Me cuesta moverme, pero he hecho un esfuerzo, he
salido de la cama y me he sentado frente al ordenador en el estudio. Está al
fondo del salón en una habitación inverosímil que hace esquina y da a dos
calles, para lo cual los arquitectos (o lo que fueran) tuvieron que torturarla
de mala manera y que encajase en el edificio. Ya sentado me he sentido bastante
aliviado, no desde luego por ocupar una situación especial frente al aparato,
sino en el espacio. Me he imaginado a mí mismo visto desde la calle, y no he
podido dejar de soltar una carcajada al verme en una posición un tanto
inverosímil que no voy a explicar aquí, principalmente porque no me siento
capaz y porque después de todo no tiene demasiado sentido.
Hoy es día uno de Enero de 2016, que en mi caso no
tiene nada que ver con un año prometedor ni tampoco con el hecho de tener uno
más en mi cuenta dentro de nada. Creo que se trata sobre todo de la sensación
de haber dejado atrás unos días en los que se tiene que ser feliz o parecerlo
por orden ministerial, so pena de ser considerado como un bicho raro o un
aguafiestas. Vuelve por lo tanto la normalidad, cuando una ya puede ser lo que
es. Caso de no tener doble o triple personalidad, claro está, aunque aún así
también podría ser cierta la afirmación anterior. Después de todo, los
monstruos de dos o tres cabezas tienen su gracia y son relativamente comunes
como metáfora.
Desde el fondo del pasillo me llega la música
empalagosa de la familia Strauss, que al parecer pone contento a todo el mundo,
en una especie de revival anual en el que la gente regresa a la infancia con la
candidez típica de ese periodo de la vida, pero también con toda su ñoñería
(que por cierto no tiene nada que ver con los niños). En general le cuesta
mucho reconocer que es entonces cuando se forjan las mentes más depravadas, y
aquí no solo recuerdo a Freud y su infante perverso polimorfo fantaseando con
su propia madre, sino sobre todo con los psicópatas, que con toda probabilidad
organizan entonces su desquiciada maquinaria mental, que tiempo después podría
llevarles a cortar el cuello a su propio padre (seguimos con la familia
nuclear) sin la menor culpabilidad.
A pesar de lo dicho en el párrafo anterior, lo
cierto es que según pasa el tiempo y el concierto avanza, crece en mí la
expectación de que finalmente lleguemos a la marcha Radetzky para ponerme a dar
palmas acompañando a los espectadores de la sala en Viena y a millones de
televidentes por todo el mundo (no sé si a los chinos les está permitido). Llevo
años tratando de combatir esta tendencia, pero debe ser un meme que ha
arraigado en mi dotación genética y no hay manera de quitármelo de encima, a
pesar de la mala conciencia progresista que me genera.
Finalmente, sin embargo, siguiendo un impulso que
me llega de las regiones más profundas de mi ser desconocidas para mí hasta ese
momento, cuando está a punto de arrancar la celebérrima marcha, el dedo índice
de mi mano derecha aprieta un botón del mando a distancia, y sobre la pantalla
de la televisión de plasma de 47 pulgadas aparece la imagen inquietante de uno
de los últimos urogallos de los Picos de Europa en la época de celo,
persiguiendo a una hembra para cumplir una función reproductiva que en
comparación con los músicos vieneses me parece absolutamente fuera de contexto,
pero me alivia en la medida que dejo de ser lo que se espera de mi.
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