martes, 29 de julio de 2014

HONGOS

Quería alcanzar un estado en el que fuera posible ver la realidad de otra manera. Incluso verla como algo no real, como si se tratase de una ensoñación que después de todo me permitiera vivir más desimplicada, y no tomarme las cosas tan en serio. Porque ese es mi problema, soy incapaz de tomarme a la ligera incluso las situaciones más simples. Decidí por lo tanto que me vendría bien dedicar un rato diario a la meditación en una academia de yoga cerca de casa. Los primeros días, una vez que consulté con el maestro lo que podía esperar, me resultaron bastante gratos, aunque acababa con la espalda un poco dolorida, porque nos obligaban a permanecer sentados rectos en el suelo sobre una estera en posición de loto. Debía concentrarme en la respiración exclusivamente, y de esa manera dejar que los pensamientos que acudiesen a mi mente no me afectaran. El problema surgió a la siguiente semana, cuando tras varias sesiones empecé a notar que mis brazos se levantaban solos,  y tuve la clara sensación de que me estaba convirtiendo en una seta. Oía vagamente a mi alrededor la voz del maestro dándonos instrucciones, pero paulatinamente dejé de escucharla, al tiempo que tenía cada vez más arraigada la impresión de ser un hongo. Sentía mi cuerpo compuesto por ese amasijo extraño de material fibroso que prolifera en bosques y humedales, y que en el otoño incluso surge inopinadamente de la corteza de algunos árboles. A esa primera sensación de extrañeza pronto se añadió un sentimiento de entusiasmo, como si estuviera consiguiendo algo extraordinario de lo que me sentía muy orgullosa. Además, todos los asistentes, con el maestro y sus ayudantes incluidos, se estaban también transformando, aunque nadie pareciera darse cuenta ni se diera por aludido cuando hice un comentario en ese sentido. Éramos diferentes, eso es cierto, pero todos cumplíamos los requisitos básicos de esa forma especial de existencia. Una raíz mínima, que coincidía con los pies, un tallo evidente según el grosor del interesado, y un sombrero que era lo que más nos diferenciaban, pues los había de diferente tamaño y tonalidades, algunos incluso con pintas o dibujos muy originales. Al abrir lo ojos, pude verificar que dicho tamaño tenía relación con el de la cabeza del interesado, y en las mujeres con el tipo de peinado.

Al poco tiempo de sentirme embargada por esta sensación empecé a sentir una atracción irresistible por los champiñones, que poco a poco se fueron convirtiendo en la parte fundamental de mis comidas. Me hice al poco tiempo una experta en cocinarlos de mil maneras diferentes, fritos, a la plancha, al horno, al vapor, con y sin relleno, y con gran variedad de salsas de mi propia invención. No volví a la academia, aunque en algunas ocasiones al pasar por delante me cruzaba con el maestro y algunos de los asistentes, que seguían teniendo el inconfundible aspecto de una seta, aunque lo negaran. Cuando era temporada, me hice con el equipo imprescindible y pasaba días enteros en el bosque recogiendo níscalos y setas de cardo, que son las más abundantes en esta zona. Ya en casa solía ofrecer a mis vecinos, pues me sobraban y era incapaz de darme un atracón de esas proporciones, que podía acabar conmigo en el camposanto. Mi desasosiego, pues,  ha desaparecido. El yoga y mi consiguiente transformación en una suerte de amanita me han salvado la vida. Ya no necesito tranquilizantes, y estoy proyectando pasar largas temporadas fuera de casa cuando aquí termine la temporada. De hecho, pienso viajar la próxima primavera a argentina donde tengo algunas amistades que me aseguran que por esa época en una zona próxima a La Pampa los hongos surgen por doquier. Para mí, el paraíso.

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