- Cuando me
levanto, Katty se ha ido sin decirme nada y sin ni siquiera dejarme una nota.
Después de todo en su estado es lo normal. No vuelvo a saber nada de ella
durante meses. Un día de repente recibo una llamada suya desde un bar de copas de
Barcelona. Dice que está mejor y que ya no la persiguen. Trabaja en un local de
ambiente, que por lo que me cuenta es una especie de puticlub, valga la
expresión. Alterna con los clientes pero no sale con ellos forzosamente. Baila
sobre una tarima por turno con el resto de las chicas, y cuando termina el suyo
pasa al peep-show, que le gusta bastante aunque me parezca mentira. Le gusta
que los hombres la vean desnuda y se masturben al otro lado de las ventanillas,
parte del dinero que echan para verla es para ella. Es bastante feliz, acaba
diciendo, aunque en el tono de su voz percibo que ya tiene varias copas encima.
- Un mes después
Katty me llama desde Barajas. Ha vuelto y no sabe que hacer ni a donde ir. Me
aguanto las ganas de colgar y la voy a recoger. Está muy mal, medio zombi y
tiene algunos moratones en la cara. Dice que se ha caído, pero estoy seguro que
la han pegado. La han echado del trabajo y está segura que los dueños pronto
empezarán a perseguirla. No quiero meterla en casa y la llevo a una pensión
barata en el centro de Madrid, al menos allí tendrá un lugar para dormir y
descansar. Le dejo pagado medio mes y le doy unas pesetas para que sobreviva
durante ese tiempo. Me da mucha pena esa mujer que no tiene literalmente a
nadie en el mundo. Algunos días voy a verla. Subo a su habitación y la
encuentro siempre tumbada en la cama, yo me siento en la única silla y trato de
charlar con ella, pero no es fácil. Ha caído en una especie de mutismo y al
parecer no tiene nada que decir. Algunos días, sin embargo, me pide que le lea
algún cuento de Chéjov de un libro que tiene de ese escritor que le regaló hace
años un amigo suyo fotógrafo, con el que vivió durante un tiempo. Sobre todo le
gusta que le lea pasajes de “El beso”, aunque la verdad es que suele quedarse
dormida al poco de empezar.
-Un día me pide
que la baje al bar de abajo. Pide una cerveza, pero yo insisto en que se tome
un café y finalmente accede a ello. Me dice que le gustaría volver a
Bielorrusia, a Kiev donde tiene una hermana casada de la que nunca antes me
había hablado. El problema me dice “es que es muy puta, más que yo”, y me lo
repite varias veces, pero quizás se apiade de ella y esa sea la única solución.
Esa mujer me da mucha pena y me siento incapaz de dejarla abandonada y desparecer,
que sería la opción más razonable. De cualquier forma, le pago otros quince
días de pensión y durante ese tiempo me dedico con ella a recorrer varias
instituciones oficiales de beneficencia por si pudieran hacerse cargo de ella.
Es inútil. La llevo al psiquiatra de la Seguridad Social que al parecer la
trató tiempo atrás. Le vuelve a recetar Haloperidol e insiste en que no beba ni
esnife cocaína, y menos que heroína, como al parecer hizo en otro tiempo.
-Me siento
bastante desesperado, y no me valen los razonamientos cuando me digo que
después de todo, yo no tengo nada que ver con esa mujer, ni soy en absoluto
responsable de su enfermedad ni su situación. Pero no me sirve, se ha vuelto
para mí como una hija a la que no puedo abandonar. Un día la llevo a Aranjuez y
visitamos el palacio. Ella mira todo con una mezcla de asombro y perplejidad, y
lo único que de vez en cuando se le ocurre decir es que debe ser muy bonito eso
de ser rey o reina y asistir a fiestas y llevar trajes muy bonitos. Le digo que
seguro que sí porque no quiero romper su sueño. Luego paseamos al borde del
río, visitamos el embarcadero y el museo de falúas reales. Luego visitamos la
Casita del Labrador y paseamos entre los árboles en el maravilloso jardín tan
famoso en todo el mundo. Según vamos andando, le tarareo lo mejor que puedo la
inolvidable música del maestro Rodrigo. Al final, no puedo reprimirme durante
más tiempo y me echo a llorar. Ella me mira asombrada y me dice “No seas
tonto…” Luego se calla durante unos momentos para decirme a continuación “Estoy
segura que si hubiéramos sido otras personas, podríamos haber sido muy
felices…”. Le digo que estoy de acuerdo y rápidamente nos metemos en el coche
para volver a Madrid de inmediato. No puedo más y la dejo en la entrada de la
pensión. Ninguno de los dos es capaz de decir ya ni una sola palabra.
- Dejo pasar
varios días para recuperarme, y cuando vuelvo a la pensión me dicen que ya no
está allí. Al parecer se fue al día siguiente de nuestra visita a Aranjuez. La
llamo al móvil pero no contesta (siempre lo tenía sin saldo) y no vuelvo a
saber nada de ella durante meses. Un día inopinadamente me llaman desde el
telefonillo de la calle. Es ella otra vez. Por un momento se me pasa por la
cabeza no abrirla, pero finalmente lo hago y sube a casa. Está horrible, pero
sobre todo está embarazada (de cinco meses me dice riéndose estúpidamente).
Lleva una bolsa del Corte Inglés con todas sus cosas y vive en la calle. Creo
que me va a dar algo. Me echo a llorar de pena y desesperación. Quiere ducharse,
pero la digo que no es posible, que no puede ser. Me pregunta por qué y estoy a
punto de decirle una mentira, pero finalmente la miro a los ojos y le contesto
que no puede ser porque no puede ser. Le digo que todo ha terminado y le indico
el camino de la puerta. Katty no pone objeciones y me sigue como si lo que
acabo de decirle fuera de lo más natural. No volvemos a hablar, y durante el
recorrido en el coche hasta la estación del metro más cercana, tararea una
canción que me recuerda a un aire eslavo que oí por primera vez siendo un niño,
algo sobre los cisnes de Kamchatka. La dejo sobre la acera con su bolsa del
Corte Inglés, y como despedida le digo que debe cuidarse y le doy dos besos en
las mejillas. Adoro a esa mujer. Adoro a esa niña y la abndono a su suerte. Sé
que nunca me lo voy a perdonar, pero ya en el coche trato de justificarme
pensando que todos tenemos nuestros límites. Me duele el pecho como si fuera
estallar, pero sé que voy a sobrevivir, que hasta el dolor se acaba, como dijo
el poeta.
- Al llegar a
casa pongo enseguida el equipo de música, el adagio de la serenata en si bemol
Gran Partita de Mozart. Trato de no pensar pero me resulta imposible. Me
imagino a Katty perdida en el laberinto del metro o dando a luz sola en un
vertedero de las afueras. Es insoportable porque yo quería aquel ser humano
pequeñito y vulnerable. Debí haber sido más valiente y haber hecho algo más por
ella. Lloro en la cama desconsoladamente durante mucho tiempo, hasta que
finalmente me quedo dormido. Al despertar, como si fuera una revelación
recuerdo que Katty no se llamaba verdaderamente Katty sino Inna Pasthoukova, y
era rusa. También me doy cuenta que por primera vez los oídos no me pitan, y
que por lo tanto mi tinitus ha desaparecido. Eso me alivia y por unos instantes
creo que puedo sonreír, aunque con él quizás también hayan desaparecido para
siempre Aristóteles y las bellas fuentes de Atenas.
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