Son las tres de la tarde y
en esta época en el trópico suele llover. El trópico es así: llegan unas nubes
de improviso y descargan un aguacero impresionante. Al poco rato, sin embargo, el sol vuelve a
salir y con la humedad el calor se hace aún más intenso y sofocante. Pero eso,
después de todo, no tiene demasiada importancia para mí. De una u otra forma yo
voy a lo mío y no me importa el tiempo que haga, como mucho tendré que coger un
paraguas o esperar un rato, aunque en ocasiones ni siquiera eso. Salgo a cuerpo
y no me importa calarme hasta los huesos. A ella no le importa mi aspecto:
siempre me recibe. Una vez allí todo sucede con demasiada rapidez para el
interés que he puesto en ello, aunque enseguida entiendo que no podría ser de
otro modo. Y si lo fuera, posiblemente sería peor.
Por lo general, al verme
cuando llego sonríe levemente, como si a pesar de algunas confidencias que le
he hecho en sentido contrario, tuviera la certeza de que siempre volveré. Lo
más frecuente es que, si no está ocupada, me acerque de inmediato y ella me
imponga las manos sobre la cabeza, al tiempo que recita una especie de letanía
de la que no entiendo absolutamente nada. Permanecemos así durante unos
minutos, los dos con los ojos cerrados, como si de esa manera todo fuera más
fácil. En esos momentos siento descender sobre mí una lluvia finísima, casi una
niebla que me envuelve y me conduce a un lugar desconocido, donde por un instante
creo que voy a perder los sentidos. Pero tal cosa nunca sucede, y finalmente me
da un golpecito en la cabeza con mucha delicadeza y me dice “Ya está”. A
continuación me siento cerca de ella unos momentos y pronto siento su mirada
sobre mí, y sé que me tengo que ir porque otros esperan
Hay ocasiones, sin
embargo, en las que lo que sucede no tiene demasiado que ver con lo anterior.
Al acercarme, ella me recibe con los brazos abiertos y me abraza dejando que mi
cabeza repose sobre sus pechos. Son grandes y cálidos y entre ellos tengo la
sensación de regresar a la infancia o en cualquier caso a un lugar de donde
nunca debí salir. Pero la ceremonia más extraña tiene lugar otros días que en
nada se parecen a ninguno de los mencionados. En ellos, nada más cruzar el
umbral de la puerta se respira de inmediato un arma dulzón, una especie de mezcla
de incienso de pachuli y agua de rosas, que anticipa lo que va a suceder a
continuación. Al verme, se despoja violentamente de una túnica color azafrán
que la cubre y se echa desnuda sobre un jergón en el suelo, al tiempo que
dirigiéndose a mí me grita “¡Ahora!” Y yo sé que no puedo rehusar si no quiero
pagar las consecuencias. Es una compensación por la satisfacción de otros días.
Al parecer ella también tiene sus necesidades y no duda ni por in instante en
exigirme que las satisfaga, aunque nada tengan que ver con las mías. Yo lo
aborrezco desde la primera vez, pero me someto, pues ella no aceptaría una
negativa como respuesta. Los días con lluvia o con sol en el trópico están
comenzando a ser frecuencia demasiado exigentes, y suponen una servidumbre que
he decidido dejar de pagar en cualquier momento
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