la alcoba se presenta como un lugar para nada descabellado. Cuando la búsqueda resulta infructuosa al aire libre, continúo mis pesquisas en las cafeterías y lounges de los hoteles de postín, donde los sujetos mencionados más arriba suelen ser habituales. Como norma general, me instalo en la barra del bar para pasar desapercibido, o si hay mucha gente, en cualquiera de los tresillos que la dirección del hotel suele situar estratégicamente para fines no siempre confesados. Allí suelo hacerme el despistado hojeando cualquier periódico, o fingiendo ser un hombre atareado con su tablet, a la espera posiblemente de una cita de negocios que se demora. Puedo así vigilar sin demasiados problemas a todos los clientes que entran o salen con el ajetreo habitual de esos lugares, y a los mirones, tan frecuentes también desde que por los años sesenta ciertas mujeres de buena vida establecían allí sus cuarteles de invierno, o hacían el paseíllo a la espera de subir en cualquier momento a las habitaciones (a ser posibles dobles y preferentemente, suites).
Mi búsqueda suele resultar infructuosa, a estas alturas para que me voy a engañar, pero tengo el convencimiento de que cualquier día podré exclamar por fin voilà, y mis pesquisas habrán dado resultado, y hecho que el día no hayan trascurrido en vano. Esta expectativa es la que me da ánimo, y me proporciona la energía para seguir adelante y dar sentido a mi vida, que de otra manera, más que discreta o rutinaria, podría calificarse de lamentable, e incluso sórdida. Por las tardes, después de comer en cualquier cafetín, a base de bocadillos o del plato del día, descabezo un sueño casi de inmediato en donde tenga mejor acomodo, para lo que me es suficiente una banqueta. A partir de ese momento, una vez que me despejo, todo se me hace más duro, porque ya apenas me quedan esperanzas de que ese día pueda salirme algo interesante. Cuando llegan las seis de la tarde (en invierno ya es de noche), puedo afirmar que ya he escudriñado cientos de rostros en sus pliegues más recónditos o en sus perfiles menos favorables, a la espera de un eureka que tarda demasiado en aparecer. Quizás en el futuro deba arriesgarme en lugares menos decorosos, y por lo tanto más peligrosos, para lo que, sin embargo, cuento con la experiencia de haber sido inspector de policía. Hoy jubilado, pero emérito.
Suelo llegar a casa derrengado poco antes de que la televisión transmita el telediario de las nueve, al que como norma general no hago ni caso, pero que me sirve de música de fondo, y me transmite la impresión de que hay alguien cerca. Es un autoengaño, lo sé, pero hasta ahora me ha dado resultado, e incluso en bastantes ocasiones mantengo algunas conversaciones con los presentadores. Y más aún con las presentadoras. Suele ser gente bastante atractiva, y que, al menos sentados, se hace evidente que se atienen a los criterios que mencioné más arriba. Nunca detecté entre ellos a ningún sospechoso. Me duermo pronto después de una cena frugal, consistente la mayoría de las veces en algo de verduras, un par de huevos duros (o al plato, o tortilla francesa los día que estoy con mejor ánimo) y una manzana de postre. A las diez y media ya estoy en la cama. Suelo subir el embozo de la sábana hasta mi cara y me la tapo con ella, dejando solo mis ojos libres. Me conozco el techo de mi habitación al milímetro, pues todas las noches trato de encontrar en él alguna señal diferente, que me diga que ayer fue otro día. Luego suelo dormirme y tengo que confesar que regularmente lo hago con una placidez poco habitual en gente de mi edad, que suele despertarse varias veces por sueños inquietantes o, más frecuentemente, urgidos por necesidades prostáticas que espero que quien me lea, sepa disculpar. Antes de cerrar los ojos, siempre me digo que mañana por fin voy a mirarme al espejo y dar así por terminada mi búsqueda. Pero entonces siento subir por mi interior una congoja que no me conviene para nada ¿Qué iba a hacer a partir de ese momento?



martes, 13 de enero de 2015

BATALLAS

Creo que aquel tipo era compañero mío de los años que estuve en la Marina. Lo fuera o no, a los efectos que aquí interesan, no tiene demasiada importancia. El hecho es que me lo encontré una tarde pasando por las Ramblas de Barcelona, y poco después de saludarnos, estábamos cenando en un restaurante de las inmediaciones. La decoración interior del local era bastante sorprendente, en primer lugar porque casi no se veía absolutamente nada, y en segundo porque todas las mesas estaban situadas sobre una especie de escalones que hacían difícil el acceso hasta ellas y la propia circulación de los camareros, que con frecuencia tropezaban y se caían al suelo. Las mismas mesas eran bastante originales, pues todas eran redondas y de un tamaño standard, con independencia de que se tratara de dos o diecisiete comensales. Eso sí, eran de geometría variable, lo que las hacía más versátiles, y aptas para que los clientes se sintieran cómodos y no se estorbaran unos a otros manejando los cubiertos. Por otro lado, el suelo del local no era rígido, ni siquiera sólido, sino formado por una suerte de material bituminoso, en el que se podía hundir los pies o el calzado a voluntad, sin que este o aquellos, se vieran atrapados, a no ser que su propietario se lo propusiera. El menú, pues al parecer allí siempre se trataba de varios menús a elegir, estaba compuesto en su totalidad por un entrante de verduras surtidas en varias preparaciones, y como segundo plato, cualquier tipo de volaille de caza de la zona, abatida como mucho el día anterior, y por lo tanto, carne fresca. Su preparación era exquisita, eso hay que reconocerlo, aunque no era raro encontrar todavía alguna pluma oculta bajo las patatas al horno, que siempre la acompañaban.  Entre ambos platos, y como divertimento, se servía una bandeja de entremeses variados, entre los que no faltaba la mortadela, y siempre acompañados por una selección de quesos, normalmente, francés, manchego y del Roncal (o al menos, eso nos dijeron). En ocasiones, y siempre de forma totalmente ajena a la voluntad de los clientes, las luces subían de intensidad durante unos minutos y lanzaban destellos sobre ellos, que debían cerrar los ojos para no sentirse deslumbrados, adquiriendo el lugar todo el aspecto de un bar de copas vanguardista, o demodé, según el criterio que adoptara quien lo viese. A mitad de la comida, Ángel Luis me miró fijamente y me dijo que (yo) le tenía preocupado, casi no me reconocía y en todo caso me encontraba raro. Le contesté que no me extrañaba nada, pues a esas alturas por mi parte tenía el convencimiento de no conocerle de nada, y creer que nuestro encuentro y posterior relación era un error. “E incluso un error garrafal”, contestó. Yo me callé dada la violencia del momento, percibiendo de mi compañero en la penumbra del lugar, exclusivamente el brillo de sus dientes (blanquísimos, esa es la verdad), y el brillo aún mayor de los cubiertos con los que intentaba comer. No lo tenía fácil, desde luego, pues fuera lo que fuera lo que intentaba llevarse a la boca, se movía por su plato esquivando ser trinchado con una agilidad impropia de una vitualla dispuesta para ser ingerida. Me sentía mal en esos momentos y se lo dije, a lo que me respondió que yo lo que necesitaba era un buen vaso de vino. De un vino recio del país que me sacara del marasmo en el que parecía vivir, y que me devolviera a mis orígenes, cuando era un hombre como dios manda. Y sobre todo un marino de ley. Dolido por su falta de tacto, pedí de inmediato una botella de Armagnac, y me la bebí allí mismo casi sin respirar delante de sus narices, y directamente del gollete, para demostrarle que para hombres los de Castilla y para marinos los de Santoña, como era mi caso.
A continuación, nos liamos en una conversación extrañísima, hecha exclusivamente a base de monosílabos, que sin embargo nosotros interpretábamos en toda su extensión, nunca inferior a tres folios por las dos caras y a doble espacio. O a un pasquín de los de antes, nunca inferior a las seis páginas de 15x21. No pudimos llegar a ninguna conclusión definitiva a pesar de que lo intentamos denodadamente, seguramente por una cuestión de método, posiblemente porque yo me empeñaba en construir las premisas y él exclusivamente las conclusiones, sin atenernos a la lógica aristotélica. Estas o aquellas, además, solían ser falsas, del tipo “el perro es un mamífero, el hombre también lo es, luego el hombre es un perro”. Errores inconcebibles de ese tipo, que, en el caso que nos ocupa, le facultó para rematar la operación, afirmando que verdaderamente “el hombre es un perro para el hombre” u “homo homini canis”, para mayor escarnio de tan dócil animal, lo que en ausencia de Maquiavelo o de Hobbes, (que vienen a ser o mismo), tiene su justificación. Luego se calló durante no menos de diez minutos, entrando en una fase que sí me hizo recordarle como el entrañable amigo de juventud en la Armada, que lloraba amargamente al recordar a la Invencible o Trafalgar, no pudiendo sin embargo dejar de reconocerse como un anglófilo furibundo, lo que le sumergía en un dilema insoluble (por definición).

Ya en los postres, supe de inmediato que debía precipitarme con presteza hacia los Servicios, pues tenía una urgencia de tipo intestinal que no admitía demoras. Algo raro en mí que, todo sea dicho en honor a la verdad, suelo ir por las mañanas como un reloj. Podía estar amaneciendo, pero no era el caso. Dejé pues solo a mi compañero, y le pregunté al maître por el “excusado”, lo que provocó en dicho individuo un ataque de risa, del que tuvo que ser atendido por dos camareros para que no se le desencajara la mandíbula. Llevado sin embargo por mi apuro, me introduje de inmediato en el lugar apropiado, abandonando a aquel hombre a su suerte y los buenos cuidados del personal subalterno, y decidido a proceder de inmediato. Afortunadamente pude, sin embargo, detenerme a tiempo, al observar que allí ni existía ningún tipo de agujero. Salí de inmediato para protestar, y contemplé asombrado que el restaurante se había convertido en una sala de fiesta tipo music-hall, con luces parpadeantes de múltiples colores, bajo las cuales, los que poco antes eran los comensales, bailaban un ritmo frenético con una furia solo achacable hasta esos momentos a ciertas tribus del África Central. Dispuesto a no ser menos, y olvidada la urgencia que me levantó de la mesa, me tizné la cara con un poco de hollín que encontré sobre una alacena, y les acompañé durante unos instantes en su desvarío. Poco después, un tanto confundido, volví a sentarme con mi compañero, que, a pesar de todo, seguía en el mismo lugar. Nada más hacerlo tuve que decirle la triste realidad para que no se sintiera sorprendido o desubicado: “lo siento, Ángel Luis, ahora soy negro”. Para mi sorpresa y agradecimiento, él me miró con una profunda simpatía, y me dijo que así todo resultaba mucho mejor, pues tal hecho le retrotraía a los campos de algodón en Luisiana. Y a la esclavitud, que siempre había sido lo suyo, añadió al parecer muy ufano. Instantes después se levantó, y olvidando el Armagnac, me dijo que lo del vinito seguía en pie, pero en otro sitio. Pedimos la cuenta, pero el maître que aún soltaba alguna carcajada, nos dijo que aquello era una invitación “a toda la gente que merecía la pena”. A continuación, se dirigió a mí y me pidió disculpas por su comportamiento anterior, pero que quería que supiera que él siempre reaccionaba así ante atavismos inesperados del lenguaje, o el empleo de idiomas periclitados, como podía ser el bable, aunque no fuera mi caso. Le felicité por su sensibilidad y su fino humor de vanguardia. En esos momentos fui consciente de que mi compañero de antiguas batallas navales había desaparecido, aunque todavía creía percibir en mis oídos sus últimas palabras al abandonar la mesa: “te advierto que aquí, de lo que verdaderamente se trata, es de la batalla de Lepanto”.

lunes, 12 de enero de 2015

EMPATÍAS

La familia siempre entraba en el restaurante por la puerta de mercancías, y pronto me di cuenta que el motivo era que uno de ellos era minusválido e iba en silla de ruedas. Claro que pensándolo mejor un poco después, llegué a la conclusión que solo eso no era una razón suficiente, y tuve que aceptar que lo que sucedía era que la puerta principal tenía varios escalones, y era evidente que el impedido iba a sufrir unos cuantos zarandeos para alcanzar finalmente el comedor. A ello le añadí poco después otros dos factores, que sin duda colaboraban al hecho que vengo comentando, y que en principio no consideré. El primero, que el aparcamiento estaba situado a escasos metros de la puerta trasera y facilitaba un acceso más rápido, y el segundo que, caso de que por un prurito de clase o estilo, la familia insistiera en entrar por donde es debido, tendría a continuación que sortear a todos los clientes que a esas horas se hacinaban cerca de la barra del bar. Y en mi opinión, no estaba el grupo para hacer gymkhanas. En cualquier caso, después de ponderar todos esos factores, que a mí me llevó varios días ver en su conjunto, la familia tomó la decisión antedicha, soportando probablemente el olor a berza y guisote, que sin duda se desprendería de la cocina, casi inmediata a esa puerta. Lo anterior puede parecer demasiado extenso para el tema que nos ocupa, que es la particularidad de una de las familias que compartía conmigo la comida los días festivos en  El Estribo, pero creo que da una visión de conjunto que creo que es importante para seguir adelante. El hecho es que se trataba de un grupo de gente singular, de entre cuatro y seis componentes, cuya característica principal era su estatura, verdaderamente baja, y cuando digo baja, quiero decir que ninguno llegaba al metro sesenta. Sin embargo, debo enseguida añadir que todos tenían unas proporciones perfectamente normales, y que a pesar de su edad, eran personas bien parecidas, por lo que no costaba imaginar que en su juventud hubieran tenido bastante éxito con el sexo opuesto (o con el mismo, cosa, sin embargo, poco probable en aquella época). Todos eran asimismo muy moderados en sus gestos y maneras, y se relacionaban entre ellos en una voz tan baja que apenas audible,  lo que hizo que jamás me enterara de nada de lo que hablaban. Temas, daba toda la impresión, exclusivamente privados reducidos al ámbito estrictamente familiar.  En ocasiones, incluso se diría que actuaban como una orquestra bien conjuntada, en la que cada cual tocaba el instrumento que tenía asignado, predominando los de cuerda (una especie de bisbiseo de fondo), y siempre en un tono muy piano. Al cabo de los días pude ir dándome cuenta de algunos aspectos, que dentro de la uniformidad general (vestidos con traje de chaqueta y corbata los hombres, y traje sastre las mujeres, todos en tonos grises), añadían cierto colorido al grupo. Lo primero que resaltaba es que había un individuo que llevaba la voz cantante. Se parecía enormemente al minusválido, y de inmediato supuse que era su hermano. Se sentaba siempre a su lado, manteniendo sobre él una atención minuciosa y permanente, a no ser en los escasos momentos en los que se dirigía a los demás, dando la impresión de que más que hablar, impartía órdenes. Llevaba gafas, tenía poco pelo y hablaba con suavidad pero con firmeza. Era sin duda el  líder del grupo, en el que los demás habían delegado una especie de responsabilidad compartida, y que este había asumido facilitando de esa manera la posibilidad de aquella reunión. Los cinco restantes eran el propio inválido (disminuido, incapacitado, minusválido y todos los eufemismos que se quieran), y dos hombres y dos mujeres que, en principio, supuse que eran matrimonios. Desde el primer momento tuve la impresión de que debía ser soltero, aunque nada avalase tal suposición, o en todo caso, que fuese él quien cuidara casi exclusivamente al otro, desimplicándose en buena medida del resto. Los días que solo venían cuatro, el grupo se componía del impedido, su cuidador y uno de los matrimonios mencionados, nunca dos hombres o dos mujeres solos. Se podría concluir por lo tanto que cuando venía al competo, la familia estaba compuesta por tres parejas: los dos matrimonios, y los dos hermanos, que parecían mantener entre sí una relación casi simbiótica. Lo matrimonios se mantenían siempre en un discreto segundo plano, a excepción de las mujeres, que de vez en cuando se levantaban y se acercaban al señor de la silla de ruedas y le atusaban el pelo para casi de inmediato reacomodarle sobre el pecho la servilleta, que el hermano líder le había colocado a modo de babero al poco de llegar. Durante esos momentos la situación parecía tensarse, pues ni los maridos de las señoras ni el propio inválido parecían agradecer sus desvelos, los primeros dando toda la impresión de  no comprender su dedicación, y el segundo como si de hecho su actitud le molestara. En cualquier caso, podía decirse que los matrimonios asistían a la comida en calidad de invitados o de espectadores, pues prácticamente no intervenían y se limitaban a charlar entre ellos como ya se dijo en voz muy baja, haciendo su presencia casi imperceptible. Parecían asistir a una representación el la que el papel protagonista lo tenían los hermanos enfermo y líder, aunque el primero de ello tuviera más bien un papel pasivo a expensas de la actitud del otro.
Sin embargo, pronto pude darme cuenta que las cosas no eran tan sencillas, pues fijándome con más detenimiento vi que el minusválido a veces comía utilizando él mismo los cubiertos, algo sorprendente cuando de manera habitual era el otro quien lo hacía, e incluso le pasaba la servilleta por los labios para limpiárselos. Me quedé en principio muy sorprendido, pero una vez que presté atención como es debido durante más tiempo, me di cuenta de lo que pasaba. Resultaba que el impedido podía utilizar perfectamente ambos brazos (y por lo tantos sus manos), pero por razones que se me escapaban, su cuidador parecía no querer que fuera así, sino que se dejase hacer y comiera mansamente de sus manos. Hasta tal punto era esto así, que cuando este último se daba cuenta que su hermano se había puesto a comer por sus propios medios, se enfadaba y le propinaba un palmetazo en el dorso de la mano utilizada (en cierta ocasión al hecho provocó la caída del tenedor al suelo con el consiguiente revuelo). Las cosas, sin embargo, no solían quedarse de esta manera, pues el minusválido reaccionaba con energía, y dentro de su incapacidad evidente, se agitaba en su silla y giraba su cabeza en todas direcciones mascullando unas palabras incomprensibles, queriendo posiblemente dar a entender que quería valerse por si mismo, y que dejaran de considerarle como a un inválido (lo que sin duda era, pero quizás no hasta el extremo que los demás querían hacerle asumir). El pobre hombre finalmente se rendía, y a continuación tenía que aguantar que el colectivo se levantase y le colmara con todo tipo de caricias y carantoñas, que él aguantaba con una cara de desesperación extrema. Esa es al menos la impresión que yo tenía cada vez que se repetía la misma escena. Luego, posiblemente agotado, se calmaba y se quedaba dormido antes de terminar la comida, momento en el que todos se levantaban con cierta ceremonia, y abandonaban el establecimiento por el mismo lugar por el que habían llegado.
La verdad es que esa familia me preocupaba (también es cierto que no tengo demasiadas preocupaciones de otro tipo), y según pasaba el tiempo empecé a imaginar situaciones familiares de lo más descabelladas, casi todas de tipo patológico. Mi curiosidad me llevó a preguntar algunos detalles al Encargado del establecimiento, alegando cierta inquietud para no ser considerado como un entrometido. De esta manera me enteré que, efectivamente, era una familia, pero una familia constituida exclusivamente por hermanos, nada de matrimonios. Y además solteros. El hecho no me sorprendió en exceso, pues su uniformidad general encajaba perfectamente con tal circunstancia. No solo su estatura, sino sus maneras y el hecho de tratarse unos a otros con cierta ceremonia. Algo muy típico de tiempos pasados en determinadas familias, pero bastante alejado de la intimidad y confianza entre hermanos y la gran mayoría de matrimonios en la actualidad. Resultaba, además, que el enfermo no solo era soltero sino sacerdote, lo que daba un sesgo especial a aquella especie de representación, pues era más que posible que los demás le consideraran un hombre santo o algo parecido. De esta manera llegué también a comprender ciertos ademanes que este hacía poco antes de empezar a comer, pues parecía recogerse agachando la cabeza, y haciendo finalmente un breve gesto con una mano que, en esos momentos se me hizo diáfano: era la bendición que impartía a los alimentos, y posiblemente a sus hermanos.

De todas maneras, la verdad es que en aquel grupo reinaba una atmósfera muy especial, en la que a pesar de ciertos comportamientos ya descritos con anterioridad, que podían dejar traslucir el afecto que sentían unos por otros (y sobre todo por el enfermo), había algo que se me escapaba, sobre todo su comedimiento general y un exceso de protocolo, impropio de personas que, como debía ser el caso, convivían o se relacionaban hacía muchísimos años. Llegué a pensar efectivamente que aquella familia padecía algún tipo de patología grupal, que justificaría en buena medida algunas de las cosas antedichas, como una solicitud impostada o bastante rígida, y una falta de cordialidad que se hacía evidente en la falta absoluta de humor en sus conversaciones, en las que raramente se atisbaba una sonrisa. Parecían seguir un guión perfectamente establecido por el hermano enfermero, que actuaba en todo momento como un director de orquesta, que no está dispuesto a admitir la menor improvisación ni asonancia. Parecía desplegar un autoritarismo exagerado, que me hizo pensar que quizás estaba en presencia de un sádico, que tenía a los demás sometidos bajo algún tipo de amenaza absolutamente desconocida por mí, o quizás, se trataba de un atavismo familiar, del cual él era el representante y único responsable. El hecho de que esporádicamente aprovechara la circunstancia ya aludida para impedir al enfermo que comer por sí mismo (para lo cual, por lo que vi, este estaba facultado), era muy significativo en ese sentido. Pensé que quizás quería martirizarle haciéndole ver su incapacidad, pero sobre todo para que tuviera bien claro el sometimiento a su autoridad, que es lo que sin duda quería que quedara claro. El hecho que los demás hermanos, en vez de ponerse de parte del enfermo, parecieran apoyarle, hacía evidente que ellos también se sentían sometidos a su autoridad por razones para mí inexplicables. Quien sabe si tras esa situación tan extraña se ocultaba algún tipo de misterio familiar, que nadie se atrevía a quebrantar temiendo un castigo, ante el que la mejor de las opciones era plegarse. Quien sabe también, si el minusválido ni siquiera lo era, y simplemente interpretaba el papel como el chivo expiatorio de un pecado colectivo, que solo a él le correspondía expiar. El hecho de que fuera sacerdote, añadía más verismo a esta posibilidad, pues, después de todo, con esa actitud no haría sino emular la que en su día llevó a cabo Jesús, al redimir al conjunto de los seres humanos. Qué horrible pecado estaba expiando con su invalidez, es algo que nunca ya podré saber, pues de la misma manera que la familia llegó un día inopinadamente, como se dijo al principio, de esa misma manera despareció. Nunca más volví a verlos, y mis esfuerzos para saber algo de ellos fueron del todo inútiles, pues por más que de vez en cuando le preguntara al encargado si tenía alguna noticia de ellos, este jamás me dijo nada, dándome incluso la impresión de sentirse molesto, algo que también me resultó sospecho, y que aún hoy en día me pregunto si de hecho, él tenía también algo que ver en aquella extraña historia. Quien sabe si el cura impedido estaba al corriente de un horrible pecado colectivo de sus hermanos, y estos se habían confabulado para hacerle callar, sometiéndole a una amenaza que había acabado sentándole en una silla de ruedas y prácticamente mudo.  

jueves, 8 de enero de 2015

RADARES OCHO

Había quedado con Vladimir a las nueve y media en el paseo frente al restaurante chino, pero a esa hora aproximadamente me avisó por el móvil que mejor vernos ya adentro porque en la calle hacía un frío que pelaba. Estuve de acuerdo, y poco antes de las diez (yo iba con retraso) nos encontramos en el interior de “La estrella radiante de la mañana” (Suan-chin-yu, al parecer). Le encontré ya sentado en una mesa para dos (las demás eran casi en su totalidad de muchas plazas) con síntomas que en un primer juicio evalué de emoción contenida y/o entusiasmo. Al poco de sentarme frente a él, empezó a hablarme sin ton ni son, ponderando aquel instante mágico en el que un montón de indocumentados (sic) iba a celebrar el mero hecho de ser un año más viejos. Traté de tranquilizarle argumentando que de la misma manera podría decirse que celebraban el haber aguantado un año más sobre la superficie del planeta, algo que desde el punto de vista de la evolución darwiniana podía ser considerado como un triunfo. La cosa se quedó ahí y enseguida nos levantamos hacia las mesas para recoger nuestras vituallas. Había barra libre y por lo tanto cada cual podía servirse a su antojo. Vladimir tenía una querencia atávica con los langostinos, y aparte de dos o tres lonchas de jamón serrano, llenó sus platos a rebosar con tales crustáceos, de los que yo me abstuve de comentar que tenían todo el aspecto de ser de supermercado a tres euros el medio kilo. Yo me cogí tres carabineros, que una vez probados de carabineros tenían solo el color rojo oscuro, porque su textura y sabor recordaban con toda claridad a la goma de borrar que yo mordisqueaba cuando estaba en primero de bachillerato. Durante la cena, en la que nos fuimos alternando para buscar más provisiones (él siempre langostinos, y no quise ser cruel hablándole de los verdaderamente buenos, llamados “tigre”), pude comprobar que sus rasgos africanos parecían haberse consolidado definitivamente, incluso en el tono de su voz, que empezó a recordarme a unos antiguos conocidos de Guinea Ecuatorial. Por otro lado, sin embargo, sus gestos estaban virando a los del típico italiano de las películas de Sordi y Totó, pues para dirigirse a mi adelantaba sus brazos alternativamente, y juntaba los dedos de la mano que se tratara hacia arriba, moviendo la misma con una vehemencia reivindicativa, ante la que yo no tenía nada que objetar. A eso de las once y media cuando todos los clientes parecían ya prepararse para las campanadas, paso por la mesa un chino auténtico (era evidente en comparación con el resto de camareros, que podrían ser de Móstoles o San Fernado de Henares) que nos dio a cada uno un cucurucho de papel con las imprescindibles doce uvas, al tiempo que nos deseaba feliz año.
“La vida es la vida” y “Esto es lo que hay” fueron dos estribillos que Vladimir repitió incansablemente, hasta que a las doce menos cuarto se levantó y dijo que le gustaría que fuéramos a festejar el año al Parque, apenas a cien metros del restaurante. Yo, aunque no me gusta en absoluto que me digan lo que tengo que hacer, y menos que me manden, accedí y le seguí hacia el exterior, temiendo que en caso de no hacerlo le diera uno de sus conocidos ataques, y pudiera estropear la fiesta al resto de comensales, que poco a poco habían llenado el restaurante, y que en un cálculo aproximado, en mi opinión,  no bajaba de los trescientos. Ya en el parque, Vladimir pareció entrar en una especie de semi trance. Nos sentamos en uno de los bancos de madera con la luna casi en el horizonte frente a nosotros. La verdad que había algo de especial y mágico en el ambiente, estábamos absolutamente solos y podíamos escuchar a lo lejos las voces y la música del chino, donde al parecer ya se había instalado la orquesta que iba a amenizar el cotillón. Vladimir, poco antes de las doce, se calló y no volvió a abrir la boca mirando hacia un cielo increíblemente estrellado frente a nosotros. De repente abrió, sin embargo, me dijo “Aquí conocí hace tiempo a mi único amor. No pudo ser, pero yo la quería mucho”, le escuché con la devoción que aquellos instantes parecían merecer, al tiempo que quitaba las pepitas de mis uvas, para proceder a tragármelas sin inconvenientes instantes después. Luego todo sucedió muy rápido, y pudimos oír las campanadas desde el chino y a través de la radio de mi teléfono. Ambos conseguimos tragarnos las uvas sin problemas, aunque si aquí debo ser sincero, debo también precisar que yo incluso les había quitado el hollejo. Vladimir continuó en silencio un buen rato, al tiempo que el cielo se iluminó con cientos de cohetes y bengalas de colores. Parecía extasiado, como si estuviera poseído o fuera preso de un arrebato místico muy profundo. Al verle de perfil contra el cielo iluminado, me di cuenta que en aquellos momentos su mutación africana se había detenido y había recobrado sus rasgos habituales. Incluso podría afirmarse que su cara se había teñido de una lividez desconocida, sin duda resultado de aquella atmósfera tan especial. Luego pareció reaccionar y dirigiéndose hacia mí me dijo que se sentía muy feliz, y que no le importaba nada el hecho de estar volviéndose negro. Le dejé hablar y no le dije que su proceso de cambio se había detenido, y que había vuelto a ser el que yo conocía de toda la vida, norte africano, como mucho. Poco después, cuando todo parecía volver a la normalidad cotidiana de cualquier noche de invierno, se giró hacia mí, y levantando la mano hacia el cielo, me dijo que se sentía solo y que le gustaría viajar a Andrómeda. Le contesté que contaba conmigo, pero que Andrómeda estaba demasiado lejos, puntualizando que si fuera un rayo de luz tardaría dos millones de años en legar hasta ella. Fue entonces cuando se aproximó hasta mí, me cogió por los hombros y mirándome profundamente a los ojos me dijo con entusiasmo: “Precisamente, compañero: todos somos un rayo de luz”. Luego se levantó y se perdió en la oscuridad del parque.   THE END

RADARES SIETE

De vuelta al pueblo, después de una cervecita a modo de aperitivo, nos metimos en un restaurante que dejaba mucho que desear, pero que Vladimir consideró que sus propietarios se lo merecían, por ser un matrimonio con dificultades de supervivencia que ponía al mal tiempo buena cara, echando mano del refranero español posiblemente para no liarse con explicaciones más complejas, teniendo en cuenta que, según luego me contó, el marido no hacía demasiado tiempo que había salido de la cárcel por asuntos que no me pudo aclarar. Cosa de faldas, creo que dijo al final. Nuestro almuerzo fue de lo más frugal. Yo me comí una tosta de morcilla con queso de cabrales (¿), y él un sándwich vegetal, pues según me explicó, aparate de querer llegar a la cena en condiciones, en los últimos tiempos, estaba intentando disminuir la ingesta de “seres vivos” (sic), que lo pasan muy mal cuando son sacrificados, algo que yo acepté sin rechistar y sin aludir en ningún caso al tipo de dentadura del homo sapiens, que no lo equipara en absoluto con un rumiante, aparte de tener unos incisivos (vulgo colmillos), un tanto inquietantes (aunque no para las lechugas, por cierto). Después de un postre compartido consistente en una tartaleta de manzana, y dos cafés cortados, nos despedimos de la abnegada pareja, pudiendo observar en la cara de la esposa unas marcas sorprendentes debajo de un ojo, que no tenían en absoluto el aspecto de habérselas hecho con el quicio de la puerta ni la esquina del aparador. Pero, en fin.
Vladimir se quedó en su casa y yo me fui al hotel, donde casi de inmediato me metí en la cama con prisas, como si tuviera que cumplir una misión que no admitía demoras. De hecho, intenté soñar con burbujas de jabón o cualquier otro tipo de material plástico, como hacía con frecuencia, pues me resultaban relajantes. Sin embargo no fue así, y en su lugar, soñé con la publicación de un edicto, por el cual el gobierno informaba que debido a una desviación de la trayectoria de la tierra sobre su eclíptica, se prolongaba el año indefinidamente por falta de datos, que serían comunicados oportunamente para la celebración del las  frustradas cenas de Año Viejo y sus correspondientes cotillones. Me sentí conmocionado dentro del propio sueño, y me desperté casi a las nueve de la tarde empapado de sudor, y con una angustiosa sensación de extrañamiento.A ello colaboró sin duda que lo hiciera como consecuencia de una llamada de Recepción, en donde a mi vuelta había dado instrucciones al respecto. Nunca hay que desaprovechar ninguna ocasión en la que quede claro el tipo de relaciones objetales que se están manteniendo. Y el personal de Recepción me lo acabaría agradeciendo como una forma de ayuda para ubicarse en el mundo.

A pesar del sofoco y los temblores, me levanté de inmediato y me metí de cabeza en la ducha, si tal metáfora sirve para aclarar algo. Lo hice con agua muy fría, que me hizo creer por un instante que estaba en el Polo Norte y yo era un pingüino, algo que en un momento de lucidez posterior rectifiqué con el agua a punto de ebullición, salvándome por los pelos de quemaduras de primer grado. Después de vestirme a toda prisa en plan proletario, bajé rápidamente hasta Recepción, donde una chica jovencita y con cara de pena me deseó feliz noche y Año Nuevo, a lo que no contesté con toda intención, esperando su reacción. Me alejé unos pasos, y al ver su perplejidad y la tristeza de su cara por mi reacción en el cristal de la puerta de salida, me volví hacia ella, le sonreí ampliamente y le dije “tengo una hija de tu edad, no sabes cuanto te quiero, cariño”, y le estampé un par de besos que sonaron en el lounge casi como dos disparos, y que la dejaron imagino que aún más perpleja, pero con una cara de felicidad que no parecía simulada. Yo, es que cuando me dan estos arrebatos sentimentales soy de lo más tierno, lo que afortunadamente hace que en el fondo tenga de mí un concepto aceptable que compensa mis ataques de hijoputismo militante, desgraciadamente demasiado frecuentes. Iba además vestido humildemente de trapillo, como contrapunto a la majadería generalizada de vestirse de gala en esa noche maravillosa, en la que los seres humanos somos conscientes de forma dolorosa de que el tiempo podrá no existir desde el punto de vista de la Física Moderna y laTeoría de la Relatividad Especial, pero es un hecho incontrovertible para todos los seres vivos que no se trasladen por el universo a velocidades cercanas a las de la luz. Es decir: para todos. TINUARÁ

RADARES SEIS

La mañana del día siguiente, el último del año, desayunamos en el bar de la estación del ferrocarril de vía estrecha que todavía funciona por allí (no es de la RENFE). Estaba cerca de su casa, y yo quise ir para preguntar si al día siguiente se podía ir temprano, porque tenía la seguridad que todos los demás establecimientos estarían cerrados al menos hasta el mediodía. Nos dijeron que sí y nos sentimos aliviados, porque como es de conocimiento general, el día de Año Nuevo por la mañana suele ser lo más parecido al día siguiente de la explosión de una bomba de neutrones. Todo en su sitio pero ni un alma (*). A continuación, como habíamos pensado durante la cena, nos trasladamos a Santillana del Mar, el pueblo de las famosas cuevas de Altamira, donde pretendíamos dar un paseo para matar el tiempo hasta el mediodía, cuando pensábamos tomar un piscolabis para que la noche en el chino nos cogiera con ganas. Al pasar por delante de las cuevas, a la izquierda de la carretera, Vladimir comentó que menudo frío, a lo que contesté que efectivamente era sorprendente en un lugar habitualmente más templado y húmedo como era aquel, a lo que él a su vez me dijo que no se refería a ese momento, sino al que debieron sufrir los pitecantropus (o como quiera que se llamaran los individuos, matizó) que habían pintado los bisontes. Le dije que seguramente, sobre todo teniendo en cuenta que en aquella época no había calefacción central ni nada que se le pareciera, a lo que él contestó amagando una sonrisa, como si tuviera alguna dificultad para coger el chiste, o como si este, en cualquier caso, no hubiera estado al nivel que se podía esperar de alguien supuestamente gracioso. Es decir de mí mismo. Ya en el pueblo, bajamos por la calle empedrada hasta la colegiata con la remota esperanza de visitarla, rememorando un tiempo de nuestras vidas en que lo hicimos, que si no se remontaba al paleolítico, no le faltaba demasiado. El pueblo estaba también vacío, y solo nos cruzamos con algunos despistados como nosotros, y como nosotros, un tanto perdidos. A pesar de ello, encontramos una tienda de recuerdos y repostería de la zona, donde tuve un acceso de melancolía regional y me compré un paquete grande de sobaos. Increíblemente la colegiata estaba abierta y pudimos visitar el claustro y la iglesia, lo que nos retrotrajo a nuestra adolescencia en la que yo tenía un vago recuerdo de haberlo visitado. Sorprendentemente Vladimir, que se confiesa agnóstico, se arrodilló en uno de los bancos, y estuvo sus buenos cinco minutos rezando. Rezando o lo que fuera. Al salir me dijo que no siendo creyente, cuando visitaba alguno de estos sitios, sentía un impulso incomprensible por recogerse y hacer un amago de oración, aunque si quería que me dijese la verdad, no sabía a quien se dirigía. Pero lo necesitaba. Yo le dije, llevado por un rapto de raciocinio muy típico de los ateos furibundos y científicos, como es mi caso, que se dirigía a sí mismo en cualquiera de las circunvoluciones cerebrales de la corteza prefrontal de su propio cerebro. O como mucho a su sistema límbico, en el que la amígdala se ocupa de los temas relacionados con las funciones afectivas y similares. Me miró con la típica expresión del hombre de la calle que acaba de percibir en sus proximidades a un desequilibrado, y apretó el paso, sin duda para establecer entre ambos una distancia de seguridad. Estuvimos un buen rato callejeando, y recordando los tiempos en que toda nuestra familia vivía tan cerca de allí. Hablamos del marqués de Sautuola, el descubridor de las cuevas y de su encantadora nieta, que fue la que le advirtió de la presencia de unos bichos en el techo. También lo hicimos del marqués de Santillana, y del empedrado de la calzada, que en Bélgica llaman pavés, y en donde los ciclistas españoles nunca han tenido nada que hacer. Finalmente nos enzarzamos en una discusión absurda sobre la antigüedad de las cuevas de Altamira y las de Lascaux en Francia, otro lugar cuya aparición tiempo después de las nacionales, había sido sentida por el nacionalismo español como un atentado indebido al orgullo patrio. Wikipedia en el móvil nos dio los datos precisos, y se hizo la paz después de un breve forcejeo sobre su validez.
Como todavía nos quedaba un buen rato para la hora de la comida, decidimos en última instancia dar una vuelta por la playa de los Locos en Suances, a pocos kilómetros de allí. Cuando llegamos nos quedamos en el mirador, desde donde pudimos observar a bastantes surfistas tratando de hacer algo parecido al deporte que dicen practicar, pero que ese día a falta de viento y de olas, se quedó en una especie de pantomima al ralentí, de pie sobre sus tablas y remando desganadamente, a la espera de un tsunami, que era evidente que no iba a llegar. Vladimir, les observaba con mucha atención, hasta que de repente, soltando un a imprecación, exclamó que desgraciadamente no tenía encima el bañador, porque si hubiera sido así se hubiera dado un chapuzón. Yo, para que no se sintiera solo en esos momentos en que su metamorfosis africana pareció acrecentarse, le dije que le hubiera acompañado porque el último día del año y a cinco grados, no hay nada más sano que eso, aunque solo fuera como una promesa de un tiempo nuevo en el que todo podría mejorar (incluso la temperatura).

(*) La bomba de neutrones es un tipo de bomba nuclear, cuya explosión provoca la muerte de todo organismo vivo en sus inmediaciones, pero deja incólume al material circundante. Existe, pero, que se sepa, no se ha utilizado en una guerra.

RADARES CINCO

Mi mente se centró a partir de esos momentos en el problema de la identidad, como ya he señalado reiteradamente, aunque en ningún caso quería perder el hilo de nuestra conversación, pues aunque era él quien llevaba la voz cantante, yo era consciente de lo celoso  que es de su discurso, y del hecho de que se le preste atención, aunque trate de los temas más triviales e inconsistentes. A pesar de todo, no pude dejar pensar que quizás nadie es verdaderamente nadie, en el sentido, quiero decir, que realmente carecemos de una sustancia o una esencia que nos califique de forma determinante y única. En el momento en el que Vladimir peroraba con vehemencia sobre la vergüenza que suponía para Cantabria la mala calidad del pescado en sus restaurantes, a pesar de su fama de región marinera, mi mente trataba de dilucidar el tema que me traía de cabeza, que en aquellos momentos aderecé con otros conceptos supuestamente afines, como la mismidad y el alma colectiva junguianas, las implicaciones problemáticas de la clonación, y si la identidad debe ser o no considerada como un “a priori” kantiano. Un verdadero batiburrillo que me hizo casi imposible seguir con atención el discurso de Vladimir, a pesar del peligro que tal hecho suponía para mi integridad física. En cualquier caso, pude llegar a los postres indemne, aunque juraría que mi interlocutor me echaba de vez en cundo unas miradas inquisitivas que no supusieron finalmente nada reseñable. Cuando para terminar la velada pedimos dos cafés descafeinados y dos chupitos, mi mente se hallaba centrada en el concepto freudiano de “proyección”, diciéndome que las características que yo le achacaba en aquellos momentos a mi hermano, podían no tener nada que ver con él sino con fantasías e incluso deseos reprimidos míos. Quien sabe si el hecho de verle como a un negro tenía alguna relación, por oscura y solapada que fuera, con un deseo inconsciente por mi parte de tener un esclavo. Afortunadamente, cuando nos despedimos y quedamos en vernos al día siguiente por la mañana para ir a Santillana y dar un paseo cerca de los bisontes del holoceno, tuve la clara sensación de que Vladimir en aquellos momentos era calcado a Obama, que siendo negro no era precisamente un esclavo, lo que alivió notablemente el complejo de culpabilidad que sentía estar creciendo en mi interior. El día siguiente era el último del año, y siguiendo una costumbre que entre nosotros se estaba convirtiendo en una tradición, Vladimir y yo pensábamos cenar en un restaurante chino con cotillón. 

viernes, 2 de enero de 2015

RADARES CUATRO

Nada más llegar me dirigí de inmediato al hotel, a pesar de que Vladimir había insistido en comer juntos, pero lo cierto es que en esos momentos yo tenía un empacho bastante respetable de filosofía de bolsillo, y no era capaz de cambiar de pronto a los rituales lógicos del reencuentro, por lo que le puse una disculpa absolutamente increíble que él sin embargo acostumbrado a mis salidas de pata de banco aceptó sin rechistar. Es más que posible que tampoco tuviera muchas ganas, teniendo en cuenta que eran cerca de las cuatro de la tarde y no era cuestión de ponerse a merendar. La habitación estaba bien, con un amplio ventanal sobre un paisaje mixto. Por un lado un aparcamiento enorme de un supermercado en cuyo centro se erigía una torreta de la altura aproximada de la Torre Eiffel con el logo de la empresa en su punta, y a mi derecha la falda de una colina por la que se veían ascender los automóviles con una soltura impensable en los años cincuentas, por poner una fecha. Cuestión de caballos. Me metí de inmediato en la cama para madurar los temas que me habían tenido ocupado durante el viaje, pero siendo incapaz de ver en ellos nuevos matices, llamé a Recepción y dije que me avisaran a las ocho y media en punto. La alarma de mi móvil funcionaba perfectamente pero quise que desde un principio que el personal subalterno tomara en consideración mi llegada con temas absolutamente prescindibles pero que les haría darse cuenta de inmediato del lugar que ocupaban. Antes de cerrar los ojos hice una pequeña síntesis del viaje, que resumí en: salida, frío, fenomenología, nieve, velocidad, radares, identidad,  San Pablo, fotografías, clorofila, Berkeley, llegada. A continuación fijé un pequeño calendario para los días que pensaba pasar allí. Se trataba de Nochevieja/Añonuevo, y lo primero que se me ocurrió es que de eso nada, con lo cual di por terminado el programa. Quedé con Vladimir a las nueve y cuarto en un restaurante a medio camino entre el hotel y su casa, no porque consideráramos que era el más adecuado, sino por el equilibrio que procurábamos mantener en nuestras relaciones, que siendo cordiales no prescindían de cierto protocolo. El descanso de la siesta fue profundo, hasta el punto de que cuando sonó el timbrazo de la alarma de la recepción, tuve por un instante la duda de si ya habría amanecido. Llegué puntual a el Bogavante y tuve que esperar a mi hermano hasta pasadas las y nueve y media, retraso que justificó con una excusa de lo más peregrina, pero que yo creo que supe interpretar correctamente al suponer que la partida de cartas le había retenido más de la cuenta, algo después de todo natural aunque yo no practicara en absoluto ese tipo de entretenimientos. Si debo decir la verdad, le encontré bien, incluso muy bien como si en él la edad corriera en sentido inverso a las agujas del reloj. Juraría que tenía menos arrugas y el pelo era más abundante. En cualquier caso debo confesar que nada más verle no fue ese el primer pensamiento que me vino a la cabeza, sino la sensación de que se estaba volviendo negro. Y no solo que la melanina se le hubiera disparado y de moro estuviera pasando a sub sahariano, sino que sus rasgos empezaban a virar peligrosamente en ese sentido. Pómulos anchos, labios gruesos y pelo cano sospechosamente ensortijado. Sabía de sus veleidades africanas desde hacía tiempo, y de de sus intentos por adquirir un bronceado perpetuo, pero en aquellos momentos debo asegurar que me asusté, pues si su voz resultaba aún inconfundible, sus otras características empezaban a ser algo más que sorprendentes. Hablamos como es natural de las banalidades que en esos momentos ocupan a los seres humanos llamados normales, la familia, el trabajo, la crisis, en fin lo que es natural en tales circunstancias. En cualquier caso, yo aprovechaba cualquier instante para indagar algo más en los cambios que había experimentado y a los que he aludido con anterioridad, a los que pronto pude añadir ese olor especial del exceso de melanina, y unos poros de la piel muy dilatados para pertenecer a la conocida como raza caucásica. Procuré sin embargo mantener la calma diciéndome que si bien el cambio parecía evidente, su identidad parecía inalterada. Se trataba de mi hermano Vladimir, el de siempre, aunque según transcurrían los minutos pude darme cuenta que empezaba a verle “como si se tratara de otra persona”. Empecé a sentirme mal al darme cuenta que mi corazón latía más rápido de lo habitual, sin duda como consecuencia de mis cavilaciones. Él hablaba sin parar (en una de sus características cuando está de buen humor) y yo aproveché la circunstancia para volverme hacia mi interior y enlazar de nuevo con las consideraciones filosóficas que tan entretenido me habían tenido durante el viaje. De nuevo me vinieron a la mente los conceptos de igualdad e identidad que me habían ocupado un buen trecho en el viaje referidos al coche. Vladimir, que duda cabe, era él mismo, y había todavía en él buen número de características que lo hacían inconfundible, como su forma de reírse a carcajadas sin abrir la boca, algo difícil de imitar. Siendo esto así era, sin embargo evidente, de que no se trataba del Vladimir de siempre, y no porque hubiera pasado el tiempo y sus células se hubieran ido regenerando (o desapareciendo, por cierto), sino por detalles como los mencionados más arriba y otros difíciles de precisar relacionados con aquellos. Claro que sin duda lo que acontecía era que más que los cambios en su fisonomía era mi forma de percibirlos lo que hacía que siendo el mismo me pareciera “otro” 

jueves, 1 de enero de 2015

RADARES TRES

Esta sensación alucinatoria, sin embargo, no duró demasiado tiempo, y pronto pude ponerme manos a la obra, en la consideración de otros pormenores del recorrido. Según descendíamos hacia la costa (el coche y yo) eche en falta la presencia de ganado en las lomas y colinas circundantes, cada vez más frecuentes. En otra época el asunto era diferente, posiblemente porque la democracia había traído a estos seres la libertad de voto y muchos habían optado por quedarse en la cuadra cuando la temperatura exterior roza los cero grados (no voy a borrar esta vergüenza de chiste: lo asumo). La nieve sin embargo empezaba a escasear, y la conducción, perdiendo cierto toque romántico, se hizo más amena y divertida. El mundo se empezaba a mostrar en su enorme variedad, haciéndome pensar en la extraordinaria imaginación del Creador capaz de inventar tal batiburrillo de entidades diferentes (que no de entes), aunque si debo decir toda la verdad, la proliferación del verde me decepcionaba un tanto a pesar de comprender la importancia de la función clorofílica en las plantas y la presencia continuada de agua en estos lugares. Madrid en aquellos momentos se me antojó mentira, una ensoñación que me había facilitado la vida durante los últimos cuarenta de la mía, pero me sentí de repente invadido por una ola de escepticismo digna del obispo Berkeley, según el cual “esse est percipi”.  Lo que veía se adecuaba mucho más a la teoría de la evolución, aunque también había que echarle imaginación, y una buena cantidad de millones de años para que aquello fuera posible. Tuve aquí un recuerdo emocionado para el monje Mendel, sin el cual Darwin se hubiera quedado bastante cojo, si  la cojera admite niveles. Quizás por ello sería mejor decir que se hubiera quedado en silla de ruedas, algo más dramático pero más estético y cómodo ahora que andan con motor auxiliar. Ya cerca de mi destino, un lugar situada en la hondonada de un feraz valle, como decían los libros de texto del régimen anterior, cuyo nombre no mencionaré por un antojo momentáneo, me di cuenta que de un tiempo a esta parte, independientemente de ciertas consideraciones filosóficas de libro divulgativo, solo era capaz de decir sandeces, como si la vida fuese una astracanada un vodevil permanente, algo que sin embargo no se atenía en absoluto a la realidad. La mía, I mean. Afortunadamente en la guantera del coche llevaba un cuchillo para emergencias que podía darme la posibilidad de abrirme las venas en cualquier instante, o como mal menor hacerme unas incisiones en la cara y dejar que el tiempo la dotara de cierta mueca acanallada colmada de cicatrices, que a mi parecer, es lo que me correspondía. Con estos pensamientos no tan joviales llegué a mi destino, donde mi hermano Vladimir me esperaba con la ilusión de compartir un fin de fiesta desprovisto de serpentinas y alharacas. Ninguno de los dos somos gregarios, y estamos de acuerdo en esperar unos meses a la finalización del año chino. Después de todo Confuncio no hablaba de Dios, pero sí del Cielo, por lo que nuestro tránsito a Oriente se hallaba desprovisto de cualquier dramatismo. TINUARÁ

RADARES DOS

La verdad, sin embargo, es que lo que acabo de decir no es exactamente cierto, porque el nuevo coche está dotado de un sistema de alerta radar, mediante el cual estos son identificados antes de “que acontezcan” (valga el giro literario/pedante, pero me pete). Dije al principio que el coche nuevo era igual al anterior, pero lo cierto es que este está dotado de algunas novedades. Cabe en cualquier caso recordar la diferencia entre igualdad e identidad, tema sobre el que habría mucho que cortar, y que ya se nos dejaba caer cuando éramos unos críos a principio del bachillerato, sin considerar que las perversiones de ese estilo deberían dejarse para el Marqués de Sade, bastante más tarde. Comoquiera que sea, lo cierto es que mi velocidad punta en la meseta castellana se aproximó a la de las Ducati del campeonato ese de motos, que nos atormenta cada dos por tres en temporada alta. Quizás fue debido a eso por lo que ya en las cercanías de Cantabria, y por tanto de Reinosa y el nacimiento del río Ebro en Fontibre, tuve una recidiva fenomenológica, con ciertas variantes que paso a describir. Se trataba de que después de una curva pronunciada para ser la carretera una autopista, creí ver una luz muy grande y cegadora que casi me produjo los efectos que a San Pablo camino de Damasco. No me caí del caballo  ni salí disparado del automóvil, pero supe que (al menos momentáneamente) mi vida había cambiado. Sucedió que a partir de ese momento, y con independencia de la carretera siguiera siendo igual a sí misma (y solo eso), empezaron a desfilar por mi cabeza una serie de imágenes que me mantuvieron un buen cuarto de hora en la perplejidad. Eran imágenes, sin embargo de gente conocida, personas próximas, incluso íntimas, que se me aparecían como fogonazos intermitentes en forma de fotografías de estudio para carnet de identidad, y algunas de fotomatón. Su calidad oscilaba, pasando de muy alta a lamentable. En las primeras las personas en cuestión parecían sonreír y en algunas incluso me hacían confidencias en plan muy personal, que no debo transmitir aquí. En las otras, sin embargo, no parecían nada satisfechas y sus miradas apuntaban un hilo de rencor, que yo achaqué para no inquietarme a la mala calidad de su soporte, algo que, si se piensa, resulta bastante comprensible. A nadie le gusta que pudiendo ir de príncipe de Gales le vistan de trapillo (no es mi caso, que conste). TINUARÁ

RADARES UNO

A última hora decido pasar la Nochevieja en el Norte (me gusta llamarlo así, suena a película de aventuras). Además será una forma de rodar un poco el coche que me acabo de comprar, que por cierto es igual que el anterior. Pero no idéntico, ojo. Me pongo en carretera a media mañana. Habían anunciado un día frío y desapacible, pero solo es frío porque el cielo está totalmente azul y no hace ni pizca de viento. A los pocos kilómetros soy consciente de que no pienso en nada, algo que me extraña, pues había supuesto que los seres humanos siempre pensamos en algo de una forma natural, consustancial con nuestra naturaleza. Quiero decir que al ver las cosas que van saliéndome al paso, intento pensar algo sobre ellas, pero no puedo. A lo mejor resulta que no soy humano. Es una de las posibilidades. El hecho es que según pasan los kilómetros tengo la sensación de ser una máquina registradora o una cámara fotográfica: la carretera, una curva, unas casas, un poste enorme, un molino, coches. Esas cosas. Todo cuanto veo me parece exactamente igual a sí mismo, pero desprovisto de cualquier atributo, lo que al cabo de un rato empieza a asustarme, pues incluso los vehículos que se cruzan conmigo en un tramo de doble dirección me parecen exclusivamente objetos decorativos, y en ese sentido, incapaces de causarme ningún daño en caso de impacto. Es una sensación extraña pero cautivadora, que quisiera tener con más frecuencia. De cualquier forma, al ser consciente de lo que acabo de decir, es evidente que aunque mermada, aún me queda algo de esa facultad que me posibilita darme cuenta de la situación. Yo, lo que percibo y lo que elucubro somos diferentes. Sin embargo, un león que ve a un ñu y se lo come, al cabo del rato acaban formando parte de la misma entidad. Es decir, del león. Algo que, sin embargo, no ocurrirá en mi caso por mucho que me obstine en pensar en que hace buen tiempo y el viaje está siendo agradable. No es una cuestión de células En eso estriba sin duda la diferencia entre la acción y el pensamiento: el león no pensaba en el équido, simplemente se lo comía. Al llegar cerca de Aranda de Duero, se me hace evidente que tengo que parar llevado por una necesidad que no se presta a disquisiciones retóricas de ningún orden, cosa que hago al llegar a la llamada área de servicio de Milagros, donde procedo sin dilación. Allí mismo tomo un pequeño piscolabis y me acuerdo con afecto de Edmund Husserl, filósofo padre de le fenomenología, a quien al parecer he dedicado la primera parte del viaje. Si no recuerdo mal, además de ser un hombre exclusivamente apegado a la experiencia, es además considerado el abuelo del existencialismo, algo de lo que me alegro, no porque su máximo representante fuera, llegado el día, un tal Jean Paul Sartre, sino porque siempre he tenido debilidad por este tipo de personas que mirando aquí parecen también estar mirando hacia allá. Por los bizcos quiero decir. Pasado Burgos, que entreveo a lo lejos, la temperatura sigue bajando y enseguida la nieve bordea la carretera, que de esta manera se vuelve aún más carretera mediante un proceso que dejo a la imaginación de quien me lea. Es fácil. A partir de ese momento me doy cuenta que ya pienso. Quiero decir que ya pienso como siempre y, por ejemplo, al ver Burgos me he acordado del Cid, la catedral y la morcilla, algo impensable algunos kilómetros atrás, lo que transporta a mi espíritu (siendo este una facultad interna de difícil definición) una alegría rayana con la euforia, que hace que pise el acelerador hasta el límite de velocidad máxima del vehículo. Tal hecho supongo habrá conmocionado a todos los radares de la zona y puesto en estado de alerta a sus supuestos controladores, lo que en esos momentos, si debo ser sincero, me tiene absolutamente sin cuidado. “Somos seres contingentes”, me digo, y lo mismo me da partirme la cabeza en cualquier recodo de la carretera, que ser detenido y enviado a la cárcel de inmediato por rozar los doscientos kilómetros por hora.