lunes, 16 de noviembre de 2015

EXTRAÑAMIENTOS TRES



Cuando Rigoberto Fernández Rubiroso, funcionario del Cuerpo de Correos en excedencia, se despertó a las cinco y diez minutos de la mañana del día catorce de Marzo de mediados del siglo pasado, lo primero que se le vino a la cabeza fueron el principio de aleatoriedad y la ineluctabilidad del azar, temas que abandonó de inmediato tras apuntarlos en una hoja de papel y guardarla de inmediato en el cajón de la mesilla de noche. Este tipo de acaecimientos eran bastante comunes en los últimos tiempos de Rigoberto, pues casi a diario se despertaba llamado por no se sabe que urgencias intelectuales que llevaban a su cabeza temas de lo más variopintos, de los que él dejaba constancia de la forma reseñada más arriba, aunque al día siguiente no los hiciera el menor caso. Eso sí,  nunca se olvidaba de ponerlos a buen recaudo, pues tenía la vaga intuición de que podrían serle de alguna utilidad en el futuro. Quien sabe si, aunque entonces no se diera cuenta en toda su dimensión, imaginaba que sus anotaciones podría tener un significado oculto muy valioso, o que entre todas pudieran llegar a componer un interesante ensayo sobre cualquiera de los temas tratados en las mismas. O incluso que pudieran llegar a descubrir en él a un poeta original, cuya producción podría suponer en ese mundo algo parecido a lo que supuso en su día la música dodecafónica respecto a la clásica o la pintura abstracta respecto a la figurativa, por poner dos ejemplos sencillos.
Con independencia de lo anterior, la vida de Rigoberto transcurría plácidamente dedicada a sus aficiones favoritas, los juegos de azar y la petanca en un club cercano a su casa, y absolutamente ajena a sus devaneos nocturnos debidos a su inveterado insomnio desde que pidió la excedencia por recomendación de su médico, a causa de ciertos trastornos psíquicos que aconsejaban un periodo de descanso nunca inferior a dos años.
 En cualquier caso, al cabo de cierto tiempo, cuando las notas empezaron a tener mal acomodo en el cajón de la mesilla de noche, tuvo que utilizar otro en la cómoda, momento en el que se dio cuenta de la importancia de su producción y empezó a valorar a su otro yo, el que se despertaba intempestivamente por las noches y escribía enfebrecidamente lo que le venía a la cabeza. Fue por entonces cuando, antes de apagar la luz para dormir, solía echar un vistazo al interior de los cajones y sentía como si a partir de entonces él no fuera solo aquel del que tenía conciencia y a quien saludaban cada mañana sus vecinos en el ascensor o la escalera, sino un hombre nuevo todavía por descubrir. De esta manera llegó el día en que sintió un impulso irrefrenable de examinar sus notas con más detalle, y se puso a la tarea con entusiasmo pensando encontrar en ellas, a pesar del desbarajuste, alguna coherencia o quien sabe si un mensaje con cierto sentido. En un principio, las ordenó según el número de palabras, luego de acuerdo con los temas aludidos, y finalmente en función de la existencia o no de determinantes, conjunciones copulativas o adverbios, siguiendo un método aleatorio pero riguroso, sin duda motivado por su afición a la gramática. Fue un trabajo concienzudo pero que no le dio ninguna idea nueva, por lo que una tarde en la que se encontraba especialmente impaciente, incapaz de hallar ningún orden inteligible y sí un marasmo sin pies ni cabeza, lo mandó todo al garete dando un violento manotazo a los montoncitos de anotaciones creados laboriosamente a lo largo de aquellos días.
A partir de aquel día ya nada fue igual para Rigoberto. Su fracaso hizo que su vida cambiara radicalmente, especialmente en el sentido de que por las noches no volvió a despertarse ni por tanto a escribir nota alguna. Dormía profundamente y por las mañanas le costaba mucho levantarse, como si estuviera afectado por una especie de narcolepsia intermitente. Su estabilidad emocional se vio muy afectada, y de nada sirvieron los antidepresivos ni los tranquilizantes que le recetó el psiquiatra. Y lo mismo puede decirse de las sesiones de yoga y las de psicoterapia, en las que el psicólogo se empeñó en que hiciera algo de terapia ocupacional tocando el tambor y practicando la papiroflexia y el origami. La vida de Rigoberto parecía haber perdido todo sentido, a pesar de que al no tener ya insomnio mejoró bastante su aspecto, engordó y se le quitaron las ojeras que en los últimos tiempos habían sido su característica física más llamativa. A ojos de sus amistades parecía un hombre nuevo, ignorantes, sin embargo, del drama que se desarrollaba en su interior.
Afortunadamente, poco después, lo que en principio solo fue una original intuición de su cerebro, hizo que Rigoberto volviera de nuevo a sus cabales (si la extrema delgadez, el insomnio y las ojeras se pueden tomar como síntomas de tal hecho). Sucedió que una noche en la que se volvió de nuevo a despertar, se le ocurrió guardar de nuevo en el cajón unas notas cuya peculiaridad en aquellos momentos fue que estaban totalmente en blanco. Nada de apuntes, anotaciones, sueños ni nada parecido: solo unos recortes de papel en los que como mucho en alguna ocasión se permitía hacer algunos perfiles. Supo de esta manera que el vacío, el silencio y la falta de objetivos eran en el fondo las cualidades más auténticas de su personalidad, su verdadero ser, sobre las que podría edificarse en su caso una ontología digna de tal nombre. Tanto es así, que poco después empezó a considerar sus papeles sin texto como auténticas obras de arte, que algunas noches antes de acostarse contemplaba con verdadero arrobo, como si en su inanidad guardaran el secreto de su vida de funcionario de Correos en excedencia, algo que le hacía recordar con agradecimiento las vicisitudes pasadas, y dormirse con una cara de arrobo que para sí hubiera querido la Mona Lisa en el Louvre.
 A efectos de este relato, el hecho de que Rigoberto acabara sus días en una Casa de Salud, carece de la menor importancia.

domingo, 8 de noviembre de 2015

EXTRAÑAMIENTOS DOS



Juan y María son un matrimonio especial. De hecho, ni siquiera son un matrimonio clásico en el sentido de haber pasado por un juzgado o por la vicaría, sino una pareja que en realidad tampoco actúa como tal según lo que suele entender el común de la gente. Viven juntos, es cierto, pero ya aquí debe decirse que cada cual ocupa un ala diferente de su casa, y apenas tienen contacto a lo largo del día. Y menos durante las noches, por supuesto (al menos a primeras vista). Naturalmente, se cruzan en algunos momentos, y en ocasiones hasta mantienen conversaciones entre ellos, pero por lo general sobre temas tangenciales, o que si a uno le interesan al otro le tienen sin cuidado. Lógicamente se trata de charlas breves, casi mínimas, pues en su fuero interno consideran esta actitud como la forma más educada de no herirse mutuamente.
Sus ocupaciones, como es natural dado lo dicho hasta ahora, son absolutamente dispares, y si en el caso de él se trata de actividades relacionados con las matemáticas, la estadística y la geometría, ella se ocupa de otros en los que priman la filosofía, las artes figurativas y los cantares de gesta. Siendo esto así, no deja de resultar sorprendente que cuando hablan lo hagan exclusivamente de las materias que les interesan, aunque el otro no entienda absolutamente nada o le levante un intenso dolor de cabeza. Ellos, sin embargo, perciben sus aproximaciones como una forma de enriquecimiento, en el que el otro viene a representar lo incognoscible de determinados aspectos del mundo natural, y más específicamente, la incapacidad de comunicarse de los seres humanos. “Islas ignotas en un desierto de arena”, suele ella decir en algunos momentos llevada por unos arrebatos líricos que Juan considera como una forma evidente de desvarío.
Sus noches son especiales, y ya desde que cae el sol se instaura en la pareja, con independencia de su necesidad de descansar, una tensión inaceptable y supone un período de la jornada especialmente difícil de soportar, algo que resuelven finalmente metiéndose en la cama con el pensamiento compartido de que “sea lo que Dios quiera”. El hecho de que cada cual ocupe en la cama un lugar bien definido en uno de los extremos de la misma, sin la posibilidad ni siquiera de rozarse, alivia momentáneamente sus psiquismos y hace que puedan llegar al día siguiente vivos y prácticamente incólumes.
Lo sorprendente, sin embargo, es que con relativa frecuencia Juan y María, llevados sin duda por necesidades imperiosas de su composición orgánica, ya de madrugada proceden a determinadas efusiones amatorias que desdicen lo que hasta entonces podía colegirse de los datos expuestos hasta ahora. Los momentos son breves pero intensos, hasta el punto de que en cuatro ocasiones a lo largo del tiempo, han estado a punto de dar sus frutos en la forma habitual, a no ser por la intervención inmediata de sus progenitores, incapaces de traer al mundo a seres que pudieran llegar a parecérseles. Por otro lado, posiblemente sea este el instante de confesar que la pareja a lo largo el día también se siente tentada por la llamada del sexo, pero sus componentes saben sabiamente resolver la situación mediante el autoerotismo compulsivo. Él, como viene siendo habitual en los varones desde el comienzo de los tiempos, mediante el adecuado acople del agente y el órgano, utiliza la mano, aunque en ciertas ocasiones busca rarezas como la que ha sido denominada en algunos círculos de iniciados, método de “la mosca sin alas”, a efectuar en la bañera. Ella, para no quedarse atrás y satisfacer a algunas asociaciones feministas de las que forma parte, utiliza también las extremidades superiores, aunque en no pocas ocasiones recurre a los juguetes, sin descartar a las hortalizas de buen tamaño prelavadas.
Salen poco a la calle, pero siempre lo hacen juntos por lo que los vecinos les tienen por un matrimonio bien avenido, casi ejemplar, y su aparente hermetismo y falta de comunicación, es tomada como una forma profunda de empatía en la que uno conoce al otro perfectamente y huelgan las palabras. En el cine y el teatro, que frecuentan los fines de semana y son al parecer sus únicas expansiones fuera del hogar, suelen sentarse en butacas separadas, lo que también se ha tomado como una forma de permanecer unidos telepáticamente. Y hay hasta quien llega a afirmar que su gestualidad siguiendo las peripecias de las escenas más importantes de la obra en cuestión, es prácticamente idéntica y evidencia una profunda comunión interna entre María y Juan, siendo su silencio una prueba irrefutable de una unión casi mística.

viernes, 6 de noviembre de 2015

EXTRAÑAMIENTOS UNO



Aquel día al salir a la calle, RX manifestó que todo le había parecido diferente, pero que, sin embargo, por su aspecto no daba tal impresión, sino la de llevar allí mucho tiempo, lo que no dejaba de ser una contradicción. Las avenidas se hallaban en esos momentos festoneadas de helechos y unos árboles vetustos parecidos a los sauces pero desprovistos de corteza, casi desnudos, habiendo desaparecido los tradicionales plátanos. Y al entrar en el bar donde solía desayunar, su interior le resultó casi desconocido, un lugar de encuentro, desde luego, pero cuya finalidad, no parecía evidente. Unos clientes se apiñaban en una de las esquinas del local y permanecían en silencio, casi absortos, como si estuvieran a la espera de algo que no tardaría en ocurrir. Otros, acodados en la barra, charlaban sobre temas que a él le resultaban totalmente ajenos, pero que en ellos parecían ocupar por completo sus mentes. Y finalmente, en el otro extremo del local, un tercer grupo alrededor de unas mesas de madera con formas extrañas, parecían comer y beber sin medida, como si esa fuera su única función y en ello les fuera la vida. Dotados posiblemente de unos estómagos sin fondo, comían interminablemente, pues en cuanto acababan lo que estaba sobre la mesa, sobre todo guisos y embutidos, unas mujeres vestidas de aldeanas les traían nuevas vituallas, que eran recibidas con muestras de alborozo, y hacían que se abalanzasen sobre ellas sin el menor rescato ni compostura, dando la impresión de tratarse de alimañas disputándose una presa. Era evidente que tampoco las nuevas viandas iban a durar demasiado y que otra tanda sería servida a no tardar. Respecto a las camareras, se trataba de mujeres vitales y rubicundas que, de ser conocidas, hubieran hecho las delicias de Rubens tiempo atrás. Parecían jóvenes, pero su comportamiento dejaba ver bien a las claras que tal hecho no suponía que no fueran expertas en otras artes diferentes de las de su propio oficio, las amatorias sin ir más lejos. La edad de los varones oscilaba entre la de jovencitos que daban la impresión de empezar a conocer mundo, hasta la de venerables ancianos a punto de ser llamados por la Parca.
Dice que pasado un rato, incapaz de integrarse en ninguno de los grupos, el ambiente del lugar se le hizo asfixiante, cosa por otro lado lógica pues todos ellos, independientemente de las características reseñadas, parecían bastante cerrados en sí mismos, casi herméticos, y resultaba más que dudoso que admitieran en su seno a nadie ajeno, por mucho empeño que se pusiera en ello. Decidió por lo tanto salir del local para recuperar la realidad cotidiana, y abandonar lo que en su cabeza empezaba a cobrar la forma de una pesadilla producto de un mal sueño, lo que le hizo recordar que aquella noche había dormido mal y se había despertado en varias ocasiones. Ya afuera, lo primero que percibió de inmediato es que aquel lugar le resultaba totalmente desconocido, hasta tal punto que a las calles ni siquiera se la podía denominar con propiedad por tal nombre. Allí nada parecía artificial, fruto del trabajo del hombre, sino que surgía de la tierra de forma natural como si fuera un producto de la misma. Efectivamente, se trataba sobre todo de vegetación, pero también abundaban las protuberancias de materiales desconocidos de formas irregulares y extrañas, que a él le resultaban totalmente novedosas. Por otro lado, los árboles, que había contemplado antes de entrar en el bar y le habían recordado vagamente a los álamos y sauces de las orillas del río en su infancia, habían desaparecido, y en su lugar habían surgido gruesas matas y bardales espesísimos, que en algunos lugares llegaban a ocultar el horizonte. Los edificios en los que supuestamente debían vivir los habitantes de la población, le hacían evocar por su color y formas irregulares, a las construcciones de Capadocia en la Anatolia interior, con la peculiaridad de que su estructura era cambiante, pues si en un momento determinado podían alcanzar los cincuenta metros de altura, al siguiente no levantaban más de tres palmos del suelo.
El cielo también le resultaba extraño, y más que lo que tal palabra suele describir en el lenguaje cotidiano, parecía un techo o, en todo caso, un toldo de colores tornasolados, en el que por cierto no brillaba sol alguno, ni era recorrido por nada que se pudiese describir con la palabra “nube”. Su color como bien se puede imaginar, variaba continuamente, cambiando de los colores cálidos de las latitudes tropicales a otros fríos y acerados, entre los que por su permanencia, destacaban el azul cobalto y el magenta. En determinados momentos se hacía multicolor, y le recordaban a los del arco iris decretando el final de la lluvia, lo que le llevó a imaginar la bandera festiva de los gays y lesbianas, y a suponer, con toda lógica, que se hallaba en un lugar fabricado ex profeso para este tipo de ciudadanos no reproductores.
La cascada de imágenes y emociones diferentes que ocuparon su mente en tan corto espacio de tiempo, hizo que RX sintiera un deseo irrefrenable de volver a su casa y refugiarse en la comodidad habitual de su interior, que hasta entonces había sido la característica más sobresaliente de su vida. Al intentar hacerlo, sin embargo, se dio cuenta de que la puerta de acceso al edificio estaba tapiada y sobre ella un cartel que advertía “las cosas cambian y hay que estar preparados para ello”. RX, confundido y al borde de la desesperación, acabó sentándose ante lo que en otro momento había sido el umbral, y antes de cualquier otro cambio tuviese lugar, fue capaz de pensar que quizás todo permanecía igual, que solo él había cambiado y debía estar perdiendo la cabeza. Algo que finalmente aceptó y le hizo sonreír. Si a una mueca se le puede llamar una sonrisa, claro está.

jueves, 29 de octubre de 2015

GOLOSINAS



A pesar de ser la primera, cuando Carolina nació, a sus papás no les pareció nada especial. Nada maravilloso se quiere decir. La carita contraída y congestionada de tantos bebés que han sufrido lo indecible para abrirse paso hasta la salida después de atravesar un túnel espantoso (hecho al parecer para su comodidad, pero en su opinión, tiempo después, muy mal terminado). En cualquier caso, lo cierto es que su mamá la cogió amorosamente entre sus brazos aún sin cortarle el cordón umbilical, con el gesto ambiguo, sin embargo, de quien sabe haber culminado un proceso maravilloso pero al mismo tiempo con un miedo terrible a no poder soportarlo. Pero en fin, allí estaba finalmente Carolina, una niña como tantas en una época en los que lo normal era que los niños vinieran al mundo un tanto al azar, y no porque sus padres los estuvieran verdaderamente esperando.
Después de ella vinieron otros, a los que Carolina, ya de mayorcita, contemplaba con cierto escepticismo a pesar de la sonrisa de sus papás, que con cada uno de ellos siempre decían que se trataba de un regalo del cielo. Sin embargo, a ella, que era muy perspicaz, sus argumentos no le parecían convincentes, sino más bien fruto de una justificación ante la evidencia del recién llegado más que una auténtica celebración. Claro que quizás ya aquí se deba decir que Carolina, además de ser muy sensible, desde muy temprano exhibió un carácter un tanto descreído, y nunca se tomaba al pie de la letra lo que llegaba a sus oídos. Lo cierto, además, es que los gritos de los críos la sacaban de quicio, y no digo nada de sus travesuras o la cantidad de porquerías que producían mañana, tarde y noche. No era agradable. Ella siempre destacó por ser una niña especial, o al menos eso es lo que oía decir con frecuencia a sus padres cuando recibían visitas, y la presentaban muy seria sentada en un sillón del salón sin abrir la boca. Con su actitud disciplinada y un tanto hierática, no quería sin embargo dar a entender que estuviese de acuerdo con todo lo que veía, o que no tuviera nada que añadir a la cantidad de palabrería sin sentido que, en su opinión, decían los mayores, sino que enseguida se había dado cuenta que cualquier cosa que dijese era tomada en broma. “Cosas de niños”, solían decir.
De hecho, pasados ya los diez años, Carolina pensaba para sus adentros que había muchas cosas de sus  papás y hermanitos que no le gustaban, y tomo una decisión que le vino a la cabeza por casualidad y que la aliviaba en gran medida. Resulta que en el comedor, en uno de cuyos extremos estaba la sala de visitas separada por una puerta corredera, su mamá siempre instalaba una enorme bandeja de cristal repleta con muchas clases de golosinas: caramelos, dulces y bombones, cuyo común denominador (eso tenía que reconocerlo) era que estaban todos buenísimos. Eran, en resumidas cuentas, deliciosos. Así que cada vez que se sentía enfadada, triste o simplemente aburrida, solía despistarse unos momentos y coger al azar cualquiera de ellos, aunque al cabo del tiempo acabó distinguiendo las mejores por su envoltorio. Tenían la textura ligeramente terrosa del cacao, que al principio no los hacía demasiado apetecibles, pero enseguida su lengua y paladar detectaban el contenido de su interior, una mezcla maravillosa de coco, turrón y pistacho, que literalmente la volvían loca, la relajaban y hacía que no le importase nada de lo que dijeran. Su madre pronto se dio cuenta de la afición desmedida de Carolina por las golosinas, y le advirtió que no debía hacerlo. En primer lugar porque eran para las visitas, y en segundo porque a la larga tanto azúcar era muy mala para los dientes. Y “quien sabe si en un futuro hasta podrías tener una enfermedad muy peligrosa que se llama diabetes”, le dijo un día que se puso especialmente seria. Su padre estaba de acuerdo con ella, y aunque era más cariñoso, entre risas y carantoñas, no dejó de hacerle la misma advertencia.
Carolina, no obstante, se las ingenió para seguir cogiendo caramelos, pastas o bombones de la bandeja (su madre era incapaz de prescindir de ella, porque al parecer era una especie de rito familiar muy antiguo muy bien considerado por las visitas). Para hacerlo sin que se dieran cuenta, inventó una serie de artimañas, como, por ejemplo, comer la mitad y dejar la otra mitad dentro del envoltorio, o simplemente darle un mordisquito mínimo en una de las esquinas de varios de ellos, etcétera. Su madre, sin embargo, se acabó enterando, y una tarde que Carolina se sentía especialmente agitada y nerviosa siendo ya adolescente (al parecer como consecuencia de su primer desengaño amoroso), comprobó con horror que la bandeja de los dulces había desaparecido, lo que le causó un desasosiego enorme que le levantó un dolor de cabeza terrible e hizo que tuviera que salir a pasear al campo y casi se metiera vestida en el río para tranquilizarse. Fueron días duros, en los que Carolina se sintió incapaz de preguntar a su madre el lugar donde se encontraban los dulces, a los que, en su fuero interno llamaba “la fruta prohibida” (de hecho, entre ellos había algunos de fruta escarchada o envueltos en chocolate que eran, con los mencionados más arriba, sus preferidos). Finalmente, sin embargo, sus pesquisas dieron fruto y encontró la bandeja dentro de un aparador cerca de la cocina. Carolina, que era bastante habilidosa, logró abrirlo sin demasiadas dificultades con un cuchillo, haciendo oscilar unas palancas de la puerta encastradas en las paredes del mueble. A partir de entonces la vida de Carolina entró en un periodo de cierta estabilidad, pues a pesar de que su madre le escondía las golosinas en cualquier rincón, ella siempre se las apañaba para acabar encontrándolas.
Como es natural, llegó el momento en el que Carolina dejó la casa paterna para hacer su propia vida. Poco después de hacerlo, conoció a un tipo encantador que, sin embargo,  al poco de vivir juntos, resultó ser un individuo de dudosa catadura, cuya única afinidad con ella resultó ser su desmedida afición a los bombones. En cualquier caso, esta afición compartida, pronto resultó ser para ellos una auténtica tabla de salvación, porque como a ninguno de los dos les iba demasiado bien en sus trabajos (ella era escaparatista y él diseñador), les permitió abrir una pastelería (con obrador), negocio que a pesar de ciertas dificultades al principio para pagar los plazos del crédito bancario, acabó siendo una empresa rentable durante varios años. Durante algún tiempo los padres de Carolina visitaron con cierta asiduidad el establecimiento, aunque su madre nunca pareció contenta (en el fondo odiaba los dulces), y en su fuero interno siempre lamentó su actitud cuando su hija era todavía una niña, y se culpabilizaba de su manía de haber puesto la fuente con golosinas, a la que achacaba que Carolina hubiera acabado montando una pastelería con un individuo que no le gustaba nada. Afortunadamente, desde su punto de vista, no pasaron demasiados años hasta que la pareja entró en crisis. Aficionados como eran los dos a los dulces, el hecho de haberse hartado a comer cuanto les vino en gana, empezando por caramelos y bombones, y terminando por tartas y hojaldres, acabó siendo fatal. Tanto azúcar compartido resultó al cabo del tiempo absolutamente perjudicial para su supervivencia, porque, hartos de la misma, se dieron cuenta que no les quedaba nada en común. La separación, no obstante no fue fácil,  porque apegados como estaban por su afición, la pareja vivió momentos muy duros, de los que Carolina pudo recuperarse a duras penas.
 Tras aquella desgraciada aventura Carolina trató de salir adelante con sus propios recursos, pero su profesión no estaba por entonces demasiado solicitada, y su carácter, a pesar de su buena voluntad, tampoco le ayudó demasiado. Acabó volviendo a la casa paterna, donde los tiempos para Carolina tampoco fueron fáciles. Vivía sola con su madre (su padre murió pronto y sus hermanos se habían independizado) una mujer ya muy mayor a la que atendía con su mejor voluntad y dedicación (en el fondo ambas se adoraban con esa intensa mezcla de amor/odio de las relaciones demasiado intensas). Por difícil que resulte de creer, Carolina, a pesar de su rechazo, aún buscaba dentro de la casa las golosinas de niña y adolescente que hicieron sus días más felices (y en ocasiones simplemente soportables). Nunca las encontró, simplemente porque por entonces las visitas a la familia ya no existían o no eran nada frecuentes. Algunas tardes, para compensar su frustración, Carolina dejaba sola a su madre en casa y salía a pasear por la ciudad. Odiaba los dulces, pero por increíble que resulte, en muchas ocasiones se detenía frente a los escaparates iluminados de las pastelerías y contemplaba extasiada aquellas maravillosas obras de arte (o eso le parecía a ella) con las que tanto había disfrutado siendo una niña. Las odiaba, pero necesitaba verlas como el recuerdo de un tiempo lejano que ella, sin embargo, en esas ocasiones evocaba con cierta nostalgia. Entonces se echaba a andar de nuevo y lloraba con desesperación, sin llegar a entender totalmente lo que le estaba sucediendo. Claro que quizás, como se dijo al principio, Carolina siempre fue una niña muy sensible, especial. Y hasta rara, se reprochaba para sus adentros. Carolina nunca fue nada indulgente consigo misma, eso debe aquí quedar claro.

lunes, 26 de octubre de 2015

GALLOS



Cada día que pasa me ratifico más en la impresión que tuve tiempo atrás, de que al volver a ver a las personas con las que trato habitualmente, estas han sufrido un cambio importante en alguno de los aspectos que las definen. Puede tratarse de su fisonomía, de su forma de ser o su manera de expresarse, eso es lo de menos. Al principio pensé que eran ideas mías, pues no se me escapa que soy una persona un tanto inestable, con días buenos y días malos con mucha frecuencia. Demasiado variables para llevar una vida equilibrada, si a estos les sumamos además otros maravillosos y no pocos verdaderamente lamentables.
Pero aparte de estas características personales que yo acabo considerando minucias, a día de hoy tengo más que la impresión (como dije al principio), la certeza, de que los cambios aludidos son algo absolutamente reales, por lo que llego a plantearme si no seré algo así como un especie de catalizador, cuya sola presencia altera el entorno de un día para otro. Claro que también podría darse el caso de que no fuera yo, sino las personas en cuestión deciden adoptar representaciones de sí mismas cambiantes (posturas, voz, gestos, color de la piel, etc…) para desorientarme.
A nadie se le escapa que soy un bicho raro (al menos eso he oído en varias ocasiones en las que quienes lo decían creían que yo no estaba atento), y sus transformaciones no serían sino una forma sutil, para acabar haciendo de mí el desequilibrado que todos desearían. Porque, en el fondo, creo que lo que verdaderamente les sucede es que ante mí, por raro que pueda parecer, se acomplejan y tratan de alguna manera de camuflarse, de no ser ellos mismos para de esa manera no sentirse demasiado afectados.
Tengo la seguridad, por ejemplo, de que al poco de verme e intercambiar las primeras palabras, tratan de que no abra más la boca y permanezca mudo. Temen mi facilidad de palabra, mi lenguaje que se adapta de una forma absolutamente natural al tema de que se trate, capaz de ser breve y conciso cuando se precisa, o florido y hasta barroco cuando lo que se necesita es la proliferación de adjetivos, pongo por caso. La situación me inquieta, debo ser sincero conmigo mismo, y no sé que actitud tomar para que las cosas permanezcan igual a sí mismas a través del tiempo, con los estragos indudables que a este le son debidos. O las enfermedades súbitas y los cambios climatológicos imprevistos, que sin duda influyen en varios aspectos de forma casi inmediata.
Creo que como defensa y para ponerlos a prueba, voy a ser yo mismo quien introduzca en mi aspecto cambios sutiles, para que sean ellos los sorprendidos y quienes acaben interrogándose sobre su verdadera identidad. Hoy, sin ir más lejos, me he pintado en el borde de los ojos dos líneas finísimas que quienes tengan cierta sensibilidad podrán apreciar a pongo que estén atentos. Se sentirán confundidos, pues de todos es sabido que las “patas de gallo” no surgen así como así de un día para otro. Y ese será mi caso.
Veremos al final quien gana.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

CONSTRUCCIONES



El batallón se ha concentrado en el patio del cuartel. Al parecer el Jefe quiere dirigir  unas palabras a la unidad pues lo más probable es que mañana embarque y zarpe con rumbo desconocido para una misión muy peligrosa. No se sabe exactamente de qué se trata aunque se supone que será una operación anfibia en el norte de África: los moros siempre fueron su enemigo potencial. Después de todo es lo lógico, teniendo en cuenta que Francia y Portugal son amigos declarados desde hace décadas, Rusia ya no es comunista, China solo lo es a medias y otros posibles enemigos están demasiado lejos.
Sin embargo, con la tropa ya en formación a la espera de que el jefe se pronuncie, de una de las puertas del pabellón de la segunda compañía sale un tipo vestido con uniforme de gala y grita “¡Han matado a Vladimir!”, lo que rompe de inmediato la secuencia prevista. Por unos instantes la confusión se adueña de la tropa, y todos nos miramos dubitativos hasta que la misma voz prosigue “¿A qué esperan? ¡Orden de combate en Prevención!” Las unidades salen de estampida hacia la entrada del cuartel dispuestas a defender al batallón o a Vladimir, si tal fuera el caso (aunque verdaderamente para este último sería un poco tarde). El problema principal  estriba en que nadie sabe quien es ese tipo, y en todo caso, dado que está muerto, no parece que haya demasiado que hacer, a no ser darle cristiana sepultura. Corremos, sin embargo hacia  el local de la Guardia de Prevención como si en ello nos fuera la vida, y al llegar, tratándose de cerca de ochocientos hombres, se arma un enorme barullo que bloquea la salida e impide cualquier acción.
Los que han podido llegar a primera fila y están delante de la explanada frente al acuartelamiento, parecen asombrados por un descubrimiento que les deja mudos de estupor. Parece ser que el llano se ha convertido en una catedral del llamado gótico flamígero, y que a su alrededor han surgidos innumerables edificios de  bellísima factura que, según dice uno de los entendidos de la vanguardia, recuerda a los templos y pagodas de Angkor-Bat, vegetación incluida. Por extraño que parezca, a pesar de las voces de mando del Jefe de la Unidad y el tipo vestido de gala, que es su ayudante, la tropa no toma ninguna acción bélica propiamente dicha, sino que, bien al contrario, presa de un furor botánico/arquitectónico incontrolable, se dispone en corrillos, en los que se debate con vehemencia el origen de la transformación y el sentido de la mezcla de dos épocas y estilos absolutamente dispares, separados en el espacio por decenas de miles de kilómetros y en hábitats muy diferentes, pues si en uno proliferan los quercus y las coníferas en otro lo hacen los tropicales y la vegetación lujuriante.
A esto se le suma poco después, que los que tienen mejor vista han detectado entre la maraña arborícola, unas pequeñas edificaciones que por su factura, trazado y robustez apuntan al románico lombardo, con profusión de capiteles, archivoltas y cimborrios. Vladimir ha desaparecido según todas las informaciones (hay quien opina que jamás existió), y el enemigo, si es que tal existe, debe estar refugiado en el interior de tales edificaciones haciéndole poco menos que invulnerable, pues nadie está dispuesto a asolar tales obras de arte. Hay quienes (sin duda los más extremistas), están dispuestos a coger la piqueta y la dinamita y proceder a su demolición sin miramientos. “Después de todos ellos están haciendo lo mismo en Palmira” es una de las frases más repetidas de los que urgen la entrada en combate de la compañía de zapadores. Afortunadamente el Teniente Coronel jefe del batallón se hace oír a través de los servicios de megafonía y detiene a dicha unidad, que ya se aprestaba a la acción.
Paralizada pues la intervención del batallón, el jefe del mismo y los capitanes y oficiales de las compañías deciden en una reunión relámpago, que lo más conveniente sería reconvertirlo en una unidad de investigación cuyo único objetivo sea la identificación del tal Vladimir, del que nadie sabe nada, pues no se tiene idea de que entre los integrantes haya ningún ruso (lo que sin duda debe ser -o haber sido- el mencionado). En cualquier caso, el jefe, siguiendo una secuencia racional de tipo cartesiano, decide interrogar al ayudante (de quien partió la alarma) sobre la causa que originó su grito. Este, hombre poco dado a los silogismos aristotélicos y proclive al gongorismo y la aleatoriedad, al verse sorprendido por una pregunta que no esperaba, parece en un primer instante titubear, pero poco después, como si se tratara de una respuesta-tipo de un contestador automático, manifiesta que siguió las órdenes de “su ser interior”, para añadir punto seguido “aunque pudiera darse el caso de que el tal Vladimir fuera yo mismo”. El jefe, consciente de inmediato de la arbitrariedad y contradicción de la respuesta, decide que su ayudante no está en sus cabales, y da las órdenes precisas para que el servicio sanitario tome las medidas oportunas y lo retire del lugar (“si es preciso con camisa de fuerza”, puntualiza).
Tal hecho origina que la explanada frente al cuartel vuelva a ser la de antes, y que el lujuriante paisaje mestizo desaparezca como por ensalmo (por un procedimiento que bien podría equipararse al del típico espejismo africano). Al parecer todo ha sido una falsa alarma, y el batallón vuelve a sus funciones rutinarias en el interior del cuartel, entre las que destacan la limpieza exhaustiva del material de guerra y la repetición de consignas en las que quede bien claro su pasado glorioso y su decidida voluntad de lucha cara a un futuro incierto.

jueves, 10 de septiembre de 2015

PARECERES



Raquel, ya sé que siempre fuiste partidaria de las cosas simples, y que en cuanto cualquier situación requiere un análisis algo detallado te inquietas e incluso pierdes los nervios. Lo tuyo es una virtud, que duda cabe, y una forma sencilla (precisamente) de solucionar los problemas o hasta de obviarlos, al no considerarlos como tales. Hemos vivido juntos durante veinte años, y estarás de acuerdo conmigo en que sé de lo que hablo, aunque también puedas pensar, como yo, que la mera convivencia no es una garantía absoluta de mutuo conocimiento y que, por paradójico que pueda parecer, también podríamos ser unos auténticos desconocidos el uno para el otro. Y ambas conclusiones no son contradictorias, en la medida de que siempre habrá aspectos del otro que se nos pueden escapar, bien por su hermetismo o porque no nos interese enterarnos de ellos. Después de todo, esto no es nada nuevo, y ya Toynbee, el famoso historiador británico, concluyó que cuando dos civilizaciones entran en contacto, lo normal es que una coja de la otra solo los aspectos más superficiales, algo que a mi parecer y haciendo un paralelismo, es perfectamente aplicable a las relaciones humanas. La nuestra sin ir más lejos.
Valga esta pequeña introducción para entrar en materia, que es lo que en estos momentos me interesa. Vaya, no obstante, por delante, que sé que quizás no sea este el momento más oportuno, cuando acabas de llegar a la playa de vacaciones con los chicos y sin duda intentarás descansar y recargar pilas, después de un año (lo sé) para ti excesivamente complicado en tu trabajo. Pero, qué quieres que te diga, mis tardes en soledad a la salida del mío (decir “mis tardes de Rodríguez me parece una horterada), me brindan la ocasión para reflexionar sobre determinados problemas entre nosotros, poco abordables durante el resto del año. El asunto es que cada vez se me hace más evidente que te conozco demasiado poco e incluso, yendo más al fondo y siendo verdaderamente sincero, que verdaderamente no te conozco de nada. Ya sé que al leer esto puedes pensar que desvarío o que estos días solo en Madrid me están sentando mal, pero te equivocas. Esto es algo sobre lo que en mis momentos más auténticos he reflexionado con sinceridad, y es una conclusión que aunque me duele y descorazona, es dolorosamente cierta. Raquel, no me refiero, como supongo que puedes llegar a imaginar, a aspectos tuyos que desde luego me sé al dedillo, como tu inveterada costumbre de ir semanalmente a la peluquería o mantener unas conversaciones por teléfono inacabables (y desquiciantes) con Pilar en los momentos más inoportunos, sino un conocimiento auténtico sobre tu “verdadero ser”, ese que todos, lo queramos o no, guardamos en nuestro interior incluso sin ser conscientes de ello. Porque, por ejemplo, dónde estás tú realmente esas tardes del domingo frente al televisor, cuando percibo tu mirada perdida por encima del aparato, absolutamente ajena a la película de la sobremesa, que sé que te tiene sin cuidado o que incluso te carga. Estás ausente, es cierto, pero yo no estoy contigo, y por tanto, al hurtarme tu verdadera presencia, nuestra cercanía no deja de ser una burda imitación de la auténtica proximidad, del verdadero conocimiento. Sé sincera, en esos momentos y en muchos otros que no voy a mencionar, somos dos extraños que en su día cometieron la equivocación de irse a vivir juntos (sabes que hacer referencia al matrimonio dada mi concepción laica de la vida me irrita sobremanera). Bueno, incluso, para no molestarte, puedo admitir que más que estrictamente juntos, nos fuimos a vivir en pareja. Las mujeres sois unas románticas incurables, y esto además de ser una virtud, puede llegar a ser casi una patología, recuerda que “romántico” viene del francés (y supongo que yendo hacia atrás del latín, luego miraré wikipedia) y significa novela. Noveleras, por lo tanto, y no te ofendas, fantasiosas, imaginativas, esas cosas…
Piensa, y trato ahora de ponerte otro ejemplo (espero que no te lo tomes a mal), que puede ser aún más significativo. Te he observado en el dormitorio las veces que estamos juntos, que siempre al terminar te quedas un buen rato de espaldas con la mirada perdida en el techo (¡en el techo, te das cuenta!), como si tu auténtico ser se ausentara del lugar y me dejara a mí a tu lado como a un trasto inútil que has utilizado de una forma mecánica, casi como se acepta un precepto obligatorio al que uno se ha habituado pero que no significa gran cosa (si fuera religioso, diría que de la misma manera que no pocos católicos asisten a misa los domingos) Porque seamos sinceros ¿dónde estás tú en esos momentos? Tu “yo verdadero”, quiero decir, ese que se me escapa como agua entre los dedos en los momentos que más necesitaría. Ya sé que podrías responderme que dramatizo, y que con el tiempo lo que anteriormente fue trascendental se hace trivial sin por ello perder su importancia. Y quizás sea así y tengas razón, pero ¿qué quieres que te diga? Añoro tu cabeza en mi hombro viendo la televisión y riéndonos con las idioteces de los cómicos españoles en las películas de los sesenta…y no digo nada de aquella costumbre que tenías de fumar un pitillo después y tu mirada soñadora viendo ascender las volutas de humo hasta el techo. El techo sí, como ahora, pero era otra cosa que ya no volverá. Que hayas dejado de fumar hace la situación más sana, pero mucho más aséptica.
Raquel, espero que no te tomes a mal lo que te acabo de decir. Reflexiona sobre ello, que, después de todo, y a pesar de lo dicho con anterioridad, no es sino un deseo de acercamiento a ti, la persona de la que, con todas las pegas que quieras, todavía sigo enamorado. Pronto me darán las vacaciones y nos veremos en la playa, pero sobre todo intenta que los niños no se enteren del contenido de esta carta, siempre han sido muy sensibles, como tú, y no querría amargarles el verano. Un beso. Rafael.

sábado, 5 de septiembre de 2015

MASPALOMAS



“He matado a mamá y a Rufus, pero me alivia tener la certeza de que ninguno de los dos ha sufrido. Lo tenía planeado hace tiempo, aunque hasta el sábado pasado no me atreví a dar el paso. Sé que a cualquiera que no conociese nuestra situación, este hecho le parecerá algo horrible y no dudará en llamarme asesino, cuando lo cierto es que, según mamá, siempre fui un alma de cántaro. Que conste, sin embargo, que no quiero justificarme. Las cosas son como son, y la verdad es que he mandado al otro barrio a los dos seres que más quería en este mundo: mi querida mamá y su perrito. Debo aquí, no obstante, señalar que mamá en algunas ocasiones me sacaba de quicio al haberme tratado durante toda la vida como a un niño, y haberme exigido un comportamiento totalmente infantil que me irritaba muchísimo, aunque nunca me atreví a demostrarle lo contrario. Yo soy un hombre hecho y derecho, y  mi cuerpo tiene las necesidades normales de un adulto, aunque en casa siempre me las apañé para que tal cosa no fuera evidente. Por ejemplo, yo siempre he lavado mi ropa interior, y cuando quería estar con una mujer, jamás se me ocurrió subirla a casa, a pesar de que en el chalet haya espacio de sobra para que mamá  no se diera cuenta.
Mamá tenía un tumor tremendo en la cabeza, y el médico del hospital nos dijo que no valía la pena intentar nada, y que el día menos pensado se iría sin ni siquiera enterarse, posiblemente durmiendo. Lo cierto, sin embargo, es que no ha sido tan fácil pues en los últimos tiempos tenía unos dolores de cabeza terribles, que no se le quitaban ni con aspirinas, ibuprofenos o nolotiles. Menos mal que la farmacéutica me pasaba bajo cuerda algunas dosis de morfina que la dejaban como alelada sin enterarse de nada. En esos momentos apenas era consciente de estar en el mundo, aunque en algunas ocasiones hablaba de papá y la extraña muerte que tuvo al caerse por las escaleras de casa. Por supuesto que ni siquiera en esos momentos le he dicho la verdad, pero lo cierto es que yo le empujé porque me tenía desesperado con su manía de reírse de mí y de tomarme el pelo. “Parece mentira-solía decir- cincuenta añitos y todavía en casa con sus papás como un adolescente…”. No podía soportarlo ni un día más, y aquella tarde de verano que se encontraba fatal y con la tensión por los suelos, fue bastante más fácil de lo que nunca pude imaginarme: un empujoncito y rotura de la base del cráneo fulminante al pie de la escalera. El médico forense nos tranquilizó asegurándonos que no había sufrido en absoluto. Mamá pasó una mala temporada, pero con Rufus y conmigo a su lado pronto se olvidó. La verdad es que mis padres nunca se habían llevado demasiado bien, aunque en los momentos a los que he aludido más arriba mamá parecía mantener con mi padre ciertas conversaciones en las que les reprochaba su falta de agilidad y el que la hubiera abandonado tan pronto. Algo bastante natural en un matrimonio después de tantos años. Pero lo que me inquietaba es que poco antes de ser consciente y necesitar otra inyección, solía terminar con una frase inquietante para mí: “No sé yo, no sé yo… a mí Juanito siempre me pareció un niño muy raro y nunca se sabe lo que sería capaz de hacer …”. Y Juanito soy yo, eso está claro.
En aquella ocasión la policía ni siquiera debió sospechar lo más mínimo, porque jamás me preguntó nada comprometedor o que dejara suponer que yo estaba en su punto de mira. Papá hacía algún tiempo que había empezado a tener los primeros síntomas del Parkinson, lo que sin duda facilitó que no se iniciaran más trámites que los imprescindibles para cubrir el expediente de un accidente casero fortuito con resultado de muerte. Cierto es, sin embargo, que a partir de entonces mamá en algunas ocasiones, sobre todo cuando se sentía mal, me trataba de manera diferente, como si de alguna manera me culpara de la ausencia de papá. Incluso en algunos momentos especiales cuando discutíamos o no nos poníamos de acuerdo en cualquier tontería, parecía ofuscarse y atacarme con una saña poco adecuada por un motivo trivial, lo que me lleva a pensar que algo debía andar rondándole por la cabeza.
Esta vez va a ser diferente, porque he querido que todo este claro desde el principio. Al poco de matar a mamá y a Rufus he bajado al banco, he sacado los cuatro cuartos de la cuenta familiar, he cobrado la pensión de mamá (para lo que ella me había autorizado como uno de los deberes de su niño), y con una bolsa de viaje antigua me he dirigido a Barajas, donde he cogido casi de inmediato un avión para Canarias. Y aquí estoy, en un hotel frente a la playa de Maspalomas, prácticamente al lado del faro. Es un paisaje bonito, el clima es muy agradable y desde la terraza puedo ver el mar perderse en el horizonte. Me siento triste, esa es, sin embargo la verdad. Me invade cierta melancolía y por momentos me echo a llorar como un crío. Añoro una vida que no he podido vivir  sobre todo al crepúsculo, cuando veo al sol hundiéndose en el agua e inundando todo de una luz de una luz dorada y escarlata que me hace gemir de dolor y desesperación. He dejado mi rastro por todas partes, en el banco, el aeropuerto y en el hotel, por lo que sé que pronto la policía llamará a la puerta. Se lo he puesto muy fácil, y si no me he entregado voluntariamente enseguida ha sido por introducir en mi vida algún elemento de belleza que al menos la diera cierto sentido. Apenas he bajado a la calle y no he pisado la playa. Voy a cerrar los ojos y a esperar, deben de estar al caer. Hoy es Jueves y todo sucedió el sábado, el olor tiene que haber alertado a los vecinos el lunes o el martes. Y a partir de ese momento todo debe haber sido muy rápido.
A mamá y a Rufus les puse juntitos en la camita. Se adoraban y si se lo hubiera preguntado seguro que estarían de acuerdo.
Espero que lleguen pronto los guardias porque esto está empezando a hacérseme demasiado duro.”

ZAMBULLIDAS



He conocido a Ambrosio en la piscina. Estamos a finales del verano pero el buen tiempo ha hecho que las autoridades municipales prolonguen un poco más la temporada. A pesar de todo, casi no hay nadie; es natural, por un lado ayer empezaron los colegios, y como es lógico los padres de los alumnos suelen trabajar. Y en cualquier caso, como ya se sabe, la gente es de costumbres fijas y al llegar el uno de Septiembre todo el mundo da la temporada por finiquitada aunque haga un calor ecuatorial, como es el caso. Ambrosio, como yo, debe ser un desocupado y hasta el momento de presentarnos le observé pasear inquieto de un lado para otro al borde de la piscina. Lo curioso es que yo tenía la impresión de que en cualquier momento se iba a tirar al agua, pues en algunas ocasiones parecía perder el equilibrio (lo que lo haría inevitable), y en otras, él mismo adoptaba la postura de un nadador profesional a punto de zambullirse al inicio de una prueba. Pero finalmente no fue así, y en un momento dado se dirigió con paso decidido hacia mí y se presentó sin más preámbulos. Ambrosio Fernández Palomares, exclamó con una voz bien timbrada, como si estuviera presentándose ante un tribunal o una oficina de Hacienda, al ser requerido por algún asunto turbio o de cierta trascendencia. Yo le  respondí de inmediato como Andrés Palomeque Garcíatorena, un nombre que no tiene nada que ver con el mío, pero que fue el primero que se me vino a la cabeza. La rapidez de mi contestación pareció sorprenderle, y cuando intentó continuar, balbuceó algo incomprensible visiblemente azorado para, punto seguido, coger carrerilla y lanzarse de cabeza a la piscina.
Poco después, reapareció varios metros más allá tras un somero buceo, momento en el que me di cuenta de la entrada  en las instalaciones municipales de un grupo de niños acompañados por un monitor. Este, después de mandarles sentar en mis inmediaciones, inició una charla sobre la importancia de la naturaleza en la ciudad, para lo cual les señalaba con tal insistencia el árbol bajo el cual estaba yo sentado, que casi me doy por aludido, pues los chicos parecía más intrigados por mi aspecto de viejo carcamal solitario que por la vegetación del lugar. Casi inmediatamente después, cuando yo empezaba a interesarme por la charla, volvió a aparecer Ambrosio totalmente empapado, que se dirigió a mí con la misma decisión de la vez anterior, puntualizando: “artista, Ambrosio Fernández Palomares, artista”. Y ha recalcado su profesión con, a mi parecer, la intención de que le preguntara cual era, algo que al anticiparlo y parecerme su actitud un tanto presuntuosa,  no he hecho, a la espera de que él mismo lo hiciera. Lo ha hecho casi de inmediato como escultor, lo que me hubiera dado pie a hacer referencia a Fidias, Praxíteles o Chillida, pero como no le he preguntado nada en absoluto (que sin duda es lo que él pretendía), y me he puesto a divagar sobre los diferentes tipos de árboles del lugar siguiéndole el juego al monitor, momento en el que ha reaccionado con un poco disimulado mal humor, y se ha zambullido de nuevo en la piscina, esta vez haciendo lo que los niños llaman “la bomba”,  dando así a entender por la violencia de su impacto en el agua, que mi actitud y falta de interés no le habían parecido para nada correctos.
Cuando poco más tarde se ha vuelto a presentar delante de mí, ni siquiera le he dado tiempo para abrir la boca, y le he dicho como si fuera una lección recién aprendida, que no son lo mismo las plantas fanerógamas que las criptógamas, y que haría muy mal en pensar que las monocotiledóneas y las dicotiledóneas son la misma cosa. Esta vez, sin embargo no se ha mostrado sorprendido por mi discurso, ya que se ha sentado con el grupo de chicos y ha permanecido con ellos muy atento a las explicaciones del monitor. Mis palabras habían obrado el milagro de convertir en un instante a aquel hombre aparentemente desequilibrado y posiblemente un artista fracasado, en un amante de la botánica, pues a partir de entonces no ha abandonado el grupo, dando por completo la impresión de haberse integrado en el mismo con total normalidad, a pesar de la diferencia de edad y del hecho incontestable de haberse quitado el bañador, hecho que pude apreciar al alejarme del lugar.
No quise saber como terminaba la situación, que una vez puestos en pie debería hacer palpable la evidencia de la falta de adecuación del adulto Ambrosio Fernández Palomares con un grupo de niños que en el mejor de los casos, no sobrepasaban los diez años de edad. En los vestuarios, eso es cierto, me pareció percibir cierto revuelo en el exterior y algunos gritos, de lo que pude colegir que algo estaba pasando, aunque intenté despistarme y no darme por enterado poniendo mi transistor a todo volumen. Al abandonar las instalaciones, todo parecía haber vuelto a la calma, y no percibí signos llamativos de algún tipo de incidente, a no ser varias sillas volcadas cerca de la salida y a la supervisora dando muestras de agobio con la respiración agitada e incluso sofoco. Ya en la calle, varios coches de policía con las luces de emergencia rotatorias funcionando, me dieron una pista bastante fiable de que era bastante posible que Ambrosio, el frustrado escultor del “Peine de los vientos”, pudiera estar pasando por ciertos trámites que podían llevarle una temporada a la sombra o a disposición de los servicios médicos pertinentes.
Al día siguiente volví a la piscina, pues el calor seguía siendo inaguantable, pero para mi sorpresa, según indicaba un cartel a tal efecto, estaba cerrada por una situación sobrevenida de forma imprevista el día anterior, aconsejándose a los usuarios otra piscina próxima, y recordándoles encarecidamente la obligación de utilizar “las prendas de baño habituales” (sic), con lo que la situación se me hizo si cabe aún más clara.

PROPUESTAS



Mi querido amigo

Creo que tu propuesta de ayer va a ser tildada de cualquier cosa, pero en esta ocasión no cabe considerarla como descabellada, algo que tratándose de ti (en la medida que creo conocerte bien) podría parecer un tanto aventurado. Que hayas emprendido empresas absurdas o condenadas al fracaso de antemano no quiere decir que todas las que se te ocurran tengan que serlo. Lejanos ya quedan los días en los que propusiste que los auténticos peregrinos de la ruta jacobea francesa que iniciaban su camino en Roncesvalles, deberían hacerlo de rodillas,  o aquella otra, mucho más disparatada, de llegar a la luna en ala delta (el hecho que quien la pilotara fuera provisto de un equipo para respirar a partir de la estratosfera no tenía ninguna importancia, ni tampoco el que estuviese pertrechado con un traje especial para temperaturas bajo cero).
En este caso, sin embargo, percibo un atisbo de cordura y hasta de genialidad en tu afán de terminar de una vez con la crisis económica que parece haberse instalado entre nosotros de forma permanente. No será fácil, no obstante, convencer a todos los ciudadanos. Y mucho menos al Parlamento, donde los prejuicios e intereses creados de los políticos son al menos de la misma entidad que los de los altos ejecutivos de Goldman Sachs o Lehman Brothers, por decir algo. Tu propuesta de un salario máximo para hacer menos hirientes la diferencia entre los ingresos superiores y los inferiores, me parece muy acertada, y si no recuerdo mal, creo que hace solo unos meses fue algo que dejaron caer los de podemos, sabemos o una de esas formaciones políticas voluntariosas y optimistas, que han saltado al ruedo sin estoque ni capote. Que a continuación añadas que incluso aquellos con una cuenta corriente superior a los diez mil euros donen al menos la mitad para la creación de nuevas empresas estatales rentables (el cómo y el qué serían otro cantar) también cuenta con mi beneplácito, a pesar de que serías de inmediato tachado de comunista. Claro que aquí debería añadir que en ninguno de ambos casos mi patrimonio ni mis rentas se verían afectadas, teniendo en cuenta que se aproximan a lo que en matemáticas puras podría llamarse el cero absoluto (no confundir con esa temperatura, equivalente a -272 grados Celsius), lo que sería visto por no pocos como jugar con ventaja. En cuanto a la posibilidad de establecer una edad máxima absoluta, a partir de la cual el óbito sería forzoso (por métodos no cruentos a estudiar) podría, de entrada, parecer algo radical, pero no debería echarse en saco roto, pues a buen seguro las generaciones de jóvenes en paro estarían mayoritariamente de acuerdo. En ese sentido recuerdo la sátira (así al menos ha pasado a la historia de la literatura) que dejó plasmada Jonathan Swift en su librito “Una modesta propuesta”, en el que sugería la ingesta indiscriminada por parte de las clases pudientes del país, de los bebés y recién nacidos hijos del campesinado, para acabar definitivamente con el hambre en Irlanda, algo a primera vista demasiado cruel para ser llevado a cabo sin cierto resquemor, pero absolutamente posible y hasta deseable si al hacerlo, los adultos de las élites pensaban que se estaban comiendo un lechoncito.
Espero que nos veamos pronto para perfilar tus propuestas, e incluso añadir otras que a cualquier persona con sentido común y en apuros se le podrían ocurrir. A bote pronto, yo propondría el cierre radical de fronteras para los emigrantes sin una cuenta corriente saneada, el aborto libre hasta el séptimo mes de embarazo, y la aprobación generalizada de la  eutanasia para enfermos graves a partir de los setenta años.
Hombres como tú (¿y como yo?) son los que necesita este país.

Un fuerte abrazo de tu buen amigo X.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

PARACETAMOLES



-Hola baby, dijo A.
-Hola, te llamo y no me haces caso. No lo entiendo, dijo B al otro lado del hilo telefónico.
-Baby, son las cinco de la mañana y no sé quien eres.
-Pero me llamas baby como si me conocieras…
-Tu voz me inspira cierto cariño, hasta ternura, pero te lo repito, no sé quien eres y voy a tener que colgarte otra vez…
-No lo hagas, cariño, estoy sola y tengo las rodillas hinchadas. No tengo a nadie para contárselo, y tú también me inspiras mucho cariño. Como si te conociera de toda la vida.
-Mira baby, estoy contigo, pero creo que en tu caso lo mejor sería que llamaras al 112. Hay gente estupenda a la que puedes contarle todas tus cosas…
-Ya lo he hecho, tesoro, y me han dicho que si quiero me mandan una ambulancia, pero yo no necesito un médico. No sé si me entiendes…
-Te entiendo, pero no son horas, baby, voy a tener que colgar…
-No lo hagas, por favor…además creo que estoy embarazadita porque tengo la tripa gorda y el ombligo se me abre…
-No te preocupes…no te pasa nada….si quieres me llamas más tarde y hablamos. No te conozco pero me gustaría ayudarte…
-Eres un cielo, pero a lo mejor me pongo de parto...Rafael se presentó hace unas horas y me parece que me violó…
-Estate tranquila, baby, no te pasa nada. Tómate un orfidal y verás como enseguida te duermes…
-Claro, ahora resulta que eres una egoísta y lo que quieres es que me calle de una vez. No quieres oírme. Además ya tomé el paracetamol que me dijiste y no me hizo nada…
-No te preocupes, pero creo que el orfidal te sentará mejor para lo tuyo.
-No te he dicho que ayer por la noche me invitó Raquel, una vecina, a cenar en su casa y creo que a la tarta del postre le pasaba algo…estaba buena pero sabía raro. Raquel es una bruja y creo que quiere envenenarme…por eso se me abre el ombligo…
-Baby, no hay ninguna razón por la que Rafael o Raquel te quieran hacer daño. Yo acabo de conocerte y ya te he dicho que te he cogido afecto enseguida…
-Sí, pero quieres que me duerma para colgar enseguida…
-Lo que sucede es que es muy temprano y tengo sueño. Eso es todo, baby…creo que eres una buena chica. De verdad…
-Mi hermano Julián dice que me va a mandar al médico y que me va a meter en un hospital de la sierra para mujeres como yo. Me lo conozco, con cuatro señoras en una habitación en el monte, te lo juro…
-No le hagas caso. Julián dice eso por que no te conoce y quiere darte miedo para que te calmes y no le cuentes cosas. No entiende. Ya hablaré yo con él para que no lo vuelva a hacer…
-pero tengo la tripita muy abultada y me duelen las rodillas. El paracetamol no me ha hecho nada…
-Tú siempre has querido tener un niño ¿a que sí? Seguro que se trata de eso. Fantasías…
-Rafael me violó, estoy segura. Yo no quería pero no pude resistirme. Es muy fuerte y muy guapo. Además cuando se fue me dijo que era una puta ¿Entiendes? una puta…
-Te entiendo, baby, procura tranquilizarte. Tómate el orfidal y mañana te iré a ver para hablar de todo esto. Verás como se soluciona…¿de acuerdo?
-Me duele la tripita…

domingo, 30 de agosto de 2015

ALAMBIQUES




-El mundo no es lo que debiera ser, dijo A.
-Lo que debería ser, corrigió B.
-A: Es lo mismo.
-B: No, si lo fuera no existirían los tiempos verbales.
-A: Los tiempos verbales son un invento de los gramáticos para ganarse la vida y complicársela a los demás.
-B: El mundo no es lo que debería ser, insisto.
-A: La semántica lo único que ha hecho es traer la confusión a este mundo. Después e todo el tiempo no existe, y por lo tanto los tiempos verbales son inútiles.
-B: Eso en todo caso es física, y no de la mejor. Para lo que a nosotros nos interesa, no es lo mismo ahora que ayer o mañana, y en cada caso existe una forma precisa para expresarlo. Lo demás es confusión.
-A: Ganas de complicarse la vida. Bastaría con el sustantivo.
-B: Es discutible, pero tal hecho se prestaría a confusiones terribles.
-A: Lo terrible también depende del criterio con que se aborde el tema de que se trate. En realidad todo es una cuestión de criterios. El mundo sería muy diferente si la gente comprendiera algo tan simple.
-B: Por lo que dice, mi criterio respecto a usted es que es usted excesivamente simplificador, porque el análisis de lo que sea requiere un mínimo de discriminación. No es lo mismo un perro que un gorila.
-A: Mamíferos, eso es todo.
-B: Esa es una forma de ver las cosas insuficiente y de corto alcance.
-A: Es posible, pero mi vida es mucho más sencilla desde que me lo tomo así.
-B: Quizás  deba admitir que tiene usted algo de razón, pero no toda la razón.
-A: Matices para justificar su incapacidad. Adoro lo simple. Hay que purgar al lenguaje de una complejidad innecesaria. Mi sistema es la decantación resultante de una idea que puso en marcha Wittgenstein el siglo pasado.
-B: Cuestión de alambiques y retortas, por lo tanto…
-A: Ya empieza usted con sus complicaciones.

POLÍTICOS



-Todo iría mucho mejor sin los políticos, dijo A.
-Pero alguien tiene que organizar la sociedad, añadió B.
A-No necesariamente. Hay sistemas autoorganizados que no necesitan que nadie los dirija.
B-En el caso de los seres humanos sería un caos.
A-La naturaleza se organiza a sí misma. Dios no es necesario, lo dicen los grandes científicos. Stephen Hawkings últimamente, por cierto.
B-Hawkings es un impedido, y por lo tanto un resentido. Su opinión no deja de ser una venganza.
A-Sea lo que fuere en mi opinión tiene razón. Y además, otros muchos antes que él han dicho lo mismo.
B-Las normas y la administración son imprescindibles para vivir en sociedad, de otra manera esto sería la selva.
A-La selva se defiende perfectamente a sí misma, recuérdelo. Sus problemas empezaron cuando nosotros llegamos y empezamos a destruirla.
B-Simplificaciones, maledicencias. ¡Qué sería de Kenia, el Congo, Uganda o Vietnam sin carreteras! Un desastre.
A-Eso es salirse por la tangente. Es el exceso de organización el que a larga puede organizar el caos.
B-El caos en ocasiones es solo una apariencia. Sin boletines del estado estaríamos perdidos. La letra pequeña es imprescindible.
A-La letra pequeña es una forma de engaño, y en general una contradicción de lo afirmado con anterioridad. Una estafa.
B-Que ni siquiera estamos de acuerdo nosotros dos ya es una manera de hacer patente que se necesita una regulación, y por lo tanto un regulador..
A-A usted lo que en el fondo le gusta es que le manden. Eso es todo.
B-Precisamente eso es lo que pasaría si no hubiera leyes. Imperaría la ley del más fuerte, y necesitamos acuerdos y no imposiciones.
A-Es usted un optimista. El lenguaje después de todo es un engaño. Ya lo dijo Wittgenstein.
B-Un engaño imprescindible, no lo olvide.

sábado, 8 de agosto de 2015

TINITUS DOS



- Cuando me levanto, Katty se ha ido sin decirme nada y sin ni siquiera dejarme una nota. Después de todo en su estado es lo normal. No vuelvo a saber nada de ella durante meses. Un día de repente recibo una llamada suya desde un bar de copas de Barcelona. Dice que está mejor y que ya no la persiguen. Trabaja en un local de ambiente, que por lo que me cuenta es una especie de puticlub, valga la expresión. Alterna con los clientes pero no sale con ellos forzosamente. Baila sobre una tarima por turno con el resto de las chicas, y cuando termina el suyo pasa al peep-show, que le gusta bastante aunque me parezca mentira. Le gusta que los hombres la vean desnuda y se masturben al otro lado de las ventanillas, parte del dinero que echan para verla es para ella. Es bastante feliz, acaba diciendo, aunque en el tono de su voz percibo que ya tiene varias copas encima.
- Un mes después Katty me llama desde Barajas. Ha vuelto y no sabe que hacer ni a donde ir. Me aguanto las ganas de colgar y la voy a recoger. Está muy mal, medio zombi y tiene algunos moratones en la cara. Dice que se ha caído, pero estoy seguro que la han pegado. La han echado del trabajo y está segura que los dueños pronto empezarán a perseguirla. No quiero meterla en casa y la llevo a una pensión barata en el centro de Madrid, al menos allí tendrá un lugar para dormir y descansar. Le dejo pagado medio mes y le doy unas pesetas para que sobreviva durante ese tiempo. Me da mucha pena esa mujer que no tiene literalmente a nadie en el mundo. Algunos días voy a verla. Subo a su habitación y la encuentro siempre tumbada en la cama, yo me siento en la única silla y trato de charlar con ella, pero no es fácil. Ha caído en una especie de mutismo y al parecer no tiene nada que decir. Algunos días, sin embargo, me pide que le lea algún cuento de Chéjov de un libro que tiene de ese escritor que le regaló hace años un amigo suyo fotógrafo, con el que vivió durante un tiempo. Sobre todo le gusta que le lea pasajes de “El beso”, aunque la verdad es que suele quedarse dormida al poco de empezar.
-Un día me pide que la baje al bar de abajo. Pide una cerveza, pero yo insisto en que se tome un café y finalmente accede a ello. Me dice que le gustaría volver a Bielorrusia, a Kiev donde tiene una hermana casada de la que nunca antes me había hablado. El problema me dice “es que es muy puta, más que yo”, y me lo repite varias veces, pero quizás se apiade de ella y esa sea la única solución. Esa mujer me da mucha pena y me siento incapaz de dejarla abandonada y desparecer, que sería la opción más razonable. De cualquier forma, le pago otros quince días de pensión y durante ese tiempo me dedico con ella a recorrer varias instituciones oficiales de beneficencia por si pudieran hacerse cargo de ella. Es inútil. La llevo al psiquiatra de la Seguridad Social que al parecer la trató tiempo atrás. Le vuelve a recetar Haloperidol e insiste en que no beba ni esnife cocaína, y menos que heroína, como al parecer hizo en otro tiempo.
-Me siento bastante desesperado, y no me valen los razonamientos cuando me digo que después de todo, yo no tengo nada que ver con esa mujer, ni soy en absoluto responsable de su enfermedad ni su situación. Pero no me sirve, se ha vuelto para mí como una hija a la que no puedo abandonar. Un día la llevo a Aranjuez y visitamos el palacio. Ella mira todo con una mezcla de asombro y perplejidad, y lo único que de vez en cuando se le ocurre decir es que debe ser muy bonito eso de ser rey o reina y asistir a fiestas y llevar trajes muy bonitos. Le digo que seguro que sí porque no quiero romper su sueño. Luego paseamos al borde del río, visitamos el embarcadero y el museo de falúas reales. Luego visitamos la Casita del Labrador y paseamos entre los árboles en el maravilloso jardín tan famoso en todo el mundo. Según vamos andando, le tarareo lo mejor que puedo la inolvidable música del maestro Rodrigo. Al final, no puedo reprimirme durante más tiempo y me echo a llorar. Ella me mira asombrada y me dice “No seas tonto…” Luego se calla durante unos momentos para decirme a continuación “Estoy segura que si hubiéramos sido otras personas, podríamos haber sido muy felices…”. Le digo que estoy de acuerdo y rápidamente nos metemos en el coche para volver a Madrid de inmediato. No puedo más y la dejo en la entrada de la pensión. Ninguno de los dos es capaz de decir ya ni una sola palabra.
- Dejo pasar varios días para recuperarme, y cuando vuelvo a la pensión me dicen que ya no está allí. Al parecer se fue al día siguiente de nuestra visita a Aranjuez. La llamo al móvil pero no contesta (siempre lo tenía sin saldo) y no vuelvo a saber nada de ella durante meses. Un día inopinadamente me llaman desde el telefonillo de la calle. Es ella otra vez. Por un momento se me pasa por la cabeza no abrirla, pero finalmente lo hago y sube a casa. Está horrible, pero sobre todo está embarazada (de cinco meses me dice riéndose estúpidamente). Lleva una bolsa del Corte Inglés con todas sus cosas y vive en la calle. Creo que me va a dar algo. Me echo a llorar de pena y desesperación. Quiere ducharse, pero la digo que no es posible, que no puede ser. Me pregunta por qué y estoy a punto de decirle una mentira, pero finalmente la miro a los ojos y le contesto que no puede ser porque no puede ser. Le digo que todo ha terminado y le indico el camino de la puerta. Katty no pone objeciones y me sigue como si lo que acabo de decirle fuera de lo más natural. No volvemos a hablar, y durante el recorrido en el coche hasta la estación del metro más cercana, tararea una canción que me recuerda a un aire eslavo que oí por primera vez siendo un niño, algo sobre los cisnes de Kamchatka. La dejo sobre la acera con su bolsa del Corte Inglés, y como despedida le digo que debe cuidarse y le doy dos besos en las mejillas. Adoro a esa mujer. Adoro a esa niña y la abndono a su suerte. Sé que nunca me lo voy a perdonar, pero ya en el coche trato de justificarme pensando que todos tenemos nuestros límites. Me duele el pecho como si fuera estallar, pero sé que voy a sobrevivir, que hasta el dolor se acaba, como dijo el poeta.
- Al llegar a casa pongo enseguida el equipo de música, el adagio de la serenata en si bemol Gran Partita de Mozart. Trato de no pensar pero me resulta imposible. Me imagino a Katty perdida en el laberinto del metro o dando a luz sola en un vertedero de las afueras. Es insoportable porque yo quería aquel ser humano pequeñito y vulnerable. Debí haber sido más valiente y haber hecho algo más por ella. Lloro en la cama desconsoladamente durante mucho tiempo, hasta que finalmente me quedo dormido. Al despertar, como si fuera una revelación recuerdo que Katty no se llamaba verdaderamente Katty sino Inna Pasthoukova, y era rusa. También me doy cuenta que por primera vez los oídos no me pitan, y que por lo tanto mi tinitus ha desaparecido. Eso me alivia y por unos instantes creo que puedo sonreír, aunque con él quizás también hayan desaparecido para siempre Aristóteles y las bellas fuentes de Atenas.