jueves, 3 de julio de 2014

COSAS

A J, como a todo ser vivo, le suceden cosas. Algunas porque él mismo las provoca, y otras porque sufre los avatares inherentes a su condición humana. Por ejemplo, no puede evitar tener hambre cada cierto tiempo, y que en que función de la misma, tenga que acudir al supermercado, e incluso que en algunas ocasiones tenga él mismo que hacerse la comida. Y en este sentido, a todo el mundo se le ocurrirán decenas de situaciones que padecerá o disfrutará ineluctablemente, según gustos. Hay otras, sin embargo, que son solo fruto de su voluntad, como el hecho de ir a la biblioteca cada semana o desayunar en una cafetería donde ponen unos churros estupendos.
 Independientemente de las anteriores, tiene necesidades de otro tipo, que a muchos le parecerían sorprendentes, y de las que de hecho prescinden tranquilamente. Por ejemplo, J cuando ve un agujero, un hueco o una grieta, siente un deseo irrefrenable de meter en ellos la mano, el puño o un dedo, lo que más se acomode al lugar en cuestión. O cuando descubre una calle nueva, sin salida, o un pasaje no percibido hasta entonces, no tiene más remedio que transitarlo en toda su longitud, lo que si en ocasiones puede resultar entretenido y tener su gracia, en otras, puede resultar agotador. Pongamos la Castellana o Arturo Soria. También acostumbra, por extraño que parezca, a disfrutar de los meteoros a cuerpo gentil, y con las primeras gotas de lluvia o copos de nieve, se lanza a la calle deseando que su rala cabeza reciba al líquido elemento en cualquiera de sus formas (Dios le libre de las granizadas y el pedrisco, por cierto). Los días de viento, sea cual sea la época del año, se pone una gabardina y sale a la calle esperando que Eolo juegue con ella como con los molinillos de papel en las terrazas o las veletas en los campanarios. Y lo cierto es que da gusto verle por las avenidas y las aceras haciendo filigranas, dibujando figuras, y haciendo algunas piruetas que para sí quisieran las componentes del equipo nacional de gimnasia rítmica. Pero a no ser por esta características, digamos que inusuales, J es un mortal de lo más común. Incluso aburrido, que se pasa las horas muertas en su estudio leyendo libros de una extensión no menor a las quinientas páginas. Guerra y Paz y Los hermanos Karamazov serían dos prototipos perfectamente válidos. Es además un lector con un gran sentido crítico, que no para de hacer matizaciones a lo leído, incluso comentarios y críticas de cierta extensión y enjundia, que va escribiendo en un cuaderno ad hoc con el título de la propia novela. Los Budenbrook o El Doctor Fausto de Thomas Mann, serían  dos ejemplos. En ocasiones, él mismo se convierte en autor mediante el conocido método de fusilar páginas enteras, variando en ocasiones detalles insignificantes como el color de la corbata del protagonista. En otras, sin embargo, hace lo contrario, y escribe dichas páginas cambiándolo absolutamente todo,  de forma que si llegaran al gran público posiblemente le  granjearían una popularidad fulminante y le convertirían en un autor de moda. Algo a lo que, al mantenerlas ocultas, él mismo se niega. Es una persona extraordinariamente modesta, esa es la clave por la que no opta al reconocimiento ajeno. Dice que en la literatura universal, después de Cervantes y Shakespeare, todo son anotaciones a pie de página o pura filfa, lo que sabe que ya alguien dijo antes que él (y si no eso, algo parecido referido a Platón), y prefiere permanecer en el anonimato.
Jonás, que tal es su nombre completo, es un hombre solitario por voluntad propia, pues después de veinte años casado, decidió comenzar una nueva vida, no porque tal hecho le atrajera, sino con el único objetivo de seguir considerando a la mujer como a un semejante que debe ser tratado con respeto, en un momento en el que la convivencia con la suya comenzaba a hacerle perder los estribos. La verdad es que los primeros tiempos después de la separación se le hicieron duros. En primer lugar porque era un hombre muy metódico y de costumbres fijas, y la ausencia de Leonor al principio fue demasiado evidente. Haciendo honor  a su nombre (valga la cacofonía), se sintió perdido dentro del vientre de una ballena, lo que durante un cierto tiempo le llevó a idealizar a su  ex mujer de nuevo, hasta que en un primer intento de retomar la relación, se enteró de forma brusca y un tanto hiriente, que la que se había vuelto a casar y se había trasladado a Australia.
No obstante, no tardó mucho en reaccionar y darse cuenta de que había otros mundos más allá de ella (independientemente de sus resonancias literarias), y comenzó a establecer relaciones con algunas mujeres que pronto le hicieron ver que la vida tenía sentido incluso sin ellas, aunque tal cosa pueda parecer un contradictoria. A los dos años de su divorcio ya se sentía un hombre nuevo, con otros intereses que no fueran tener contenta a su mujer o hacer todo lo posible para que no le pusiera mala cara al volver a casa, aunque también es cierto que la costumbre le hacía echarla de menos en algunas ocasiones.
Además se aficionó al golf y al tenis, y aunque su cuerpo tampoco estaba ya para demasiadas alegrías, logró practicarlos con asiduidad los fines de semana. Alternaba así las caminatas tranquilas detrás de la pelota en los campos de golf, con la rapidez y energía necesarias para no ser un mero espectador en las pistas de tenis. Para complementarlo, en un par de ocasiones entre semana se acercaba a un gimnasio cercano a su casa, donde con algunos de los aparatos de musculación trataba pura y simplemente de que su cuerpo no se viniera abajo.
La vida en el chalet, eso es cierto, a veces se le hacía un tanto agobiante. Le sobraba espacio por todas partes, y echaba en falta la presencia de sus hijos, ya independizados y lejos de allí. En ocasiones se sorprendía a sí mismo paseando por las habitaciones y tratando de recordar como eran en otro tiempo. Nunca llegó a imaginar entonces que ese momento llegaría y tenía miedo a la soledad, como si fuera algo sobrevenido con lo que él no tenía nada que ver. Sentía cierta compasión por sí mismo, y en ocasiones no le importaba gimotear sentado en el sofá pensando como la vida con frecuencia pasa por delante de nosotros sin que nos demos cuenta, o con la sensación de que no pudimos hacer nada para cambiarla. Salía de esos momentos poniendo la tele y entreteniéndose con cualquier majadería, incluidas las tertulias políticas, o abandonándose a la melancolía con dos buenos lingotazos de coñac, que en el fondo aborrecía, pero que le retrotraían mucho tiempo atrás, cuando aún era un niño y veía hacerlo a su padre.
Por la noche, el momento de meterse en la cama era especialmente delicado, pues aunque procuraba hacerlo muy tarde y leer algo antes de quedarse dormido, con frecuencia se agolpaban en su cabeza demasiados recuerdos. Y si no recuerdos, sensaciones de otro tiempo, en el que dormirse era un puro trámite. Una noche, ya con la luz apagada, salió de esa situación al percibir un rumor sordo pero insistente, como si no muy lejos alguien hubiera encendido un pequeño motor, algo absolutamente imposible teniendo en cuenta que su chalet estaba lo suficientemente alejado del resto como para que tal cosa fuera factible. Encendió la luz y no pudo localizar nada extraño en sus inmediaciones, a no ser la presencia sorprendente de una abeja en la pared frente a su cama. Debía haberse colado por la ventana desde el jardín, y le pareció que lo más adecuado era dejarla en paz hasta que al día siguiente pudiera salir de nuevo. Y volvió a apagar la luz.
 Al día siguiente efectivamente la abeja no estaba allí y el motorcito de la noche había desaparecido o había sido desconectado, por lo que pudo empezar la jornada con una preocupación menos en la cabeza. Ese día lo dedicó exactamente a no hacer nada. Se dedicó a pasear por Madrid cogiendo el Metro y el autobús sin ningún sentido. En varias ocasiones se había propuesto conocer Madrid por zonas (decir barrios le parecía muy antiguo), pero a pesar de que comenzaba con cierta organización, siempre acababa rindiéndose y sentándose en cualquier parque o jardín que le saliera al paso. O metiéndose en cualquier barucho para  tomarse una cerveza y tratar de leer la prensa que tuvieran disponible, aunque pocas cosas le interesaban verdaderamente. Volvió a casa ya casi de noche y bastante cansado después de haber pateado buena parte de Carabanchel y Vallecas, que le parecieron dos lugares sin ningún encanto, en donde la gente iba ajetreada de aquí para allá como si se tratara de una colmena de abejas.
Este pensamiento le sorprendió precisamente al entrar en casa y darse cuenta de inmediato de que varias de estas volaban de aquí para allá armando cierto revuelo, lo que le hizo sentarse de inmediato, sabiendo que solo pican si se sienten amenazadas. Parecía evidente que tenía un problema. Y el asunto le sulfuraba más en la medida que había leído que al parecer en todas partes del mundo estos insectos están poco menos que desapareciendo. No cenó, y finalmente ante la presencia de aquellos bichos en su habitación, decidió establecerse en el salón, que al estar con las puertas cerradas aún no había sido invadido. En algún lugar de la casa, debía esconderse una colmena (en el jardín no porque ya lo había inspeccionado por la mañana), pues era evidente que el zumbido de la noche anterior se debía al movimiento de las abejas en sus panales, que debían estar situado entre el techo y el tejado de la casa a la altura de su cuarto.
Pasó la noche en el salón, pensando que con toda probabilidad las abejas se habían poco menos que adueñado del mismo a través de varias ranuras en la trampilla del techo. Apenas durmió atento como estaba a la situación, y con miedo de que aquellos bichos acabaran invadiéndolo todo y le hicieran desalojar la casa. Se acordó de “Los pájaros” la terrorífica película de Hitchcock, y aunque el encanto de Tippi Hedren logró distraerle unos momentos, enseguida volvió a la realidad y empezó a fantasear con el daño que aquellos seres diminutos podían acarrearle en aquellos momentos de su vida. Pensó que lo más adecuado sería acabar con ellos de forma fulminante, y de hecho tuvo el impulso inmediato de coger su escopeta y liarse a tiros con lo que hubiera allí arriba. Pero eso era una locura y no conocía ningún otro método, por lo que a la mañana siguiente, sin ni siquiera haberse lavado (las abejas estaban por todas partes), llamó al ayuntamiento, que le remitió a la Concejalía de plagas y desinsectaciones, donde una voz casi ofendida le remitió a su vez al Ministerio de Agricultura. Allí, después de hacerle rodar por diferentes secciones, le acabaron comunicando con la sección de Apicultura, donde una señorita le dijo que en dos horas se presentaría en su casa una unidad del departamento para evaluar la situación.
J esperó en la terraza de un bar de las inmediaciones, desde la que se podía contemplar su chalet con toda nitidez. No le dijo nada a nadie, aunque viendo su casa a lo lejos, tuvo la sensación de que era un lugar encantado al que por el momento le resultaba imposible volver. Era absurdo y lo sabía, pero se sentía incapaz de controlar su cabeza imaginando situaciones desagradables, sobre todo a  la colmena echándose sobre él y acabando de una forma tan aparatosa como ridícula con su triste vida. Al rato se acercó de nuevo a su casa y una vez allí, ni siquiera entró en el jardín, aunque afortunadamente a los pocos minutos llegaron los especialistas que suponía iban a dar una solución al problema. Dos de ellos se bajaron del coche vestidos al efecto,  dispuestos a averiguar lo que pasaba. J entró con ellos y les indicó someramente como había sucedido todo, tras lo cual le pidieron que se alejara y procedieron a localizar la colmena. Al salir un cuarto de hora después, le dijeron que efectivamente tenía toda la razón, y que entre el techo y el tejado de la casa había varios panales con decenas de miles de abejas, y que conforme a las normas en vigor, siendo unos insectos protegidos por la ley, de momento no podían hacer otra cosa que confirmar su presencia, informar y esperar a ver como evolucionaban los acontecimientos. “¿No querrá usted quedarse sin flores ni sin miel?” le dijeron a modo de despedida, y rápidamente se metieron en el coche y le dejaron allí con la palabra en la boca. “De todas maneras se lo comunicaremos a la Comunidad, por si ellos pueden llevarse la colmena, aunque va a ser cuestión de semanas”, alcanzó a oír con el coche ya en marcha.

Su vida estaba a punto de sufrir otro cambio radical. En esta ocasión no se trataba de una mujer, sino simplemente de unos bichos que se habían obstinado en apoderarse de lo único que le quedaba. Ante la falta de soluciones prácticas en aquellos momentos, esa noche decidió alojarse en un hostal no demasiado lejos (cuya cuenta cargaría al ayuntamiento, desde luego), y comenzar al día siguiente a buscar soluciones alternativas, entre las que no descartaba que algún desalmado se los cargara, pues pensaba que la muerte de unos cuantos en un rincón de Madrid tampoco iba a suponer un drama. Claro que una vez que la Autoridad había tomado nota de su existencia, su desaparición intencionada podía ser considerada como un delito que acabara llevándole a la cárcel. Por la mañana, como no sabía qué hacer, decidió seguir un día más en el hostal, y para pasar el rato se fue a la biblioteca. No pensaba sacar ningún libro sino quedarse allí leyendo hasta la hora de comer para volver a casa después y ver como seguía el asunto. Se refería lógicamente a las abejas, pues en algunos momentos  llegó a pensar que en los últimos tiempos se le estaba yendo la cabeza, y que quizás todo se trataba de una fantasía que el mismo se había montado. En la biblioteca, cayó en sus manos un libro del escritor sueco Lars Gustaffson, llamado “Muerte de un apicultor”. Al comenzarlo, pronto se enteró de que se trataba del diario de un enfermo terminal, y creyó que se trataba de una pesadilla, pues en esos momentos él mismo podía considerarse un apicultor. No terminó el libro, y decidió que quizás lo más coherente sería volver a casa y reiniciar una vida como Dios manda. Se trataba de una revelación: debía pertrecharse como un profesional y hacerse cargo de la colmena. Sería una forma elegante y ecuánime de redimirse y solucionar  el problema, sin bajas por ninguno de los dos lados. Después de comer con tranquilidad considerando el nuevo giro que pensaba dar a su vida, se compró los utensilios básicos para tratar con los insectos: la careta, los guantes y el ahumador, decidido a entrar en su casa y comenzar su nueva tarea. Quizás su futuro se hallaba en este campo impensado hasta ese momento, colaborando así con Ceres en la fecundidad de un mundo que parecía haberle dado la espalda. Pensó que de todas maneras debía ser precavido, pues algunos podían obstinarse, incluso él mismo, en confundir una colmena con un avispero. Y sufrir las consecuencias.  

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