Quería alcanzar
un estado en el que fuera posible ver la realidad de otra manera. Incluso verla
como algo no real, como si se tratase de una ensoñación que después de todo me
permitiera vivir más desimplicada, y no tomarme las cosas tan en serio. Porque
ese es mi problema, soy incapaz de tomarme a la ligera incluso las situaciones
más simples. Decidí por lo tanto que me vendría bien dedicar un rato diario a
la meditación en una academia de yoga cerca de casa. Los primeros días, una vez
que consulté con el maestro lo que podía esperar, me resultaron bastante
gratos, aunque acababa con la espalda un poco dolorida, porque nos obligaban a
permanecer sentados rectos en el suelo sobre una estera en posición de loto.
Debía concentrarme en la respiración exclusivamente, y de esa manera dejar que
los pensamientos que acudiesen a mi mente no me afectaran. El problema surgió a
la siguiente semana, cuando tras varias sesiones empecé a notar que mis brazos
se levantaban solos, y tuve la clara
sensación de que me estaba convirtiendo en una seta. Oía vagamente a mi
alrededor la voz del maestro dándonos instrucciones, pero paulatinamente dejé
de escucharla, al tiempo que tenía cada vez más arraigada la impresión de ser
un hongo. Sentía mi cuerpo compuesto por ese amasijo extraño de material
fibroso que prolifera en bosques y humedales, y que en el otoño incluso surge inopinadamente
de la corteza de algunos árboles. A esa primera sensación de extrañeza pronto
se añadió un sentimiento de entusiasmo, como si estuviera consiguiendo algo
extraordinario de lo que me sentía muy orgullosa. Además, todos los asistentes,
con el maestro y sus ayudantes incluidos, se estaban también transformando,
aunque nadie pareciera darse cuenta ni se diera por aludido cuando hice un
comentario en ese sentido. Éramos diferentes, eso es cierto, pero todos
cumplíamos los requisitos básicos de esa forma especial de existencia. Una raíz
mínima, que coincidía con los pies, un tallo evidente según el grosor del
interesado, y un sombrero que era lo que más nos diferenciaban, pues los había
de diferente tamaño y tonalidades, algunos incluso con pintas o dibujos muy
originales. Al abrir lo ojos, pude verificar que dicho tamaño tenía relación
con el de la cabeza del interesado, y en las mujeres con el tipo de peinado.
Al poco tiempo
de sentirme embargada por esta sensación empecé a sentir una atracción
irresistible por los champiñones, que poco a poco se fueron convirtiendo en la
parte fundamental de mis comidas. Me hice al poco tiempo una experta en
cocinarlos de mil maneras diferentes, fritos, a la plancha, al horno, al vapor,
con y sin relleno, y con gran variedad de salsas de mi propia invención. No
volví a la academia, aunque en algunas ocasiones al pasar por delante me
cruzaba con el maestro y algunos de los asistentes, que seguían teniendo el
inconfundible aspecto de una seta, aunque lo negaran. Cuando era temporada, me
hice con el equipo imprescindible y pasaba días enteros en el bosque recogiendo
níscalos y setas de cardo, que son las más abundantes en esta zona. Ya en casa
solía ofrecer a mis vecinos, pues me sobraban y era incapaz de darme un atracón
de esas proporciones, que podía acabar conmigo en el camposanto. Mi
desasosiego, pues, ha desaparecido. El
yoga y mi consiguiente transformación en una suerte de amanita me han salvado
la vida. Ya no necesito tranquilizantes, y estoy proyectando pasar largas
temporadas fuera de casa cuando aquí termine la temporada. De hecho, pienso
viajar la próxima primavera a argentina donde tengo algunas amistades que me
aseguran que por esa época en una zona próxima a La Pampa los hongos surgen por
doquier. Para mí, el paraíso.
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