-Estamos jugando
al fútbol en una calle de Valencia. Al mismo tiempo, los jugadores podemos
percibir la mascletá que estalla en esos momentos, y las fallas ansiosas y a
punto de arder. Los dos equipos nos sentimos tentados de abandonar el terreno
de juego y unirnos a la fiesta, pero nuestros entrenadores son inflexibles y
nos amenazan con la baja laboral y el paro. Por lo tanto, nos contenemos, ya
que siendo pobres pondríamos a nuestras familias en un estado de necesidad
extrema, y no queremos acudir a los comedores sociales. De repente, sin
embargo, todo se calma y recobra sus características habituales, momento en el
que el balón se convierte en una paella de buenas proporciones que todos compartimos
con la certeza de haber llegado a un acuerdo satisfactorio para las entidades
respectivas.
-El urólogo, que
independientemente de su título de doctor, que cuelga en la pared de su
despacho, es amigo personal mío, dice que sería conveniente, visto lo visto,
que cada año pase por su consulta, pues padezco una hiperplasia de próstata,
que siendo benigna, puede tenerme pendiente de ir al baño cada diez minutos. La
solución sería operarme al estilo antiguo, nada de láser, pero no puede
asegurarme que tras la intervención no tenga dificultades de otro orden, que
hagan imprescindible la viagra. Le digo que adelante, y quedamos que él mismo
meterá tijera y bisturí, y me restituirá a un caudal que me hará recordar con
felicidad la añorada adolescencia. Dice
que con los avances de la ciencia lo demás es secundario, estando previstos el empleo
de métodos alternativos, en los que la utillería de los sex-shops no sería lo
de menos.
- Entre todos
los hermanos hemos salvado a un bebé. Se trata casi de un recién nacido al que
percibimos desde lo alto del puente sobre los restos de unos árboles apilados
contra una de sus pilastras. A pesar de nuestro asombro y de casi sufrir un
shock colectivo, somos capaces de vadear las aguas y recuperar al niño, que una
vez en nuestros brazos nos da las gracias haciendo constar en perfecto
castellano, que sin nuestra ayuda su vida habría sido una vida fallida. Le
damos la razón y tratamos de que se calme, algo que una vez conseguido al poco
de llegar a la orilla en nuestros brazos, hace que se convierte en un gato
irascible, para nada de acuerdo con la crecida aleatoria de los ríos. Tratamos
de ser razonables, pero el pequeño felino no se anda con contemplaciones y nos
araña, momento en el que juzgamos que ya es suficiente, y lo abandonamos en la
corriente río abajo. Al alejarse recobra de nuevo la apariencia de un bebé, y
ya a punto de perderse en un meandro donde las aguas ganan en turbulencia, nos
dedica una sonrisa que enternece nuestros corazones.
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