Maruja, me
acuerdo de ti perfectamente. Eras una persona mayor y sumamente delgada. No se
me van de la cabeza tus brazos asarmentados en los que se podían distinguir con
toda nitidez las venas que los recorrían de arriba abajo, como es natural.
También en otras partes de tu cuerpo, en lo que a mí se me alcanzaba,
lógicamente, se podía a apreciar la rica capilaridad de tu circulación
periférica, sobre todo en tus mejillas. Afortunadamente solía verte en verano,
y como enseguida te ponía absolutamente negra (que no morena), todo eso pasaba
a un segundo plano, y dabas la impresión de ser una persona perfectamente
irrigada.
Pero siendo todo
lo anterior importante, sobresalían en ti otros detalles que no escapaban a mi
mente infantil. Hablabas a gritos, Maruja, y eso sí que resultaba desagradable
para un cerebro todavía en formación en aquella época. Tus palabras resultaban
como dagas que de las que me resultaba fácil deshacerme. Luego me dijeron algo
de tus cuerdas vocales y fui más comprensivo, aunque como comprenderás no
aguantaba demasiado tiempo a tu lado y tenía que poner tierra de por medio. Y
era una pena, porque reconozco que los temas de los que tratabas solían tener
su enjundia para la época, pues para nada hacías honor a tu nombre
entreteniéndote con banalidades o cotilleos como podría esperarse. Lo que más
te preocupaba, lo recuerdo como si fuera ayer, eran la ineluctabilidad de la
caída de los cuerpos sólidos dentro de un campo gravitatorio y el principio de
equivalencia. Pero, sobre todo, la necesidad del ser humano de llegar a ser
quien realmente es, y en este sentido emparentabas con Teilhard de Chardin, y
monseñor Escrivá de Balaguer echándole mucha imaginación.
Luego debo
confesarte que me divertía verte a lo lejos siempre de aquí para allá como si
no pudieras estarte quieta dando grandes zancadas en cualquier dirección y
agitando los brazos como aspas. Qué derroche de energía. Eras muy expresiva,
esa es la verdad, y tratabas de apoyar tus puntos de vista con una gestualidad
que a algunos podía resultar excesiva, pero que yo ahora calificaría como rica
y barroca.
También me
llamaba la atención que a tus años, ya no bajabas de los setenta, seamos
sinceros, usaras un vestuario muy juvenil y atrevido para entonces, con unas
enormes faldas de gran colorido con volantes, a los que solías dar unos
manotazos tremendos cada dos por tres para que se mantuvieran en su sitio,
sabiendo que ya no estabas para exhibiciones.
En resumidas
cuentas, Maruja, que hoy me he acordado de ti, sin duda porque ya estamos en
verano y seguro que a pesar de los años transcurridos te preparas para ir a la
playa, y ponerte negra y casi irreconocible como solía ser tu costumbre. Pero a
mi no me engañas y soy consciente de tu circulación un tanto defectuosa.
Ten cuidado con las olas y la resaca, Maruja,
que siempre te lo tengo que repetir. Dado tu poco peso, el agua puede
arrastrarte mar adentro con suma facilidad, y no quiero perderte ahora que te
he vuelto a encontrar. En cualquier caso, ten la certeza que desde la playa
permaneceré atento a tus evoluciones. Siempre fuiste fácilmente identificable
por ese gorrito de baño con flores naranja que te hacían destacar con toda
nitidez sobre la espuma, tan frecuente en el Cantábrico, como sabes. Y en este
sentido tengo que decirte algo que te gustará. Y que incluso te emocionará, y
que siendo tan patriota como eres, es posible que hasta te haga llorar. Eres
perfectamente identificable sobre las aguas, Maruja, y nadie podrá confundirte
con un pez vela ni con el enemigo, porque compartirás con la enseña patria la
característica por la que fue elegida por Carlos III como bandera Nacional. Los
marinos, que ya la utilizaban se sintieron muy orgullosos. Y yo no espero otra
cosa de ti, Maruja.
Otro día me
volveré a poner en contacto contigo, pues todavía tengo algunas recuerdos que
me gustaría compartir contigo.
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