sábado, 28 de junio de 2014

MADRUGADA

Llega la madrugada, como ya apunta el título, y me encuentra sentado ante el ordenador dispuesto a que el estro baje sobre mi cabeza y me ilumine. Después de todo, me digo, por qué voy a ser yo menos que los apóstoles, esa reunión de gente rara en alpargatas y túnica, que tampoco se habían esmerado demasiado en el Monte de los Olivos. Y que conste que al decir esto siento cierto rubor, pensando como mi mente se adhiere a pensamientos o recuerdos de mi más tierna infancia. Cuando los padres Juan, Mateo, Agustín o Lorenzo nos adoctrinaban. Bueno, mejor me callo. Pudo haber sido peor en una madrasa o algo parecido, donde los niños aprenden de memoria párrafos enteros de una doctrina que para qué, en lugar de leer a Garcilaso, por poner un ejemplo.

Da la casualidad que el ordenador está situado sobre una mesa que a su vez está situada al lado de una ventana, por lo que puedo mirar hacia el exterior y ver lo poco que se puede ver, teniendo en cuenta que son las cinco de la mañana. Plena noche, aunque tampoco, pues pronto en esta época los gallos van a lanzar su habitual carraspera, etcétera etcétera. Siendo de noche, no muy lejos alcanzo a ver a los plátanos iluminados por los escasos faroles que la sobriedad municipal deja encendidos bordeando la calle para que no se tenga la impresión, por ejemplo, de estar en la selva. Cabe decir aquí que la escasa luz amarillenta que los ilumina les da un toque entre romántico y de película gótica, entre Chopin y el Príncipe de las Tinieblas. Lo que me hace reflexionar sobre la capacidad de síntesis de los seres humanos para hacer compatibles la luz y la oscuridad o Valdemosa y el Averno, que viene a ser lo mismo. Debería irme a la cama, me digo, y utilizar cualquiera de los afamados métodos para superar el insomnio, pero algo me mantiene pegado al ordenador. Y no estoy seguro de que sea mi necesidad de trasladar al mundo una idea o pensamiento definitivo, o más humildemente teclear como si se tratara de un piano y yo fuera Chopin. Quien sabe. Hago vagar mi mente por aspectos de mi alrededor capaces de trasladarme a un lugar más atrayente que este donde me encuentro. Pienso en Katmandú y en Ankgor Bat, en las ciudades invisibles de Italo Calvino y en Gengis Khan. Pero no encuentro nada con tal facultad, y la grapadora y la misma impresora se empeñan en ser exactamente iguales a sí mismas. Un reflejo metálico con pinta de mantis religiosa y una caja negra y opaca de baquelita o algo parecido. Pensando esto, recuerdo que tuve un jefe que insistía con relativa frecuencia en soltar frases filosóficas, de las que por su gesto debía sentirse muy ufano. Una de ellas consistía en hacer alusión a la “impenetrabilidad” de la materia, algo con lo que al parecer se hallaba profundamente impresionado, sin duda porque desconocía que en esa época los átomos ya habían sido descubiertos y que, por lo tanto, los protones, neutrones y electrones ya tenían algo que decir. Y los quarks. Cada cual, sin embargo, me digo tratando de no ser vencido por el sueño, tiene todo el derecho del mundo a manifestar lo que piensa. E incluso lo que sienta. En todo caso, se trataría de estar preparado para la hoguera o el premio Nóbel. Dicho lo cual, dedico mis últimos pensamientos al derecho romano y a la “Utopía” de Thomas Moro, y procedo a irme a la cama con la íntima satisfacción de los seres que aceptan que el conocimiento es perfectamente compatible con la estupidez.

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