Llega la
madrugada, como ya apunta el título, y me encuentra sentado ante el ordenador
dispuesto a que el estro baje sobre mi cabeza y me ilumine. Después de todo, me
digo, por qué voy a ser yo menos que los apóstoles, esa reunión de gente rara
en alpargatas y túnica, que tampoco se habían esmerado demasiado en el Monte de
los Olivos. Y que conste que al decir esto siento cierto rubor, pensando como
mi mente se adhiere a pensamientos o recuerdos de mi más tierna infancia.
Cuando los padres Juan, Mateo, Agustín o Lorenzo nos adoctrinaban. Bueno, mejor
me callo. Pudo haber sido peor en una madrasa o algo parecido, donde los niños
aprenden de memoria párrafos enteros de una doctrina que para qué, en lugar de
leer a Garcilaso, por poner un ejemplo.
Da la casualidad
que el ordenador está situado sobre una mesa que a su vez está situada al lado
de una ventana, por lo que puedo mirar hacia el exterior y ver lo poco que se
puede ver, teniendo en cuenta que son las cinco de la mañana. Plena noche,
aunque tampoco, pues pronto en esta época los gallos van a lanzar su habitual
carraspera, etcétera etcétera. Siendo de noche, no muy lejos alcanzo a ver a
los plátanos iluminados por los escasos faroles que la sobriedad municipal deja
encendidos bordeando la calle para que no se tenga la impresión, por ejemplo,
de estar en la selva. Cabe decir aquí que la escasa luz amarillenta que los
ilumina les da un toque entre romántico y de película gótica, entre Chopin y el
Príncipe de las Tinieblas. Lo que me hace reflexionar sobre la capacidad de
síntesis de los seres humanos para hacer compatibles la luz y la oscuridad o
Valdemosa y el Averno, que viene a ser lo mismo. Debería irme a la cama, me
digo, y utilizar cualquiera de los afamados métodos para superar el insomnio,
pero algo me mantiene pegado al ordenador. Y no estoy seguro de que sea mi
necesidad de trasladar al mundo una idea o pensamiento definitivo, o más
humildemente teclear como si se tratara de un piano y yo fuera Chopin. Quien
sabe. Hago vagar mi mente por aspectos de mi alrededor capaces de trasladarme a
un lugar más atrayente que este donde me encuentro. Pienso en Katmandú y en Ankgor
Bat, en las ciudades invisibles de Italo Calvino y en Gengis Khan. Pero no encuentro
nada con tal facultad, y la grapadora y la misma impresora se empeñan en ser
exactamente iguales a sí mismas. Un reflejo metálico con pinta de mantis
religiosa y una caja negra y opaca de baquelita o algo parecido. Pensando esto,
recuerdo que tuve un jefe que insistía con relativa frecuencia en soltar frases
filosóficas, de las que por su gesto debía sentirse muy ufano. Una de ellas
consistía en hacer alusión a la “impenetrabilidad” de la materia, algo con lo
que al parecer se hallaba profundamente impresionado, sin duda porque
desconocía que en esa época los átomos ya habían sido descubiertos y que, por
lo tanto, los protones, neutrones y electrones ya tenían algo que decir. Y los
quarks. Cada cual, sin embargo, me digo tratando de no ser vencido por el
sueño, tiene todo el derecho del mundo a manifestar lo que piensa. E incluso lo
que sienta. En todo caso, se trataría de estar preparado para la hoguera o el
premio Nóbel. Dicho lo cual, dedico mis últimos pensamientos al derecho romano
y a la “Utopía” de Thomas Moro, y procedo a irme a la cama con la íntima
satisfacción de los seres que aceptan que el conocimiento es perfectamente
compatible con la estupidez.
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