Buenos días
Maruja. Como verás, aquí sigo fiel a la cita prometida en mis anteriores
escritos. Supongo que a estas horas de la mañana ya estarás en la playa. Yo
siempre te ubico en ella o comiendo, posiblemente porque eran los dos únicos
momentos en que te veía cuando era chico. Cuando era un chico, quiero decir,
que últimamente mis amistades argentinas hacen que emplee giros que no son de
aquí, sino de allá.
Te imagino ya en
la playa, posiblemente sola o con tu hermana Concha, si es que ha sobrevivido,
pues todo hay que decirlo, era mayor que tú, y ya no eres ninguna niña. Ni yo
tampoco, Maruja. Qué le vamos a hacer. Posiblemente estarás con tu inseparable
sombrilla, de la desde el primer día que recuerdo sobre todo sus colores
desvaídos, y el menosprecio que hacías de ella casi de inmediato. Al llegar es
cierto que te protegías un momento a su sombra, pero a los diez minutos te
salías en busca de tu adorado sol. E incluso en ocasiones, lo recuerdo como si
fuera ayer, la plegabas y la dejabas abandonada sobre la arena como un trasto
inútil. Su presencia a tu lado era pues solo testimonial. Estaba allí como una
forma de representarte ante los demás camino de la playa, pues una vez en ella
maldita la atención que le prestabas. No abuses del sol, Maruja, te lo he
repetido con frecuencia. Y no solo yo, sino quienes bien te quieren y tu propia
familia, aunque a estas alturas ya se habrán dado cuenta de que es inútil.
De todas
maneras, hoy no quería hablar de ti. Me siento terriblemente egoísta y supongo
que no te molestará que te haga algunas confidencias prsonales. Te las hago a
ti porque, aunque no te lo creas, no tengo demasiada gente a quien dirigirme. A
veces me decido y me lanzo y se las cuento a cualquiera, pero la verdad es que
sin ningún éxito. La gente no quiere que le vengas con historias que se salgan
de lo cotidiano. Ya sabes: el tiempo, el fútbol, los políticos, lo mal que va
todo. Esas cosas. Pero no le digas a nadie tus tristezas ni tus problemas personales.
En todo caso son admisibles algunas enfermedades, siempre que sean benignas y
tengan remedio. La gente, Maruja, se asusta enseguida, y piensa, puestos en ese
plan, que uno es un gafe se las puede traspasar, y que lo mejor es quitarse de
en medio de inmediato. Tú, sin embargo, sé que me escucharás cómodamente
tumbada en la playa con el rumor de las olas de fondo que todo lo dulcifican.
Pues resulta que
ya empezó el verano. Que ya no es una promesa a punto de llegar. Se acabó la
poesía, y los buenos augurios del porvenir se acabaron. Lo que toca enseguida
es el otoño, ese tiempo tan bello, pero premonitorio de un invierno que ya se
acerca inexorable. Ya se acabó, Maruja, apenas comenzado. Al menos, eso es lo
que yo siento. Y en los atardeceres me invade una profunda melancolía, sabiendo
que, después de todo, las promesas son solo promesas, y que una vez que llegan
y se hacen realidad, lo único que cabe esperar es a que desaparezcan. No quiero
inquietarte, de verdad. Recuerdo que siempre que hablabas con mamá me mirabas
con un gesto preocupado, como si aquel chico flaco y un tanto amarillento le
fuera a traer problemas en un futuro más o menos inmediato. Pero tranquilízate.
No fue así, y toda mi vida he sido un funcionario de número al servicio de la
Administración del Estado, por lo que ella nunca tuvo que preocuparse demasiado.
En todo caso, al hablar, recuerdo que se tratase del tema que se tratase, enseguida dabas por zanjada
la cuestión dando un manotazo sobre tu falda de volantes. Maruja, no deberías
angustiarte por cualquier minucia. Yo estaba muy flaco, es verdad, pero tal
cosa estaba en mis genes y comía demasiado poco, eso era todo. Y mi color
macilento solo era debido a una acetona inofensiva. No tendrías que haberte
angustiado más de la cuenta.
En cuanto a ti,
Maruja, es posible que a tu edad te empiecen a preocupar ciertos temas, y mi
consejo, si me lo permites, es que afrontes la situación mirándola de frente.
Es posible que el año que viene ya no puedas valerte por ti misma, y la playa
solo sea un sueño irrepetible, pero en esos momentos deberías disfrutar de los
recuerdos que se agolparán en tu cabeza como un néctar delicadísimo que siempre
podrás saborear. Y que conste que al decirte esto me siento un tanto
avergonzado cuando acabo de confesarte la melancolía que me invade al percibir
que al verano ya le queda poco tiempo. Y te voy a poner un ejemplo para que te
sea más claro. ¿Recuerdas el veintitrés de Junio? Fue, como siempre, el día más
largo del año, el día más luminoso. ¿Recuerdas? Pues ya ves, ese día ya no
volverá hasta dentro de un año.
Todo júbilo
excesivo trae aparejada una sensación de fracaso. Es un límite que hace que lo que venga después, decaiga
irremediablemente. Pero no quiero preocuparte con estos pensamientos tan
pesimistas, y en cualquier caso te prometo que cuando llegue el día que no
puedas valerte por ti misma, si es preciso, yo empujaré tu silla de ruedas para
que puedas disfrutar otra vez del mar desde el mirador o el faro.
Para terminar, por si te alegra, también puedo
decirte que cuando a finales de septiembre las nubes oscuras ya se arracimen en
el horizonte, me suele invadir paradójicamente una sensación irrefrenable de
alegría, pues las luces de Navidad ya estarán a la vuelta de la esquina y otro
verano será pronto posible. Entonces te volveré a escribir para saber de ti y
darte ánimo. Maruja.
No hay comentarios:
Publicar un comentario