-Esta tarde han venido a casa Ángel y Luisa, mis vecinos del
piso de arriba. Su petición fue vernos en un bar cercano, pero yo prefería
citarlos en casa porque no me viene bien bajo ningún punto de vista salir para
escuchar cuatro sandeces. Qué otra cosa se le pueden ocurrir a un matrimonio al
que conozco hace veinte años y con los que no he cruzado más de diez palabras.
-Vienen a eso de las siete y media y después de hacerles
sentar en el sofá, enseguida les sirvo un piscolabis con la suficiente entidad,
sin embargo, como para que se queden satisfechos y no pretendan quedarse a
cenar.
-Ya reunidos los tres, yo sentado en una especie de
silla/balancín bastante incómoda y que no suelo utilizar, acabo preguntándoles
a qué se debe su proposición, que por otro lado me parece estupenda. Ángel tras
unos instantes de titubeo y varios intentos de irse por las ramas, acaba
confesándome que se sienten muy inquietos porque tienen la impresión de que “no
son de este mundo” (sic).
-Encajo su afirmación tratando de no descomponer el gesto,
pues la verdad es que coincide con mi idea de los últimos tiempos de ser un
extraterrestre, que viene a ser lo mismo si no consideramos ciertos aspectos
filosóficos de cualquiera de ellas. Hago un esfuerzo y tratando de parecer
tranquilo les pregunto el por qué de su impresión.
- Toma el relevo Luisa, y dice que más que hechos cuentan con
indicios. Voces, sonidos e incluso destellos luminosos en su casa en plena
noche, pero que carecen de existencia real, pues por más que han indagado no
han logrado ver nada especial.
-Les hago saber mi sorpresa porque tal cosa solo indicaría
que en su domicilio se dan fenómenos paranormales, pero en absoluto confirmaría
que ellos “sean de otro mundo”. A continuación, para no decepcionarles, les
confieso mis sospechas de ser un extraterrestre basadas en averiguaciones
personales y la opinión de un afanado ufólogo de la televisión. Incluso les
hablo de la posibilidad de que un vampiro me aceche por la noche y les muestro
las ristras de ajo sobre el cabezal de mi cama.
-Al verlas, parecen entusiasmados y me preguntan si me
quedarían algunas más para hacer ellos lo mismo de inmediato. Les digo que no
pero que tengo varias cabezas de ajo que podrían hacer la misma función en un
bol sobre la mesilla de noche, y que estoy encantado de podérselas ofrecer.
-Poco antes de irse después de devorar el simulacro de cena
que les he puesto (ese era mi objetivo), les recito unos párrafos de “El ser y
la nada” de Jean Paul Sastre, asegurándoles que son una especie de conjuro
contra los malos espíritus, al tiempo que una forma sencilla de volver a ser
simplemente humanos después de leerlos o escucharlos y no entender nada, como
ha sido el caso.
-Cuando tres horas más tardes me meto en la cama, quito de
mala manera las ristras de ajo de mi habitación y me entran unas ganas
furibundas de clavarle una estaca en el pecho al conde Drácula. O en su defecto
a Ángel, el vecino de arriba, después de todo dice no ser de este mundo. Con
las señoras soy más respetuoso.
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