domingo, 24 de enero de 2016

INCIDENCIAS DÉCIMA VELADA



Son las tres de la tarde y en esta época en el trópico suele llover. El trópico es así: llegan unas nubes de improviso y descargan un aguacero impresionante.  Al poco rato, sin embargo, el sol vuelve a salir y con la humedad el calor se hace aún más intenso y sofocante. Pero eso, después de todo, no tiene demasiada importancia para mí. De una u otra forma yo voy a lo mío y no me importa el tiempo que haga, como mucho tendré que coger un paraguas o esperar un rato, aunque en ocasiones ni siquiera eso. Salgo a cuerpo y no me importa calarme hasta los huesos. A ella no le importa mi aspecto: siempre me recibe. Una vez allí todo sucede con demasiada rapidez para el interés que he puesto en ello, aunque enseguida entiendo que no podría ser de otro modo. Y si lo fuera, posiblemente sería peor.
Por lo general, al verme cuando llego sonríe levemente, como si a pesar de algunas confidencias que le he hecho en sentido contrario, tuviera la certeza de que siempre volveré. Lo más frecuente es que, si no está ocupada, me acerque de inmediato y ella me imponga las manos sobre la cabeza, al tiempo que recita una especie de letanía de la que no entiendo absolutamente nada. Permanecemos así durante unos minutos, los dos con los ojos cerrados, como si de esa manera todo fuera más fácil. En esos momentos siento descender sobre mí una lluvia finísima, casi una niebla que me envuelve y me conduce a un lugar desconocido, donde por un instante creo que voy a perder los sentidos. Pero tal cosa nunca sucede, y finalmente me da un golpecito en la cabeza con mucha delicadeza y me dice “Ya está”. A continuación me siento cerca de ella unos momentos y pronto siento su mirada sobre mí, y sé que me tengo que ir porque otros esperan
Hay ocasiones, sin embargo, en las que lo que sucede no tiene demasiado que ver con lo anterior. Al acercarme, ella me recibe con los brazos abiertos y me abraza dejando que mi cabeza repose sobre sus pechos. Son grandes y cálidos y entre ellos tengo la sensación de regresar a la infancia o en cualquier caso a un lugar de donde nunca debí salir. Pero la ceremonia más extraña tiene lugar otros días que en nada se parecen a ninguno de los mencionados. En ellos, nada más cruzar el umbral de la puerta se respira de inmediato un arma dulzón, una especie de mezcla de incienso de pachuli y agua de rosas, que anticipa lo que va a suceder a continuación. Al verme, se despoja violentamente de una túnica color azafrán que la cubre y se echa desnuda sobre un jergón en el suelo, al tiempo que dirigiéndose a mí me grita “¡Ahora!” Y yo sé que no puedo rehusar si no quiero pagar las consecuencias. Es una compensación por la satisfacción de otros días. Al parecer ella también tiene sus necesidades y no duda ni por in instante en exigirme que las satisfaga, aunque nada tengan que ver con las mías. Yo lo aborrezco desde la primera vez, pero me someto, pues ella no aceptaría una negativa como respuesta. Los días con lluvia o con sol en el trópico están comenzando a ser frecuencia demasiado exigentes, y suponen una servidumbre que he decidido dejar de pagar en cualquier momento

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