lunes, 16 de noviembre de 2015

EXTRAÑAMIENTOS TRES



Cuando Rigoberto Fernández Rubiroso, funcionario del Cuerpo de Correos en excedencia, se despertó a las cinco y diez minutos de la mañana del día catorce de Marzo de mediados del siglo pasado, lo primero que se le vino a la cabeza fueron el principio de aleatoriedad y la ineluctabilidad del azar, temas que abandonó de inmediato tras apuntarlos en una hoja de papel y guardarla de inmediato en el cajón de la mesilla de noche. Este tipo de acaecimientos eran bastante comunes en los últimos tiempos de Rigoberto, pues casi a diario se despertaba llamado por no se sabe que urgencias intelectuales que llevaban a su cabeza temas de lo más variopintos, de los que él dejaba constancia de la forma reseñada más arriba, aunque al día siguiente no los hiciera el menor caso. Eso sí,  nunca se olvidaba de ponerlos a buen recaudo, pues tenía la vaga intuición de que podrían serle de alguna utilidad en el futuro. Quien sabe si, aunque entonces no se diera cuenta en toda su dimensión, imaginaba que sus anotaciones podría tener un significado oculto muy valioso, o que entre todas pudieran llegar a componer un interesante ensayo sobre cualquiera de los temas tratados en las mismas. O incluso que pudieran llegar a descubrir en él a un poeta original, cuya producción podría suponer en ese mundo algo parecido a lo que supuso en su día la música dodecafónica respecto a la clásica o la pintura abstracta respecto a la figurativa, por poner dos ejemplos sencillos.
Con independencia de lo anterior, la vida de Rigoberto transcurría plácidamente dedicada a sus aficiones favoritas, los juegos de azar y la petanca en un club cercano a su casa, y absolutamente ajena a sus devaneos nocturnos debidos a su inveterado insomnio desde que pidió la excedencia por recomendación de su médico, a causa de ciertos trastornos psíquicos que aconsejaban un periodo de descanso nunca inferior a dos años.
 En cualquier caso, al cabo de cierto tiempo, cuando las notas empezaron a tener mal acomodo en el cajón de la mesilla de noche, tuvo que utilizar otro en la cómoda, momento en el que se dio cuenta de la importancia de su producción y empezó a valorar a su otro yo, el que se despertaba intempestivamente por las noches y escribía enfebrecidamente lo que le venía a la cabeza. Fue por entonces cuando, antes de apagar la luz para dormir, solía echar un vistazo al interior de los cajones y sentía como si a partir de entonces él no fuera solo aquel del que tenía conciencia y a quien saludaban cada mañana sus vecinos en el ascensor o la escalera, sino un hombre nuevo todavía por descubrir. De esta manera llegó el día en que sintió un impulso irrefrenable de examinar sus notas con más detalle, y se puso a la tarea con entusiasmo pensando encontrar en ellas, a pesar del desbarajuste, alguna coherencia o quien sabe si un mensaje con cierto sentido. En un principio, las ordenó según el número de palabras, luego de acuerdo con los temas aludidos, y finalmente en función de la existencia o no de determinantes, conjunciones copulativas o adverbios, siguiendo un método aleatorio pero riguroso, sin duda motivado por su afición a la gramática. Fue un trabajo concienzudo pero que no le dio ninguna idea nueva, por lo que una tarde en la que se encontraba especialmente impaciente, incapaz de hallar ningún orden inteligible y sí un marasmo sin pies ni cabeza, lo mandó todo al garete dando un violento manotazo a los montoncitos de anotaciones creados laboriosamente a lo largo de aquellos días.
A partir de aquel día ya nada fue igual para Rigoberto. Su fracaso hizo que su vida cambiara radicalmente, especialmente en el sentido de que por las noches no volvió a despertarse ni por tanto a escribir nota alguna. Dormía profundamente y por las mañanas le costaba mucho levantarse, como si estuviera afectado por una especie de narcolepsia intermitente. Su estabilidad emocional se vio muy afectada, y de nada sirvieron los antidepresivos ni los tranquilizantes que le recetó el psiquiatra. Y lo mismo puede decirse de las sesiones de yoga y las de psicoterapia, en las que el psicólogo se empeñó en que hiciera algo de terapia ocupacional tocando el tambor y practicando la papiroflexia y el origami. La vida de Rigoberto parecía haber perdido todo sentido, a pesar de que al no tener ya insomnio mejoró bastante su aspecto, engordó y se le quitaron las ojeras que en los últimos tiempos habían sido su característica física más llamativa. A ojos de sus amistades parecía un hombre nuevo, ignorantes, sin embargo, del drama que se desarrollaba en su interior.
Afortunadamente, poco después, lo que en principio solo fue una original intuición de su cerebro, hizo que Rigoberto volviera de nuevo a sus cabales (si la extrema delgadez, el insomnio y las ojeras se pueden tomar como síntomas de tal hecho). Sucedió que una noche en la que se volvió de nuevo a despertar, se le ocurrió guardar de nuevo en el cajón unas notas cuya peculiaridad en aquellos momentos fue que estaban totalmente en blanco. Nada de apuntes, anotaciones, sueños ni nada parecido: solo unos recortes de papel en los que como mucho en alguna ocasión se permitía hacer algunos perfiles. Supo de esta manera que el vacío, el silencio y la falta de objetivos eran en el fondo las cualidades más auténticas de su personalidad, su verdadero ser, sobre las que podría edificarse en su caso una ontología digna de tal nombre. Tanto es así, que poco después empezó a considerar sus papeles sin texto como auténticas obras de arte, que algunas noches antes de acostarse contemplaba con verdadero arrobo, como si en su inanidad guardaran el secreto de su vida de funcionario de Correos en excedencia, algo que le hacía recordar con agradecimiento las vicisitudes pasadas, y dormirse con una cara de arrobo que para sí hubiera querido la Mona Lisa en el Louvre.
 A efectos de este relato, el hecho de que Rigoberto acabara sus días en una Casa de Salud, carece de la menor importancia.

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