jueves, 31 de julio de 2014

SIERPES

Lo que en principio podría haber sido ser tomado como una historia surrealista, ha acabado convirtiéndose en un drama. José Manuel, mi marido, Pepe para nosotros y sus amigos, ha sufrido un cambio que ni yo ni nadie puede explicarse, ni creo que ya sea posible en el futuro.  Siempre fue una persona muy introvertida y de pocas palabras, vaya eso por delante, pero lo que ha sucedido no tiene nada que ver, en mi opinión, con el hecho de que fuera un hombre serio e incluso excesivamente circunspecto. Cuando éramos novios, desde luego no era así. Ha sido algo que le ha sobrevenido con la edad o quizás por el mero hecho de ser padre y pensar que tenía que ser un ejemplo para sus hijos, tenemos cuatro, pero creo que se ha pasado porque de hecho, con frecuencia ahora que ya son mayorcitos, el menor tiene ocho años, me solían preguntar por qué papá no dice nada o por qué nos mira de esa forma tan rara.
Y es cierto, quizás yo, acostumbrada después de tantos años de convivencia, no caía en la cuenta, o consideraba que era algo suyo que no tenía demasiada importancia. Pero claro, una cosa soy yo, una persona adulta, y otra los críos que tuvieron que aceptar según pasaban los años a un padre que prácticamente no les dirigía la palabra. Su única ocupación, desde que pidió la excedencia por un año, era leer y jugar al ajedrez en el ordenador, en el que a veces se tenía a sí mismo como contrincante, y en otras a un individuo que vivía en Australia, y con el que al parecer también chateaba de vez en cuando. Me dijo que era un tipo muy interesante y que posiblemente vendría a conocer Europa el año que viene, y que pensaba alojarle en casa. Pero no quiero hablar de eso y perder el hilo. Decía que se pasaba gran parte del día enfrascado en esas dos actividades, y si el ajedrez no era poca cosa, la lectura ya era algo enloquecedor, pues le absorbía hasta el punto que se irritaba muchísimo si alguien le distraía. Y aquí, en mi opinión, es donde comenzó la desgraciada historia que ha dado sentido a esta sinrazón en la que hemos vivido este tiempo. Pepe siempre fue muy aficionado a los bichos, eso hay que decirlo antes de entrar en materia para ir ambientando lo que sigue, y presentarlo como algo relativamente coherente con el desarrollo posterior de su afición. Era muy corriente en otro tiempo verle escrutando de cerca cualquier animalito que se cruzara en su camino, y digo animalito porque no solo le interesaban desde siempre los domésticos, gato, perro, y otros más camperos como los conejos, las gallinas, las ovejas y cualquier case de cuadrúpedo, sino que los pequeños, incluso mínimos, como una hormiga, una mosca o una cucaracha. Sí, he dicho cucaracha ese bicho repugnante en el que al parecer se inspiró un supuesto escritor llamado Kafka para escribir una historia bastante tenebrosa por cierto, que sin embargo es considerada como una obra maestra.
Pero entrando ya en lo que nos interesa, voy a tratar de resumir lo que sigue para que este prólogo no se alargue más de lo conveniente. Hace apenas un año, José decidió que todos los sábados íbamos a salir al campo, según él, único lugar donde la vida puede ser verdaderamente reconocida como tal, algo que los demás aceptamos sin preguntar nada, aunque por una vez, fue algo más explícito y nos dijo que le gustaría que nos aficionáramos a la naturaleza. Unos podían dedicarse a cazar mariposas, otros a los pájaros o los peces, y los más pequeños a investigar con él la fauna exclusivamente terrícola, insectos, ratoncillos, escarabajos, grillos. “E incluso musarañas”, sentenció dando por concluida la información, como si hubiera dicho algo muy importante.
Así que desde el siguiente fin de semana todos aparecíamos en la sierra, donde el nos repartía en tareas, al final de las cuales nos reuníamos y dábamos cuenta de nuestros hallazgos (capturas era una palabra que no le gustaba nada). La verdad es que los chicos se divertían de lo lindo, y Pepe se mostraba entusiasmado, dentro de lo que cabe esperar en una persona como él. Lo más sorprendente era que por su parte siempre se presentaba con una culebra, “una culebrita” decía, que por algún motivo parecía hipnotizarle, y ante la que permanecía largo rato contemplando sus evoluciones, algo que a mí, para que voy a decir otra cosa, simplemente me repugnaba. Con el tiempo fue presentándose con ejemplares cada vez mayores, afortunadamente inofensivos, pero que por su tamaño ya empezaban a causarnos cierto respeto. Sobre todo, el día en que cuando reunimos a toda la fauna, aquel bicho asqueroso se despachó en un santiamén a dos mariposas y un escarabajo. Los chicos se quedaron muy impresionados, pero Pepe se puso a reír a mandíbula batiente al tiempo que  “Hijos míos ¡la depredación!¡la depredación!”, para luego explicar que en la naturaleza unos dependemos de otros, la cadena alimenticia puntualizó, “si no hubiera mariposas por ejemplo, no habría culebras”, sentenció, algo que a mi me sonó raro, aunque entendiese lo que quería decir.
 Regresamos con aquel bicho espantoso, escurridizo y grasiento, que al parecer lo mismo se desenvolvía en tierra que en el agua. Ya en casa lo instaló en su habitación (dormíamos separados hacía tiempo) dentro de una urna de cristal que compró al día siguiente. Desde entonces, empezó a alternar el ajedrez con la lectura y la contemplación del pobre animal, al que para alimentarlo le echaba grillos, caracoles, moscas, y cualquier porquería que cayera en sus manos y le pareciera adecuada. Hasta ese momento, siendo un tanto original, la situación parecía controlada, pero el día que se ausentó durante varias horas y se presentó en casa con una serpiente de un metro de longitud dentro de una mochila, tuve la impresión que la actividad de mi marido estaba empezando a tomar una deriva peligrosa.
 Poco antes de cenar nos congregó a todos en su habitación y nos dijo que estuviéramos atentos, pues todo iba a transcurrir muy rápido. Y así fue, en un segundo sacó a la serpiente del morral y la metió en la urna de cristal, donde como un relámpago se abalanzó sobre la culebra y se la tragó de inmediato, empezando por la cabeza. Todos salimos de la habitación bastante asqueados, pero él todavía se quedó allí con cara de felicidad, como si en lugar de haber contemplado un hecho bastante repugnante, hubiera asistido a un bello espectáculo de luz y sonido. Ya sentados a la mesa, tuvimos que esperarle no menos de diez minutos para que al llegar se sentase con cierta solemnidad y dirigiéndose a todos nosotros nos dijera “¡la depredación!, ya os lo dije el otro día, hijos míos” (al parecer a mí me consideraba también como a una hija).
A partir de aquel día, o más precisamente de la representación de la tarde, Pepe empezó a preocuparme seriamente, sobre todo porque prescindió totalmente de sus partidas de ajedrez, y se volcó definitivamente en los libros y en la wikipedia del ordenador, en los que se hacía evidente su trastorno, pues no paraba de consultar libros y webs sobre serpientes y herpetología (no era cuidadoso y aparte de dejar los libros en cualquier sitio, no borraba su historial en google). Un día me armé de valor y fui a su habitación para decirle que aquello debía terminar, porque los niños se estaban trastornando, y aquel animal de su habitación no hacía más que crecer y podía ser peligroso. Pero la verdad es que me di un susto morrocotudo pues aquel tipo (a aquel señor ya no podía llamarle Pepe y mucho menos mi marido) estaba de pie sobre la cama con aquel monstruo de dos metros enrollado al cuello y prácticamente haciendo carantoñas con él al tiempo que ambos sacaban la lengua, supongo que a modo de saludo. Di un grito y salí corriendo esperando que pronto me diese una explicación. Pero no fue así. Ni siquiera abrió la puerta y ese día no salió de su cuarto para comer.
Afortunadamente al día siguiente se incorporó a la vida familiar como si nada, aunque como de costumbre, apenas abrió la boca y se estuvo la mayor parte del tiempo leyendo en el sofá del salón. Durante la comida, sin embargo, estuvo más hablador de lo habitual, aunque su aspecto dejaba mucho que desear, parecía muy descuidado y no se había afeitado durante días. Al terminar comentó que teníamos un concepto muy equivocado de las culebras y las serpientes, que son seres bondadosos que han sido masacradas a través de los años, y que la razón por la cual buena parte de ellas eran venenosas era para defenderse. Nos recomendó leer un libro de Horacio Quiroga, un escritor uruguayo, que había escrito un cuento que lo explicaba todo llamado “Anaconda”. Luego se tomó el café y volvió a encerrarse en su habitación.
Por la noche, cuando ya estaba a punto de dormirme, oí la puerta de la calle, y me levanté de inmediato para ver de qué se trataba. Era él que salía con una de las bolsas que utilizábamos cuando salíamos de viaje. Me dijo que tenía algo que hacer, y que no me preocupara, que se encontraba bien. Volví a la cama y pasé toda la noche en vilo, dándole vueltas y con miedo, pues en esos momentos ya tenía claro que a pesar de los momentos más o menos lúcidos del mediodía, era conciente de aquel hombre estaba perdiendo la cabeza rápidamente, y tenía que tomar alguna medida, sobre todo por mis hijos que podían estar en peligro. Debí quedarme dormida porque no le oí volver, pero era evidente que estaba en casa porque pude escuchar ruido en su cuarto. Después de que los chicos salieran para el colegio, le eché valor, y como el ruido persistía, fui a su habitación y toque en la puerta con los nudillos. Desde dentro el gritó ¡abre! como si estuviera fuera de sí. Lo hice con mucha precaución, y después de echar un vistazo al interior, cerré de inmediato. Pepe estaba desnudo sobre la cama rodeado de una serie de serpientes enormes, que al moverse a su alrededor hacían un ruido que helaba la sangre en las venas. Yo no sabía demasiado de aquellos animales, que siempre me habían espantado, pero había ojeado algunos de sus libros y tuve el convencimiento de que se trataba de las más peligrosas. Podían ser la víbora del Gabón, la Mamba negra y la Cobra real, entre otras. Desde afuera le grité que no fuera loco y se deshiciera de aquellos monstruos, pero como única respuesta solo recibí una risotada desquiciada que me disuadió de tratar de ayudarle.
Mis hijos, desde luego no iban a volver a aquella casa. Ni yo tampoco. Después de todo, hasta que el asunto se solucionara podíamos vivir en casa de mis padres que era lo suficientemente grande para alojarnos durante unos días. Mientras tanto, no me quedaba otra solución que avisar a la Policía y que esta decidiera la mejor solución. Tuve que hacer cola un buen rato en la comisaría de mi distrito, pero finalmente un inspector, cuya cara de asombro fue aumentando con los minutos, me escuchó durante un buen rato hasta que al final me dijo que le esperara allí un momento. Cuando volvió con dos tipos con batas y varios policías con sus armas reglamentarias, me dijo que les acompañara, que íbamos a ver como iban las cosas por mi casa, y que incluso nos acompañaba el señor comisario.
Al llegar llamamos a la puerta con insistencia durante un buen rato, pues preferí no abrir yo misma para no sobresaltar a Pepe, que suponía que continuaba con sus juegos macabros. Finalmente, ante la falta de respuesta, no me quedó otro remedio que hacerlo, y dirigirnos con precaución a su cuarto. Pero los hechos se precipitaron, y ni siquiera nos dio tiempo a llegar, su puerta estaba abierta y las serpientes campaban a sus anchas por todas partes, por lo que los policías utilizaron de inmediato sus armas y abatieron a todas las que estaban a la vista. La situación era complicada porque seguramente había otras escondidas debajo de los muebles. Yo debí perder la cabeza, porque ajena al peligro, me dirigí directamente al cuarto esperando ver a mi marido, o lo que quedara de él allí. Pero no estaba. Sobre la cama solo había una gigantesca serpiente que casi no cabía en ella, y que me miraba fijamente. Debía tratarse de una pitón o una anaconda, que era la preferida de Pepe. Sí debía ser una anaconda que, dado su tamaño, yo no entendía de donde podía haber salido. No se movía, como si estuviese malherida o enferma, y no sé por qué sentí por ella una profunda lástima. Me senté cerca de ella y me eché a llorar. Todo era demasiado sencillo, pero demasiado terrible.
Cuando entró el comisario se quedó aterrorizado y le dije “Dispare, señor comisario, dispare. Será lo mejor”.


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