Cuando Rigoberto Fernández Rubiroso, funcionario del Cuerpo
de Correos en excedencia, se despertó a las cinco y diez minutos de la mañana
del día catorce de Marzo de mediados del siglo pasado, lo primero que se le
vino a la cabeza fueron el principio de aleatoriedad y la ineluctabilidad del
azar, temas que abandonó de inmediato tras apuntarlos en una hoja de papel y
guardarla de inmediato en el cajón de la mesilla de noche. Este tipo de
acaecimientos eran bastante comunes en los últimos tiempos de Rigoberto, pues casi
a diario se despertaba llamado por no se sabe que urgencias intelectuales que
llevaban a su cabeza temas de lo más variopintos, de los que él dejaba
constancia de la forma reseñada más arriba, aunque al día siguiente no los
hiciera el menor caso. Eso sí, nunca se
olvidaba de ponerlos a buen recaudo, pues tenía la vaga intuición de que
podrían serle de alguna utilidad en el futuro. Quien sabe si, aunque entonces
no se diera cuenta en toda su dimensión, imaginaba que sus anotaciones podría
tener un significado oculto muy valioso, o que entre todas pudieran llegar a
componer un interesante ensayo sobre cualquiera de los temas tratados en las
mismas. O incluso que pudieran llegar a descubrir en él a un poeta original,
cuya producción podría suponer en ese mundo algo parecido a lo que supuso en su
día la música dodecafónica respecto a la clásica o la pintura abstracta
respecto a la figurativa, por poner dos ejemplos sencillos.
Con independencia de lo anterior, la vida de Rigoberto
transcurría plácidamente dedicada a sus aficiones favoritas, los juegos de azar
y la petanca en un club cercano a su casa, y absolutamente ajena a sus devaneos
nocturnos debidos a su inveterado insomnio desde que pidió la excedencia por
recomendación de su médico, a causa de ciertos trastornos psíquicos que
aconsejaban un periodo de descanso nunca inferior a dos años.
En cualquier caso, al
cabo de cierto tiempo, cuando las notas empezaron a tener mal acomodo en el
cajón de la mesilla de noche, tuvo que utilizar otro en la cómoda, momento en
el que se dio cuenta de la importancia de su producción y empezó a valorar a su
otro yo, el que se despertaba intempestivamente por las noches y escribía
enfebrecidamente lo que le venía a la cabeza. Fue por entonces cuando, antes de
apagar la luz para dormir, solía echar un vistazo al interior de los cajones y
sentía como si a partir de entonces él no fuera solo aquel del que tenía
conciencia y a quien saludaban cada mañana sus vecinos en el ascensor o la
escalera, sino un hombre nuevo todavía por descubrir. De esta manera llegó el
día en que sintió un impulso irrefrenable de examinar sus notas con más detalle,
y se puso a la tarea con entusiasmo pensando encontrar en ellas, a pesar del
desbarajuste, alguna coherencia o quien sabe si un mensaje con cierto sentido.
En un principio, las ordenó según el número de palabras, luego de acuerdo con
los temas aludidos, y finalmente en función de la existencia o no de
determinantes, conjunciones copulativas o adverbios, siguiendo un método
aleatorio pero riguroso, sin duda motivado por su afición a la gramática. Fue
un trabajo concienzudo pero que no le dio ninguna idea nueva, por lo que una
tarde en la que se encontraba especialmente impaciente, incapaz de hallar
ningún orden inteligible y sí un marasmo sin pies ni cabeza, lo mandó todo al
garete dando un violento manotazo a los montoncitos de anotaciones creados
laboriosamente a lo largo de aquellos días.
A partir de aquel día ya nada fue igual para Rigoberto. Su
fracaso hizo que su vida cambiara radicalmente, especialmente en el sentido de
que por las noches no volvió a despertarse ni por tanto a escribir nota alguna.
Dormía profundamente y por las mañanas le costaba mucho levantarse, como si
estuviera afectado por una especie de narcolepsia intermitente. Su estabilidad
emocional se vio muy afectada, y de nada sirvieron los antidepresivos ni los
tranquilizantes que le recetó el psiquiatra. Y lo mismo puede decirse de las
sesiones de yoga y las de psicoterapia, en las que el psicólogo se empeñó en
que hiciera algo de terapia ocupacional tocando el tambor y practicando la
papiroflexia y el origami. La vida de Rigoberto parecía haber perdido todo
sentido, a pesar de que al no tener ya insomnio mejoró bastante su aspecto,
engordó y se le quitaron las ojeras que en los últimos tiempos habían sido su
característica física más llamativa. A ojos de sus amistades parecía un hombre
nuevo, ignorantes, sin embargo, del drama que se desarrollaba en su interior.
Afortunadamente, poco después, lo que en principio solo fue
una original intuición de su cerebro, hizo que Rigoberto volviera de nuevo a
sus cabales (si la extrema delgadez, el insomnio y las ojeras se pueden tomar
como síntomas de tal hecho). Sucedió que una noche en la que se volvió de nuevo
a despertar, se le ocurrió guardar de nuevo en el cajón unas notas cuya
peculiaridad en aquellos momentos fue que estaban totalmente en blanco. Nada de
apuntes, anotaciones, sueños ni nada parecido: solo unos recortes de papel en
los que como mucho en alguna ocasión se permitía hacer algunos perfiles. Supo
de esta manera que el vacío, el silencio y la falta de objetivos eran en el
fondo las cualidades más auténticas de su personalidad, su verdadero ser, sobre
las que podría edificarse en su caso una ontología digna de tal nombre. Tanto
es así, que poco después empezó a considerar sus papeles sin texto como
auténticas obras de arte, que algunas noches antes de acostarse contemplaba con
verdadero arrobo, como si en su inanidad guardaran el secreto de su vida de
funcionario de Correos en excedencia, algo que le hacía recordar con
agradecimiento las vicisitudes pasadas, y dormirse con una cara de arrobo que
para sí hubiera querido la Mona Lisa en el Louvre.
A efectos de este
relato, el hecho de que Rigoberto acabara sus días en una Casa de Salud, carece
de la menor importancia.
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