A J, como a todo
ser vivo, le suceden cosas. Algunas porque él mismo las provoca, y otras porque
sufre los avatares inherentes a su condición humana. Por ejemplo, no puede
evitar tener hambre cada cierto tiempo, y que en que función de la misma, tenga
que acudir al supermercado, e incluso que en algunas ocasiones tenga él mismo
que hacerse la comida. Y en este sentido, a todo el mundo se le ocurrirán
decenas de situaciones que padecerá o disfrutará ineluctablemente, según gustos.
Hay otras, sin embargo, que son solo fruto de su voluntad, como el hecho de ir
a la biblioteca cada semana o desayunar en una cafetería donde ponen unos
churros estupendos.
Independientemente de las anteriores, tiene necesidades
de otro tipo, que a muchos le parecerían sorprendentes, y de las que de hecho
prescinden tranquilamente. Por ejemplo, J cuando ve un agujero, un hueco o una
grieta, siente un deseo irrefrenable de meter en ellos la mano, el puño o un
dedo, lo que más se acomode al lugar en cuestión. O cuando descubre una calle
nueva, sin salida, o un pasaje no percibido hasta entonces, no tiene más
remedio que transitarlo en toda su longitud, lo que si en ocasiones puede
resultar entretenido y tener su gracia, en otras, puede resultar agotador. Pongamos
la Castellana o Arturo Soria. También acostumbra, por extraño que parezca, a
disfrutar de los meteoros a cuerpo gentil, y con las primeras gotas de lluvia o
copos de nieve, se lanza a la calle deseando que su rala cabeza reciba al
líquido elemento en cualquiera de sus formas (Dios le libre de las granizadas y
el pedrisco, por cierto). Los días de viento, sea cual sea la época del año, se
pone una gabardina y sale a la calle esperando que Eolo juegue con ella como con
los molinillos de papel en las terrazas o las veletas en los campanarios. Y lo
cierto es que da gusto verle por las avenidas y las aceras haciendo filigranas,
dibujando figuras, y haciendo algunas piruetas que para sí quisieran las
componentes del equipo nacional de gimnasia rítmica. Pero a no ser por esta
características, digamos que inusuales, J es un mortal de lo más común. Incluso
aburrido, que se pasa las horas muertas en su estudio leyendo libros de una
extensión no menor a las quinientas páginas. Guerra y Paz y Los hermanos
Karamazov serían dos prototipos perfectamente válidos. Es además un lector con
un gran sentido crítico, que no para de hacer matizaciones a lo leído, incluso
comentarios y críticas de cierta extensión y enjundia, que va escribiendo en un
cuaderno ad hoc con el título de la propia novela. Los Budenbrook o El Doctor
Fausto de Thomas Mann, serían dos
ejemplos. En ocasiones, él mismo se convierte en autor mediante el conocido
método de fusilar páginas enteras, variando en ocasiones detalles
insignificantes como el color de la corbata del protagonista. En otras, sin
embargo, hace lo contrario, y escribe dichas páginas cambiándolo absolutamente
todo, de forma que si llegaran al gran
público posiblemente le granjearían una
popularidad fulminante y le convertirían en un autor de moda. Algo a lo que, al
mantenerlas ocultas, él mismo se niega. Es una persona extraordinariamente
modesta, esa es la clave por la que no opta al reconocimiento ajeno. Dice que
en la literatura universal, después de Cervantes y Shakespeare, todo son
anotaciones a pie de página o pura filfa, lo que sabe que ya alguien dijo antes
que él (y si no eso, algo parecido referido a Platón), y prefiere permanecer en
el anonimato.
Jonás, que tal
es su nombre completo, es un hombre solitario por voluntad propia, pues después
de veinte años casado, decidió comenzar una nueva vida, no porque tal hecho le
atrajera, sino con el único objetivo de seguir considerando a la mujer como a
un semejante que debe ser tratado con respeto, en un momento en el que la
convivencia con la suya comenzaba a hacerle perder los estribos. La verdad es
que los primeros tiempos después de la separación se le hicieron duros. En
primer lugar porque era un hombre muy metódico y de costumbres fijas, y la ausencia
de Leonor al principio fue demasiado evidente. Haciendo honor a su nombre (valga la cacofonía), se sintió
perdido dentro del vientre de una ballena, lo que durante un cierto tiempo le
llevó a idealizar a su ex mujer de
nuevo, hasta que en un primer intento de retomar la relación, se enteró de
forma brusca y un tanto hiriente, que la que se había vuelto a casar y se había
trasladado a Australia.
No obstante, no
tardó mucho en reaccionar y darse cuenta de que había otros mundos más allá de
ella (independientemente de sus resonancias literarias), y comenzó a establecer
relaciones con algunas mujeres que pronto le hicieron ver que la vida tenía
sentido incluso sin ellas, aunque tal cosa pueda parecer un contradictoria. A
los dos años de su divorcio ya se sentía un hombre nuevo, con otros intereses
que no fueran tener contenta a su mujer o hacer todo lo posible para que no le
pusiera mala cara al volver a casa, aunque también es cierto que la costumbre
le hacía echarla de menos en algunas ocasiones.
Además se
aficionó al golf y al tenis, y aunque su cuerpo tampoco estaba ya para
demasiadas alegrías, logró practicarlos con asiduidad los fines de semana.
Alternaba así las caminatas tranquilas detrás de la pelota en los campos de
golf, con la rapidez y energía necesarias para no ser un mero espectador en las
pistas de tenis. Para complementarlo, en un par de ocasiones entre semana se
acercaba a un gimnasio cercano a su casa, donde con algunos de los aparatos de
musculación trataba pura y simplemente de que su cuerpo no se viniera abajo.
La vida en el
chalet, eso es cierto, a veces se le hacía un tanto agobiante. Le sobraba
espacio por todas partes, y echaba en falta la presencia de sus hijos, ya
independizados y lejos de allí. En ocasiones se sorprendía a sí mismo paseando
por las habitaciones y tratando de recordar como eran en otro tiempo. Nunca
llegó a imaginar entonces que ese momento llegaría y tenía miedo a la soledad,
como si fuera algo sobrevenido con lo que él no tenía nada que ver. Sentía
cierta compasión por sí mismo, y en ocasiones no le importaba gimotear sentado
en el sofá pensando como la vida con frecuencia pasa por delante de nosotros
sin que nos demos cuenta, o con la sensación de que no pudimos hacer nada para
cambiarla. Salía de esos momentos poniendo la tele y entreteniéndose con
cualquier majadería, incluidas las tertulias políticas, o abandonándose a la
melancolía con dos buenos lingotazos de coñac, que en el fondo aborrecía, pero
que le retrotraían mucho tiempo atrás, cuando aún era un niño y veía hacerlo a
su padre.
Por la noche, el
momento de meterse en la cama era especialmente delicado, pues aunque procuraba
hacerlo muy tarde y leer algo antes de quedarse dormido, con frecuencia se
agolpaban en su cabeza demasiados recuerdos. Y si no recuerdos, sensaciones de
otro tiempo, en el que dormirse era un puro trámite. Una noche, ya con la luz
apagada, salió de esa situación al percibir un rumor sordo pero insistente,
como si no muy lejos alguien hubiera encendido un pequeño motor, algo absolutamente
imposible teniendo en cuenta que su chalet estaba lo suficientemente alejado
del resto como para que tal cosa fuera factible. Encendió la luz y no pudo
localizar nada extraño en sus inmediaciones, a no ser la presencia sorprendente
de una abeja en la pared frente a su cama. Debía haberse colado por la ventana
desde el jardín, y le pareció que lo más adecuado era dejarla en paz hasta que
al día siguiente pudiera salir de nuevo. Y volvió a apagar la luz.
Al día siguiente efectivamente la abeja no estaba
allí y el motorcito de la noche había desaparecido o había sido desconectado,
por lo que pudo empezar la jornada con una preocupación menos en la cabeza. Ese
día lo dedicó exactamente a no hacer nada. Se dedicó a pasear por Madrid
cogiendo el Metro y el autobús sin ningún sentido. En varias ocasiones se había
propuesto conocer Madrid por zonas (decir barrios le parecía muy antiguo), pero
a pesar de que comenzaba con cierta organización, siempre acababa rindiéndose y
sentándose en cualquier parque o jardín que le saliera al paso. O metiéndose en
cualquier barucho para tomarse una
cerveza y tratar de leer la prensa que tuvieran disponible, aunque pocas cosas
le interesaban verdaderamente. Volvió a casa ya casi de noche y bastante
cansado después de haber pateado buena parte de Carabanchel y Vallecas, que le
parecieron dos lugares sin ningún encanto, en donde la gente iba ajetreada de
aquí para allá como si se tratara de una colmena de abejas.
Este pensamiento
le sorprendió precisamente al entrar en casa y darse cuenta de inmediato de que
varias de estas volaban de aquí para allá armando cierto revuelo, lo que le
hizo sentarse de inmediato, sabiendo que solo pican si se sienten amenazadas.
Parecía evidente que tenía un problema. Y el asunto le sulfuraba más en la
medida que había leído que al parecer en todas partes del mundo estos insectos
están poco menos que desapareciendo. No cenó, y finalmente ante la presencia de
aquellos bichos en su habitación, decidió establecerse en el salón, que al
estar con las puertas cerradas aún no había sido invadido. En algún lugar de la
casa, debía esconderse una colmena (en el jardín no porque ya lo había
inspeccionado por la mañana), pues era evidente que el zumbido de la noche
anterior se debía al movimiento de las abejas en sus panales, que debían estar
situado entre el techo y el tejado de la casa a la altura de su cuarto.
Pasó la noche en
el salón, pensando que con toda probabilidad las abejas se habían poco menos
que adueñado del mismo a través de varias ranuras en la trampilla del techo.
Apenas durmió atento como estaba a la situación, y con miedo de que aquellos
bichos acabaran invadiéndolo todo y le hicieran desalojar la casa. Se acordó de
“Los pájaros” la terrorífica película de Hitchcock, y aunque el encanto de Tippi
Hedren logró distraerle unos momentos, enseguida volvió a la realidad y empezó
a fantasear con el daño que aquellos seres diminutos podían acarrearle en
aquellos momentos de su vida. Pensó que lo más adecuado sería acabar con ellos
de forma fulminante, y de hecho tuvo el impulso inmediato de coger su escopeta
y liarse a tiros con lo que hubiera allí arriba. Pero eso era una locura y no
conocía ningún otro método, por lo que a la mañana siguiente, sin ni siquiera
haberse lavado (las abejas estaban por todas partes), llamó al ayuntamiento,
que le remitió a la Concejalía de plagas y desinsectaciones, donde una voz casi
ofendida le remitió a su vez al Ministerio de Agricultura. Allí, después de
hacerle rodar por diferentes secciones, le acabaron comunicando con la sección
de Apicultura, donde una señorita le dijo que en dos horas se presentaría en su
casa una unidad del departamento para evaluar la situación.
J esperó en la
terraza de un bar de las inmediaciones, desde la que se podía contemplar su chalet
con toda nitidez. No le dijo nada a nadie, aunque viendo su casa a lo lejos,
tuvo la sensación de que era un lugar encantado al que por el momento le
resultaba imposible volver. Era absurdo y lo sabía, pero se sentía incapaz de
controlar su cabeza imaginando situaciones desagradables, sobre todo a la colmena echándose sobre él y acabando de
una forma tan aparatosa como ridícula con su triste vida. Al rato se acercó de
nuevo a su casa y una vez allí, ni siquiera entró en el jardín, aunque
afortunadamente a los pocos minutos llegaron los especialistas que suponía iban
a dar una solución al problema. Dos de ellos se bajaron del coche vestidos al
efecto, dispuestos a averiguar lo que
pasaba. J entró con ellos y les indicó someramente como había sucedido todo,
tras lo cual le pidieron que se alejara y procedieron a localizar la colmena.
Al salir un cuarto de hora después, le dijeron que efectivamente tenía toda la
razón, y que entre el techo y el tejado de la casa había varios panales con
decenas de miles de abejas, y que conforme a las normas en vigor, siendo unos
insectos protegidos por la ley, de momento no podían hacer otra cosa que
confirmar su presencia, informar y esperar a ver como evolucionaban los
acontecimientos. “¿No querrá usted quedarse sin flores ni sin miel?” le dijeron
a modo de despedida, y rápidamente se metieron en el coche y le dejaron allí
con la palabra en la boca. “De todas maneras se lo comunicaremos a la
Comunidad, por si ellos pueden llevarse la colmena, aunque va a ser cuestión de
semanas”, alcanzó a oír con el coche ya en marcha.
Su vida estaba a
punto de sufrir otro cambio radical. En esta ocasión no se trataba de una
mujer, sino simplemente de unos bichos que se habían obstinado en apoderarse de
lo único que le quedaba. Ante la falta de soluciones prácticas en aquellos
momentos, esa noche decidió alojarse en un hostal no demasiado lejos (cuya
cuenta cargaría al ayuntamiento, desde luego), y comenzar al día siguiente a
buscar soluciones alternativas, entre las que no descartaba que algún desalmado
se los cargara, pues pensaba que la muerte de unos cuantos en un rincón de Madrid
tampoco iba a suponer un drama. Claro que una vez que la Autoridad había tomado
nota de su existencia, su desaparición intencionada podía ser considerada como
un delito que acabara llevándole a la cárcel. Por la mañana, como no sabía qué
hacer, decidió seguir un día más en el hostal, y para pasar el rato se fue a la
biblioteca. No pensaba sacar ningún libro sino quedarse allí leyendo hasta la
hora de comer para volver a casa después y ver como seguía el asunto. Se
refería lógicamente a las abejas, pues en algunos momentos llegó a pensar que en los últimos tiempos se
le estaba yendo la cabeza, y que quizás todo se trataba de una fantasía que el
mismo se había montado. En la biblioteca, cayó en sus manos un libro del
escritor sueco Lars Gustaffson, llamado “Muerte de un apicultor”. Al
comenzarlo, pronto se enteró de que se trataba del diario de un enfermo
terminal, y creyó que se trataba de una pesadilla, pues en esos momentos él
mismo podía considerarse un apicultor. No terminó el libro, y decidió que
quizás lo más coherente sería volver a casa y reiniciar una vida como Dios
manda. Se trataba de una revelación: debía pertrecharse como un profesional y
hacerse cargo de la colmena. Sería una forma elegante y ecuánime de redimirse y
solucionar el problema, sin bajas por
ninguno de los dos lados. Después de comer con tranquilidad considerando el
nuevo giro que pensaba dar a su vida, se compró los utensilios básicos para
tratar con los insectos: la careta, los guantes y el ahumador, decidido a
entrar en su casa y comenzar su nueva tarea. Quizás su futuro se hallaba en
este campo impensado hasta ese momento, colaborando así con Ceres en la
fecundidad de un mundo que parecía haberle dado la espalda. Pensó que de todas
maneras debía ser precavido, pues algunos podían obstinarse, incluso él mismo,
en confundir una colmena con un avispero. Y sufrir las consecuencias.
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