miércoles, 6 de enero de 2016

INCIDENCIAS SEXTA VELADA



Me cuesta moverme, pero he hecho un esfuerzo, he salido de la cama y me he sentado frente al ordenador en el estudio. Está al fondo del salón en una habitación inverosímil que hace esquina y da a dos calles, para lo cual los arquitectos (o lo que fueran) tuvieron que torturarla de mala manera y que encajase en el edificio. Ya sentado me he sentido bastante aliviado, no desde luego por ocupar una situación especial frente al aparato, sino en el espacio. Me he imaginado a mí mismo visto desde la calle, y no he podido dejar de soltar una carcajada al verme en una posición un tanto inverosímil que no voy a explicar aquí, principalmente porque no me siento capaz y porque después de todo no tiene demasiado sentido.



Hoy es día uno de Enero de 2016, que en mi caso no tiene nada que ver con un año prometedor ni tampoco con el hecho de tener uno más en mi cuenta dentro de nada. Creo que se trata sobre todo de la sensación de haber dejado atrás unos días en los que se tiene que ser feliz o parecerlo por orden ministerial, so pena de ser considerado como un bicho raro o un aguafiestas. Vuelve por lo tanto la normalidad, cuando una ya puede ser lo que es. Caso de no tener doble o triple personalidad, claro está, aunque aún así también podría ser cierta la afirmación anterior. Después de todo, los monstruos de dos o tres cabezas tienen su gracia y son relativamente comunes como metáfora.



Desde el fondo del pasillo me llega la música empalagosa de la familia Strauss, que al parecer pone contento a todo el mundo, en una especie de revival anual en el que la gente regresa a la infancia con la candidez típica de ese periodo de la vida, pero también con toda su ñoñería (que por cierto no tiene nada que ver con los niños). En general le cuesta mucho reconocer que es entonces cuando se forjan las mentes más depravadas, y aquí no solo recuerdo a Freud y su infante perverso polimorfo fantaseando con su propia madre, sino sobre todo con los psicópatas, que con toda probabilidad organizan entonces su desquiciada maquinaria mental, que tiempo después podría llevarles a cortar el cuello a su propio padre (seguimos con la familia nuclear) sin la menor culpabilidad.



A pesar de lo dicho en el párrafo anterior, lo cierto es que según pasa el tiempo y el concierto avanza, crece en mí la expectación de que finalmente lleguemos a la marcha Radetzky para ponerme a dar palmas acompañando a los espectadores de la sala en Viena y a millones de televidentes por todo el mundo (no sé si a los chinos les está permitido). Llevo años tratando de combatir esta tendencia, pero debe ser un meme que ha arraigado en mi dotación genética y no hay manera de quitármelo de encima, a pesar de la mala conciencia progresista que me genera.





Finalmente, sin embargo, siguiendo un impulso que me llega de las regiones más profundas de mi ser desconocidas para mí hasta ese momento, cuando está a punto de arrancar la celebérrima marcha, el dedo índice de mi mano derecha aprieta un botón del mando a distancia, y sobre la pantalla de la televisión de plasma de 47 pulgadas aparece la imagen inquietante de uno de los últimos urogallos de los Picos de Europa en la época de celo, persiguiendo a una hembra para cumplir una función reproductiva que en comparación con los músicos vieneses me parece absolutamente fuera de contexto, pero me alivia en la medida que dejo de ser lo que se espera de mi.

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