Llegó el verano y la piscina se hizo una vez más imprescindible. Aquí el
clima es totalmente continental, y si en invierno la temperatura puede
descender hasta los diez grados bajo cero, en esta época alcanza los cuarenta
con frecuencia, y la máxima no suele bajar de treinta. Como resulta
comprensible, la gente que está de vacaciones difícilmente aguanta en casa,
teniendo en cuenta que prácticamente nadie tiene aire acondicionado y los ventiladores
clásicos no son de mucha ayuda. La piscina, situada precisamente en el centro
del pueblo, se vio el sábado pasado
invadida por una multitud que al poco de llegar se lanzó al agua sin
pensárselo mucho (hay que decir que la temperatura de la misma es muy baja pues
procede de las montañas cercanas, que en algunos puntos casi alcanzan los tres
mil metros de altura). En el pasado se han dado casos de crisis cardíacas por
un choque entre la temperatura externa y la del agua, que no llega a los quince
grados, y aunque el ayuntamiento mandó instalar unos carteles advirtiendo del
peligro, la gente no hace demasiado caso. De todas maneras, parece ser que este
año el problema principal no era ese,
sino en la calidad del agua, que por motivos que aún se están investigando,
baja muy turbia, como si desde los manantiales hasta el pueblo sufriera un
proceso que hasta la fecha permanece sin aclarar. El baño, por lo tanto, está
prohibido hasta nueva orden, pero las instalaciones permanecen abiertas y los
habitantes del lugar siguen acudiendo a la piscina con la esperanza de que de
un momento a otro se autorice. Mientras tal cosa ocurre, se sugiere a los
visitantes que se refresquen con las duchas del exterior y en las instalaciones
interiores, y permanezcan a la sombra. Algunos, sin embargo, contraviniendo las
órdenes ese día se echaron al agua,
incapaces al parecer de soportar el calor agobiante. Al salir del agua, los
transgresores fueron de inmediato arrestados para que no cundiera el ejemplo,
pero al poco rato se les pudo ver de nuevo por allí, con lo que resultó
evidente que o bien el castigo consistía en una simple amonestación, o en los
calabozos de la comisaría no había sitio para ellos.
Sorprendentemente, algunos de los que se
tiraron al agua hablaban maravillas, y manifestaban no estar en absoluto de acuerdo
con la prohibición. Según ellos, aunque desde afuera lo pareciera, al agua no
le pasaba nada. Daba la impresión de estar turbia, pero una vez adentro,
resultaba totalmente transparente, pudiendo verse a varios metros con total claridad. El problema podría ser,
dijeron, la existencia de medusas y de una especie de peces fusiformes
parecidos a anguilas o lampreas que habían podido ver, pero una vez cerca de
ellos, tanto las unas como los otros, mostraban un comportamiento
extraordinariamente amigable e incluso familiar, como si apreciaran la
presencia humana o estuvieran domesticados.
La noticia, como
es de imaginar, aunque al principio se tomó como una fantasía, pronto quiso ser
verificada por los bañistas más atrevidos, que se lanzaron al agua con bastante
escepticismo y sin precauciones. Su confirmación de que efectivamente aquello más que una piscina al modo habitual,
parecía un acuario, hizo que el resto de los bañistas de forma paulatina pero
continua, posiblemente movidos por la curiosidad, se lanzaran al agua, que
pronto alcanzó una densidad de usuarios que elevó varios centímetros su nivel.
El jolgorio adquirió al poco rato todas las características de un jubileo o una
verbena acuática, en la que en lugar de bailar, los asistentes se dedicaban a
todo tipo de actividades lúdicas, sin descartar los juegos de variada índole y
las aguadillas. De hecho, fueron inútiles las advertencias de los vigilantes y
la megafonía de la instalación instando a los bañistas a abandonar la piscina.
Y ni siquiera fue suficiente la presencia del alcalde de la localidad, y su
promesa de que si obedecían, al salir todo el mundo sería invitado a almorzar
gratuitamente un menú consistente en gazpacho con tropezones y paella de
marisco. Los bañistas parecían ensimismados, como si aquellas aguas tuvieran
alguna propiedad hipnótica que los tenía atrapados. El problema más grave tuvo
lugar cuando varios menores fueron vistos flotando inermes sobre el agua, sin
duda por el aplastamiento debido a la aglomeración. En algunos de ellos,
además, pudieron observarse algunas mordeduras de cierta entidad, que daban al
traste con el calificativo de amigables e incluso familiares que los primeros
bañistas habían dedicado a los supuestos peces. O que, el hambre estuviera
haciendo estragos entre los bañistas, y algunos hubieran optado por la carne
fresca.
Ante la
inutilidad de las recomendaciones, después de una hora el alcalde recurrió a la
policía, que ocupó las instalaciones y rodeó la piscina con sus armas
reglamentarias en ristre, dispuesta a hacer uso de ellas si fuera necesario. A
todo esto, la gente de la piscina mostraba síntomas evidentes de agotamiento,
pues hay que tener en cuenta que se trata de una olímpica de cincuenta metros,
en la que en su mayor parte no se hace pie. Algunos, a pesar de todo, habían
decidido desde el principio aprovechar la situación para pescar, y proliferaban
los aparejos para la faena, e incluso hubo quienes se zambulleron dotados de
fusiles de pesca submarina. El tinte rosado y pronto decididamente rojo que fue
adquiriendo el agua, hizo enseguida evidente que allí las palabras empezaban a
ser lo de menos, algo que las fauces de varios tiburones asomando a la
superficie dando dentelladas, hicieron notorio pocos instantes después de que
la policía hiciera una descarga al aire a modo de aviso.
Ni que decir
tiene que en esos momentos cundió el pánico, pues nadie había previsto nada ni
remotamente parecido como una de las amenazas a considerar. El alcalde y el resto
del consistorio con todo el personal de la instalación corrían de un lado para
otro dando voces, pero en el fondo, solo de espanto, pues no se les ocurría
nada coherente que recomendar. La policía, mientras tanto, apuntaba lo mejor
que sabía a las cabezas de los escualos cada vez que emergían, e incluso en el
colmo del descontrol y la falta de coordinación, llegaron a cruzar fuego entre
ellos mismos, con el resultado de múltiples bajas, entre ellas varios muertos.
Por si fuera poco, cuando ya la superficie era una especie de sopa macabra sembrada
de cadáveres, irrumpieron como salidos del infierno, los cuerpos de varios cetáceos,
concretamente cuatro orcas despachándose a gusto con los restos del naufragio,
valga la expresión, y una ballena jorobada, que con sus enormes fauces de una
sola vez engulló media piscina con todo su contenido, como si fuera una sopa de
krill. El alcalde totalmente descorazonado se sentó finalmente en un banco y
exclamó “¡Que vengan los arponeros de
Nantucket!”(*), algo del todo imposible dado que Massachussets está a no menos
de siete horas de vuelo. Luego empezó a desvariar definitivamente, y a partir
de ese momento nadie le hizo el menor caso. En la piscina, de repente se hizo
un silencio significativo y el último de los cetáceos se sumergió
definitivamente dando un gran coletazo a modo de despedida.
Poco después
aparecieron varios helicópteros Cobra
dando pasadas rasantes sobre el lugar, no se sabe si tratando de evaluar la
catástrofe o abrir fuego si la situación lo requería. Aunque no cabe descartar
que estuvieran retransmitiendo en directo el acontecimiento para la televisión,
y sacando fotografías para los medios de comunicación del día siguiente.
El origen del
drama sigue sin saberse, aunque empiezan a cobrar cierta verosimilitud varios
indicios que apuntan a una conexión oculta de este remoto pueblo de la sierra
madrileña con el océano Pacífico, el calentamiento global y el fenómeno del
Niño.
(*) Nantucket, isla y puerto al Noroeste de Estados Unidos,
que figura en “Moby Dick”, la celebérrima
novela de Herman Melville, como el lugar donde embarcó en el barco ballenero “Pequod”, Ismael, el joven
marinero protagonista de la obra junto al capitán Akhab.
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